Sólo la tierra herida genera

Sólo la tierra herida genera

El alba de la medianoche/9

«Casi todas las ideas lanzadas por Jeremías en esta época tienen relación con la ley; casi todas las imágenes que utiliza están sacadas del mismo patrimonio, ya secular, de la profecía bíblica. Todo esto no es más que un ejercicio, un aprendizaje»

André Neher, Jeremías

«YHWH me dijo así: “Ve y cómprate un cinturón de lino y póntelo a la cintura, pero no lo metas en agua”. Compré el cinturón, según la orden de YHWH y me lo puse a la cintura. Entonces me fue dirigida la palabra de YHWH por segunda vez: “Toma el cinturón que has comprado (…) ve al Éufrates y escóndelo allí en un resquicio de la peña”» (Jeremías 13,1-4).

Ve. Los profetas reciben de Dios órdenes concretas, detalladas, meticulosas. Son palabras que nombran objetos, ríos, piedras. Son instrucciones para llevar a cabo una misión especial. Son un mapa para viajar por un territorio no explorado. Son una ejecución testamentaria. Son un mandato para hacer y no solo para decir: la boca de los profetas es su cuerpo. Los profetas hablan diciendo y hablan haciendo. Hablan con la boca, con las manos, con los pies, con las piernas, con la espalda.

Sin embargo, experimentar la verdad de la palabra que les habla y adquirir la capacidad de distinguirla de la no-verdad de los falsos profetas, es un proceso lento y con frecuencia largo, que puede durar años, décadas o incluso toda la vida del profeta. Estas vocaciones florecen siguiendo un camino marcado por fases concretas, que podemos conocer y reconocer gracias al estudio de la Biblia y de la vida.

Al principio, el joven profeta nace en una comunidad, donde conviven personas buenas y malas, profetas verdaderos y falsos. Las comunidades verdaderas son siempre mestizas e híbridas. Una vocación profética solo puede crecer y desarrollarse dentro de una o varias comunidades, a partir de la primera comunidad familiar. Si bien la profecía expresa mejor que cualquier otra cosa la individualidad y el diálogo personal entre dos “tú”, la profecía es también una práctica y por tanto un asunto social y comunitario. Los profetas son enviados a comunidades concretas, se encarnan en la tierra y en la historia de un lugar y de un tiempo; sus críticas, cuidados y preguntas están engarzadas en la vida cotidiana de su propia gente.

Dentro de esta primera comunidad es donde se produce la primera llamada, la vocación, que es el acontecimiento fundamental y absolutamente individual. Pero después de la vocación encontramos de nuevo la comunidad, a veces la misma de antes, a veces una nueva comunidad profética, donde el joven se forma y busca uno o varios maestros, compañeros de vocación. La idea de que los profetas son hombres solitarios, que vienen al mundo ya formados y perfectos para desempeñar su misión o amaestrados solo por Dios interiormente, pertenece a las representaciones artísticas o a las novelas, pero no a la realidad histórica. En la verdadera formación de los profetas, las voces y las palabras, como las del Bautista o Ananías, son aliadas necesarias de la voz de YHWH. El profeta nace y se hace, aprendiendo en el tiempo a ser lo que ya era en el seno materno.

Esta dimensión temporal y diacrónica de la vocación profética explica por qué los primeros capítulos del libro de Jeremías no son tan originales, a pesar de algunos rayos luminosos y geniales. Van Gogh aprendió a pintar: al principio ya era Van Gogh por vocación, pero todavía no conocía la técnica de la pintura.

En sus primeros trazos ya se adivinaba el gran genio, pero hubo que esperar años para ver sus obras maestras. También Jeremías tiene que aprender a ser profeta, porque la profecía es carne y sangre y vive de sus leyes y de sus tiempos. Así, en la primera fase de su actividad de joven profeta, Jeremías empieza a conocer a los grandes profetas bíblicos anteriores a él, estudia la Torá, la tradición de la Alianza, las historias de los patriarcas. El joven profeta busca su propia identidad y comienza a descubrir su perfil profético concreto, que encontrará en la madurez. Así pues, para entender y tocar en profundidad los libros proféticos que se desarrollan y se escriben en el tiempo, debemos aprender a esperar, debemos acompañar al profeta en su crecimiento. La palabra crece junto a sus escritores, y nosotros crecemos junto a los profetas si sabemos esperarles. La escritura es madre, la escritura es esposa; pero la escritura es también hija de aquellos que la saben esperar mientras crece, y le hacen preguntas en el momento adecuado, ni antes ni después. Demasiadas veces no encontramos respuestas en la Biblia porque hacemos las preguntas en el momento (kairos) equivocado, fuera de tiempo.

La bisagra entre la fase juvenil y la madurez de Jeremías (y de los profetas en general), está representada por el conflicto y la emancipación de la primera comunidad. En el desarrollo de su vocación, Jeremías comienza a dudar no solo de su familia (capítulos 11 y 12) sino también de su propia comunidad profética. El pueblo está oprimido por la sequía y el hambre y Jeremías se dirige a Dios: «¡Ah, Señor YHWH! He aquí que los profetas están diciéndoles: No veréis espada, ni tendréis hambre, sino que voy a daros paz segura en este lugar» (14,13). Todavía no es el momento de la verdadera lucha que Jeremías combatirá con los falsos profetas en los capítulos siguientes de su vida y de su libro. Estas palabras nos sugieren más bien a un joven profeta, todavía confundido, que se encuentra dentro de la comunidad que le ha criado y amaestrado y en la que confía, pero que le pide a Dios razón de la nueva lucha interior que comienza a advertir. La lucha entre las palabras que le nacen por dentro y las que oye en boca de otros profetas.

