Los altruistas son antipáticos. Y la culpa es solo suya

Los altruistas son antipáticos. Y la culpa es solo suya

Es hora de reconocer a aquellos que son capaces, tal vez un poco más que nosotros, de poner el bien común y el bien de los demás por delante del propio.

La solidaridad es sospechosa, y lo sabemos. Cuando alguien se ocupa de los demás, son muchos los que piensan que lo hace porque tiene un segundo fin, porque tiene algo que ganar: visibilidad, estima, donaciones o quién sabe qué. Los llaman buenistas, radical-chic con Rolex, o revolucionarios de pacotilla hijos de papá. Y si la solidaridad y la ayuda se organizan, entonces piensan que se trata casi seguro de una estafa, que alguien se debe estar haciendo de oro. Si no son las organizaciones sociales, serán las ONG o la madre de Greta que quiere publicar un libro. 

Altruismo sospechoso

En los últimos años, estas posturas han adquirido una notable fuerza de persuasión, hasta tal punto que muchas veces han condicionado el debate público y la acción política, al menos en Italia, arrojando un fuerte descrédito sobre el tercer sector y el voluntariado, que durante décadas se han dedicado a la solidaridad y al altruismo organizado. De todas formas, esto no es una novedad. El altruismo siempre ha estado bajo sospecha. Sería posible reconstruir la historia de las vicisitudes por las que ha pasado este concepto a lo largo de los últimos siglos, al menos desde que Auguste Comte, a mediados del siglo XIX, acuñó el término. Sería una larga historia. Pero antes de hablar de Comte, deberíamos hablar de Mandeville y de Adam Smith y de hasta qué punto el debate sobre la verdadera naturaleza y utilidad social de la atención a la suerte de los demás encendía en aquellos años los ánimos de los intelectuales y utopistas.

De Freud a Nietzsche

El altruismo es sospechoso para Freud, odioso para Nietzsche, un falso problema para Robert Trivers y Richard Dawkins, y simplemente no existe para Jacques Derrida. Los economistas hemos puesto la idea del auto-interés como fundamento de nuestra disciplina. Francis Ysidro Edgeworth, en 1881, puso como “primer principio de la economía (…) que a los agentes les mueve exclusivamente su interés personal”. Y en un manual de economía ampliamente estudiado todavía hoy, se dice que “las personas son fundamentalmente amorales, transgreden las reglas, ignoran los acuerdos, y utilizan el fraude, la manipulación y el engaño si encuentran en ello un provecho personal” (Milgrom P., Roberts, J., Economics, Organization and Management, Prentice Hal, 1992).

Las razones de la desconfianza

Sin embargo, ¿quién no ha conocido gente distinta? Benefactores, cuando no filántropos. Personas honradas, atentas a los demás, dedicadas al prójimo. ¿Acaso no hay buena gente? Pienso no solo en las personas que reciben reconocimientos públicos, sino también en   nuestros vecinos, en nuestros compañeros, e incluso en algún pariente. Entonces ¿por qué se mantiene esta sospecha hacia la bondad y el altruismo? Las razones de esta desconfianza son, naturalmente, varias. Algunas tienen raíz sociocultural y otras están relacionadas con el hecho de que los altruistas son decididamente antipáticos. En el primer grupo de influencia se encuentra, por ejemplo, un darwinismo ingenuo que todavía permea gran parte de nuestra cultura.

En una visión de la naturaleza en la que solo los más fuertes y astutos logran ganar la lucha por la supervivencia, los que se sacrifican están participando en una carrera con un lastre que los fuertes y los astutos se cuidan mucho de cargar. Autoimponerse una desventaja de este tipo da como resultado unas probabilidades menores de supervivencia y por tanto de transmisión de ese rasgo altruista a las generaciones futuras. Por eso se piensa que lo que observamos hoy con el nombre de “altruismo” no puede ser otra cosa que egoísmo disfrazado, ya que de la selección natural no se libra nadie. En realidad, las cosas son un poco más complejas. En la naturaleza no existe solo la selección natural, sino también la sexual. Los fenómenos de señalación, de emparejamiento selectivo y de parentela pueden desempeñar un papel importante a la hora de conciliar la lógica darwiniana con la benevolencia humana y con formas de altruismo que se observan en otras especies. Sin contar el papel que desempeñan la reciprocidad directa e indirecta y la selección multinivel.

