Qué antropología

Qué antropología

Laudato Si’, Fratelli Tutti y la pandemia – Cuidado y relación entre yo / nosotros / el medio ambiente.

Por Chiara Giaccardi*

Un nuevo inicio, no un reinicio

“Como nunca antes en la historia, el destino común nos hace un llamado a buscar un nuevo comienzo”. Es una cita de La Carta de la Tierra, reportada en el n. 207 de Laudato Si’ del papa Francisco.

Este pasaje, escrito hace seis años, suena aún más cierto hoy, cuando la pandemia planetaria de covid 19 nos ha obligado a un “shock de realidad”, a considerar la precariedad como constitutiva de nuestra existencia y la muerte como una compañera de viaje de la vida, cada día.

Sobre todo hemos entendido que no somos islas sino archipiélagos, que cada pequeña acción nuestra tiene consecuencias para los demás, que la suma de los egoísmos no hace el bien común; al contrario, el egoísmo y la negligencia aumentan los peligros también para nosotros mismos.

Vita tua, vita mea es una hermosa lección de este tiempo. Hemos entendido que nadie se salva solo porque somos seres relacionales, y nuestra individualidad se basa en esta verdad que hoy nos resulta un poco más evidente.

Por lo tanto debemos buscar un nuevo inicio. No la innovación de turno, que enseguida se vuelve obsoleta. Lo que nos espera es “un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración” (Laudato Si’ n. 202).

Por eso, no puede “retomarse” la palabra que se usará para hablar del futuro, al menos por tres razones.

La primera es que no podemos volver como antes porque la propia infraestructura de nuestra vida diaria, empezando por la forma de saludarnos, de ir a la escuela o al trabajo, de celebrar las fiestas, ha cambiado completamente y los cambios están destinados a durar mucho tiempo; la segunda es que en un mundo que ya está en crisis, las criticidades han crecido, las desigualdades han aumentado, sectores económicos enteros están de rodillas; la tercera, y más importante, es que el término ‘recuperación’ es negacionista: lo dice también el papa Francisco en Fratelli Tutti: “Si alguien cree que solo se trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la realidad” (FT n. 7).

No podemos considerar este período como un paréntesis por cerrar lo antes posible. Si no queremos que todo este dolor sea en vano, tenemos que comprenderlo como un kairós, como una gran oportunidad de replantearnos quiénes somos y las relaciones entre nosotros y con el mundo.

Por tanto, no “recuperación” sino “regeneración” y renacimiento.

¡Es una oportunidad que no podemos perder!

Regeneraciones

Tenemos que regenerarnos, pero ¿cómo? Partiendo de la verdad que este tiempo nos ha demostrado claramente y que el papa Francisco, en sus dos encíclicas Laudato Si’ y Fratelli Tutti no se cansa de repetirnos: Todo está conectado.

Es una verdad de fe, pero también una verdad existencial, e incluso una verdad científica. También Albert Einstein lo decía: Las cosas están unidas por vínculos invisibles. No puedes recoger una flor sin perturbar una estrella.

Por eso, para transformar el drama que estamos viviendo en una “catástrofe vital”, en la posibilidad de un nuevo inicio, más humano, es necesario renovar nuestra visión del ser humano y del mundo. Tras la fragmentación social e incluso el desmembramiento de la propia unidad del cuerpo, hoy “tenemos que tener el valor de hablar de la integridad de la vida humana” (LS n. 224).

Este es el significado literal del término “católico” Katà Olós, relativo al conjunto.

Una visión integral que abraza el pensamiento, la vida cotidiana, las obras de los seres humanos. Una perspectiva dirigida a la totalidad, en un sentido concreto y no abstracto. Cada singularidad, cada unicidad encuentra espacio, dignidad y valor en este ser parte de un todo.

El catolicismo no es, de hecho, un universalismo abstracto, que prescinde de las individualidades y las anula, sino un universal concreto, que se refleja en cada singularidad, que la ilumina y la hace a la vez ella misma y más que ella misma. “La plena realización del individuo viviente se realiza solo en la comunión”, escribe Romano Guardini.

A la separación y fragmentación de individuos que al final se vuelven cada vez más homologados y homogéneos, respondemos con una antropología de las unicidades en comunión, que valoriza la contribución única e irrepetible que cada uno puede aportar al mundo común.

Todo está conectado, nos dice el papa Francisco. No una conexión técnica que se pueda desactivar a capricho, sino una interconexión constitutiva de nuestra propia existencia.

Todo está en una relación de reciprocidad. Somos relación antes que individuos. Las relaciones son la condición de nuestro propio ser y de convertirnos en los que somos (un proceso que dura toda la vida).

Es la paradoja de lo humano: cuantas más relaciones tenemos, más nos convertimos en quienes somos; cuantos más vínculos tengamos, más libres seremos para dar nuestra contribución al mundo.

Esta interconexión invisible pero poderosa es la infraestructura de nuestra existencia, como el virus, dramáticamente, ha puesto en evidencia, dado que si queremos evitar que se propague rápidamente a lo largo de estas conexiones debemos, forzosa y artificialmente, mantener las distancias entre nosotros.