Ésta es una etapa crucial en la vocación profética, sobre todo cuando es grande, como en el caso de Jeremías. Para comprenderla debemos tener presente que en Israel la profecía era una especie de oficio. Había cientos o tal vez miles de nabi’im (profetas) que recorrían el país contando visiones, realizando gestos extraños y profetizando escenarios tenebrosos y apocalípticos. Vestían de una forma determinada (por ejemplo, el manto) y eran bien reconocibles en medio del pueblo y en los alrededores del templo. No todos estos profetas eran “falsos” o impostores. La mayoría eran simplemente profetas de oficio, que se limitaban a repetir algunos versos de Isaías o de Amós, y en base a su conocimiento de la sabiduría y de la tradición profética daban algún buen consejo o, en todo caso, encontraban algún oyente o discípulo.

En la primera fase de su vida, Jeremías habrá sido un nabí como ellos, mezclado entre muchos de los que no tenemos noticia. Pero un día, aquel profeta ya distinto comienza a entender que sus palabras no son como las de sus “colegas”, porque la voz que le habla dice cosas distintas  a las que oye decir a los demás: «Me dijo YHWH: “Mentira profetizan esos profetas en mi nombre. Yo no les he enviado ni dado instrucciones, ni les he hablado. Visión mentirosa, augurio fútil y delirio de sus corazones os dan por profecía”» (14,14). Jeremías toma conciencia de que es un profeta distinto. Para que su diversidad pueda perfilarse en toda su fuerza, recurre a ese conjunto de palabras resumido con la expresión falsa profecía. Desde el punto de vista histórico, es difícil imaginar que todos los nabi’im del tiempo de Jeremías fueran falsos profetas, inventores y cantores de mentiras, aunque Jeremías así lo haya escrito. Como en todos los oficios, los buenos y los malos profetas habrán convivido unos junto a otros también en su tiempo.

Sin embargo, la cuestión aquí es otra y muy importante. La Ley desempeña una función de pedagogo (San Pablo), que debe dejar paso al Espíritu, cuando nos convertimos en adultos. Pero también la comunidad profética es un pedagogo. Y si esta no sabe desaparecer cuando el muchacho se asoma a la vida adulta, no deja que los jóvenes puedan brotar. Al mismo tiempo, ese brotar se ve dificultado por la propia comunidad, como ocurre con la semilla, que tiene que forzar y horadar la tierra que la guardaba en su seno, para dar lugar a la espiga, al fruto. A quien ha recibido una vocación profética puede llegarle un día, un momento, en que sienta urgencia por dejar la comunidad de los profetas por oficio para convertirse en otra cosa distinta, que ni siquiera él/ella sabe todavía qué es. Comienza una nueva etapa muy distinta, casi siempre en solitario. Este “vuelo” muchas veces adquiere la forma de un juicio duro con respecto a la comunidad, que puede asumir las mismas palabras de Jeremías: falsedad y mentira. En la historia, no siempre la falsedad y la mentira de la primera comunidad son reales, pero lo son en la experiencia subjetiva de quien debe levantar su loco vuelo.

Así es como nacen las grandes innovaciones, también las espirituales. Una destrucción creadora que en la experiencia profética adquiere la forma de la “destrucción” de la profecía ajena para poder “crear” la propia.

Ninguno de los restantes profetas colegas de Jeremías habrá sentido la necesidad de destruir las palabras de otros, sencillamente porque no tendrían nada que crear. La gran innovación profética necesita los escombros de la tradición para construir su propia catedral. Esta es otra analogía entre profecía y carisma: ambos innovan “destruyendo” sus instituciones y sus palabras. Pero –este es un problema decisivo– al lado de un profeta verdadero que destruye para crear hay mil falsos u holgazanes que destruyen sin más.

Cuando en una comunidad profética un joven entra en conflicto con las palabras de los demás hasta sentirlas como “falsas” y “mentirosas” y llamarlas así, es posible que esté brotando una vocación profética genuina que, para poder desempeñar su tarea y su misión de salvación, no puede sino destruir para después crear, herir la tierra para poder florecer siguiendo la ley inscrita en su código genético espiritual.

Muchas vocaciones no brotan y acaban mal solo porque no se le da forma ni tiempo al conflicto de generar. La comunidad originaria no logra ver la bendición en la herida de su tierra, no puede verla. Pero, en todo caso, el profeta puede brotar si logra permanecer dentro de este conflicto doloroso hasta habitarlo, si no cede a la tentación de volver a la comunidad de los nabi’im ordinarios e inocuos. Demasiados profetas no logran florecer porque es muy doloroso resistir en la destrucción creadora: «De mis ojos brotan lágrimas día y noche, sin parar» (14,17). Pero cada vez que una vocación muere enterrada, desaparecen pétalos de colores de la alfombra de flores de la tierra.

Publicado en  Avvenire el 18/06/2017

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