Por qué los altruistas resultan antipáticos

Otro elemento que hace atractivo el egoísmo como principio de comportamiento se basa en que muchas veces el altruismo pasa desapercibido. Ya sea porque muchos gestos altruistas se concretan en pequeñas decisiones cotidianas, ya sea porque muchas veces no adquieren la forma de acciones sino de omisiones. Sencillamente a veces tenemos la posibilidad de actuar egoístamente en nuestro provecho y a costa de otro, pero decidimos no hacerlo. Se podrían discutir otras causas, pero eso nos llevaría demasiado lejos, porque lo que me interesa hoy es afrontar la otra cuestión, es decir por qué los altruistas nos resultan decididamente antipáticos, al igual que los que destacan en algo y nos hacen sentir que valemos menos que ellos.

Los que son demasiado buenos suscitan molestia, distancia y sospecha. Los que salvan a un niño de morir ahogado o van a curar a los heridos de guerras ajenas, al principio, pueden suscitar admiración, salvo para quienes estén cegados por la ideología “malista”. Pero pronto nos cansamos de tanto heroísmo. Pero para comprender el porqué intentemos dar un paso atrás. Existe un circuito en nuestro cerebro, que involucra áreas de la ínsula y del córtex cingulado anterior, implicado en la elaboración de procesos como la rabia, el disgusto y la aversión. Este circuito se activa relativamente más cuando experimentamos una situación de injusticia o cuando, por ejemplo, efectuando un mismo trabajo, nosotros recibimos una recompensa y un compañero recibe una recompensa mayor. En estos casos, el impulso derivado de este módulo neuronal nos empuja al castigo altruista, es decir a castigar, incluso aunque nos cueste, al causante de la situación injusta.

Intenta imaginar que estás caminando con un amigo por la calle. En un momento determinado, ves en la vereda un billete de diez euros. Lo ven los dos a la vez, pero tu amigo es más espabilado y lo recoge antes. El dinero es suyo. Para resarcirte de tu lentitud, te ofrece un euro. Él se queda con nueve y a vos te ofrece uno. ¿Cuántos de nosotros aceptaríamos este ofrecimiento? Los estudios muestran que la inmensa mayoría de los sujetos, detrás del impulso de la sensación de disgusto producida por la ínsula y el córtex cingulado, deciden rechazarlo simbólicamente, aunque tenga coste, como castigo a la avaricia del amigo. Este mecanismo de castigo, según muchos investigadores, ha evolucionado para reforzar nuestra disposición a respetar las reglas más básicas de convivencia y las normas sociales, a cooperar y a producir colectivamente bienes públicos.

El castigo altruista

En todas estas situaciones, solo podemos obtener beneficios colectivos si logramos mantener a raya los impulsos egoístas. El peligro de acabar como víctimas del castigo altruista sería la fuerza capaz de atenuar nuestra avaricia individual. Coherentemente con estos resultados, en muchos experimentos realizados en todo el mundo, se advierte una tendencia, por ejemplo, a castigar a los gorrones, es decir a aquellos que no hacen la parte que les corresponde en un proceso colectivo. Aquellos que se hacen los remolones, en un equipo, sabiendo que alguien realizará el trabajo en su lugar, o aquellos que evaden los impuestos porque ya saben que los colegios y los hospitales serán financiados con el dinero de otros. Cuando existe la posibilidad de penalizar de forma costosa a aquellos que se comportan de este modo, el efecto disuasorio del castigo hace que crezcan los niveles de cooperación.

Intenta tirar un paquete vacío de cigarrillos en la calle de cualquier ciudad suiza. Intenta no respetar la fila del autobús en la parada de cualquier ciudad inglesa. El castigo altruista te estará esperando. El mismo modelo de comportamiento se ha observado en muchos países pertenecientes a matrices culturales muy diferentes: desde Australia a China y desde Alemania a Corea, pasando por Dinamarca, Ucrania y Estados Unidos. Sin embargo, en algunas culturas y en algunos países las cosas funcionan de otra manera. La cooperación entre individuos no aumenta, ni siquiera ante la posibilidad de que quien no hace su parte sea castigado por sus semejantes. En estos casos, el castigo altruista es ampliamente ineficaz.

La razón principal es que, en los experimentos realizados en estos países, se hace saber que el castigo caerá tanto sobre aquellos que hacen poco, como en el caso anterior, como sobre los que cooperan mucho. No solo se castiga a los vagos, sino también a aquellos que muestran demasiado celo a la hora de actuar por el bien del grupo. Esto se ha comprobado, en particular, en los experimentos realizados en los países del Sur de Europa, en los países árabes y en Rusia (Gächter, S., et al., 2010. Culture and cooperation. Philosophical Transactions of the Royal Society B, 365, pp. 2651–2661). El nivel de cooperación colectiva alcanzado en estos casos ha estado siempre por debajo de la media de los demás países. La razón es que en estas culturas no solo hay temor a ser castigados cuando se coopera poco, sino también cuando se coopera más que la media del grupo. Las razones que subyacen a este comportamiento antisocial no son totalmente conocidas, pero los economistas han encontrado correlaciones significativas entre la poca cooperación, el alto nivel de corrupción y la baja tasa de democracia de algunos de estos países.

Este tipo de castigo antisocial es uno de las agarraderas de las que el “malismo” ha hecho uso durante estos años, hasta levantar la cabeza contribuyendo a exacerbar conflictos y divisiones, liberando comportamientos que en un tiempo eran intolerables y difundiendo lenguajes, códigos y creencias cargadas de odio. Esta es, quizá, la raíz de la sospecha y la devaluación social que recae, cada vez con más frecuencia, sobre aquellos que dedican tiempo, energía y pasión a los demás: profesores, médicos, activistas por los derechos civiles, curas y monjas, asistentes sociales, voluntarios, e incluso los no pocos políticos que se dedican a la cosa pública con honradez. Son solo algunos ejemplos de actividades vocacionales donde el otro es matriz de compromiso y dedicación. Por supuesto no ocurre siempre, pero sí la inmensa mayoría de las veces.

El castigo antisocial típico del “malismo” desencadena dinámicas que, de forma natural, desalientan el compromiso individual por el bien del grupo. En todas las situaciones donde el bienestar de una comunidad depende de la capacidad de hacer las cosas juntos, desalentar a los más altruistas equivale a cortar la rama en la que estamos sentados. Es un movimiento decididamente poco inteligente. Aunque tengan exceso de celo y sean a veces presuntuosos o fastidiosamente humildes, y nos hagan sentir peores de lo que creemos que somos, encerrados en nuestro egoísmo inoperante, los grupos y los individuos que actúan por el bien de otros grupos e individuos, deberían ser fuertemente incentivados y premiados con dosis abundantes de aprobación social.

Para sentirnos y ser realmente mejores podríamos empezar planteándonos un objetivo pequeño: comenzar a dar un justo reconocimiento a toda la dedicación y altruismo que vemos a nuestro alrededor; un justo reconocimiento a aquellos que son capaces, tal vez un poco más que nosotros, de poner el bien común y el bien de los demás por delante del suyo; un justo reconocimiento a aquellos que, al hacerlo, contribuyen, a su costa, a construir una comunidad más humana y acogedora también para nosotros.

Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 26/01/2020

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  1. Juan Andrés Ravignani 8 febrero, 2020, 03:10

    Todo este tema debería ser asociado a la gratuidad. Para el sistema en que nos movemos culturalmente “LA GRATUIDAD” es el peor virus. ¿Porqué? Porque pone en entredicho los pilares mismos del sistema competitivo. Produce dos malestares: 1) ¿Porque lo hace? Esta loco u oculta algo. 2) Si lo está haciendo sinceramente es todavía peor, nos pone en evidencia. El actor salvo los defectos que seguramente tendrá, todos los tenemos; es sincero y su vocación es vivir de esta manera, y no pretende ponernos en evidencia; esta realidad hay que asumirla como costo de la vocación y no es un pequeño costo. Quien es movido por la gratuidad no es el causante, el rechazo es producto de la subjetividad del entorno. Actuar distinto causa rechazo, he tenido la oportunidad de observar como el entorno social desalienta a muchos actores que se mueven en este sentido, ¿porqué? Simplemente porque ponen en crisis una mentalidad vigente y se lo percibe como una amenaza. Perseverar en este sentido exige heroísmo. Normalmente en los emprendimientos que tienden al bien común desinteresado hay un iniciador que resulta rodeado de colaboradores, el objeto del desprecio es el animador, es el peligro. Recuerdo cuando en la escuela media nocturna habíamos montado una pequeña organización para canjear libros de textos y conseguir material donado, imprimir apuntes y material didáctico, sin otro beneficio que experimentar la alegría del bien común. Un día uno de los preceptores se me acerco y preguntó, entre nosotros, ¿CUAL ES EL CURRO? (El beneficio oculto que logran) porque los venimos siguiendo hace meses y no logramos detectarlo. No lo detectan porque no hay más que lo que se ve. Noooooooooo, no puede ser, no me vas a decir que son unos estúpidos. Francamente y visto desde los ojos de los que nos observan ·SI, SOMOS UNOS ESTÚPIDOS”. Como la vocación si madura crece la persecución también.

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