Se producen a partir de ahí una serie de consecuencias, en muchos niveles, que ya no pueden abordarse por separado.

Por una antropología ecológica o integral

¿Qué es entonces una antropología ecológica, es decir, consciente del hecho de que todo está conectado?

Una nueva antropología requiere una nueva epistemología, un cambio en nuestros esquemas mentales. En nuestro modo de conocer hemos separado el sujeto que conoce de lo que viene a conocer, que se convierte así en un objeto distante y por tanto manipulable. En cambio, “Para el creyente, el mundo no se contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los vínculos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres” (LS n. 220).

Después hemos potenciado la capacidad de análisis (que significa descomponer, disolver) en detrimento de la de síntesis, de recomposición (que es el reconocimiento de la conexión). Así hemos nutrido los dualismos y el dualismo es un pensamiento cismático, de contraposición, de dialéctica bélica, del sueño de aniquilación del adversario. El pensamiento dualista separa lo que está unido (abstracción), dice que una de estas dos partes es mejor que la otra y que por tanto debe dominarla o destruirla. Para Romano Guardini el dualismo es “el pecado original metafísico” porque la concreción de la realidad se compone de la tensión entre elementos que son igualmente indispensables y que se llaman el uno al otro; que absolutizados conducen a la deriva y solo estando vinculados tejen un mundo humanamente habitable.

Materia y espíritu, límite y plenitud, estabilidad y cambio… pero la tensión más profunda es la que existe entre la vida y la muerte. No hay resurrección sin muerte, no hay renacimiento posible. El sueño de cancelar la muerte es una quimera que nos vuelve inhumanos. La muerte no podemos quitarla, es nuestra compañera de viaje cotidiana: nunca lo habíamos comprendido como ahora. Un gran poeta italiano, Umberto Saba, escribió: “Y es el pensamiento de la muerte lo que, al final, ayuda a vivir”.

Abandonar el esquema dualista es indispensable para poder ver que todo está conectado. La unidad está en nosotros antes que nada: no despreciemos el cuerpo, no despreciemos la materia.

“La espiritualidad no está desconectada del propio cuerpo” (LS n. 216) y Jesús se hizo cuerpo para la salvación del mundo (Cf. LS n. 235). El misterio de la Navidad nos ayuda a revivir esta verdad.

El todo (ser integral) es la persona con sus relaciones. Y el conjunto es la caravana solidaria de la que formamos parte (Cf. EG 87).

Entonces, en tiempos como estos, no podemos ceder a la obsesión individualista por la seguridad, que nos reduce a nuestra dimensión biológica, nos hace ver a los demás como una amenaza y nos relega a sistemas de vigilancia digital cada vez más predominantes y deshumanizantes.

Es la salvación que se nos ha prometido: una plenitud que es para todos, y que nos lleva, por amor a la vida, a no tener miedo de la muerte.

Nadie se salva solo. A los desafíos de este tiempo se responden con redes comunitarias, no con la mera suma de bienes individuales. Es necesaria “una reunión de fuerzas y una unidad de realización” (LS 219).

Solo podemos caminar juntos.

“La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria”, escribe el papa Francisco (LS 219).

Solo caminando por este camino difícil pero emocionante (y hoy contracorriente) será posible esperar un “equilibrio ecológico integral: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios” (LS 210). Una antropología que Raimon Panikkar ha definido como “cosmoteándrica”: arraigada en el vínculo intrínseco e inseparable entre el cosmos, Dios y el ser humano.

Aprender concretamente de la experiencia de la pandemia: cinco vías generativas para una antropología relacional

Estamos desorientados, estamos realmente “en salida” de nuestra normalidad. Es un momento propicio para ponernos en marcha, despojados de tanto lastre que pensábamos que no podíamos eliminar. Es importante atesorar la experiencia de estos meses, comprender qué nos ha mantenido vivos y qué recursos hemos descubierto para responder a las preguntas de nuestro tiempo y permitirnos no solo no sucumbir, sino renacer y llegar a ser más humanos.

La primera vía es la de la resiliencia: una palabra quizás demasiado usada, pero mucho más rica de lo que pensamos. En la ciencia de los materiales, la resiliencia es la capacidad de la materia de sufrir un golpe (un trauma) sin romperse, pero cambiando de forma. Para el ser humano, sin embargo, es mucho más. No es solo sobrevivir, sino aprender de la experiencia del trauma a vivir mejor, activando recursos que no sabía que tenía. Es, etimológicamente, el movimiento de la barca que naufraga, pero en lugar de hundirse logra resurgir (resalio) y adentrarse en el mar con mucha más competencia y habilidad que antes. La resiliencia nos ayuda a atravesar la experiencia de la muerte para buscar juntos una vida más plena, habiendo comprendido lo que realmente vale.

La segunda palabra es inter-independencia. Estamos acostumbrados a pensar de una forma dualista: o somos amos o somos esclavos, o dominamos o somos dominados, o somos héroes o somos víctimas. En realidad, la concreción de nuestras vidas es una mezcla de pasividad y actividad, condiciones no elegidas e iniciativas libres. Y así, como hemos visto, somos juntamente unicidades irrepetibles y en relación con otros. Inter-independencia es una palabra que articula libertad y vínculo, unicidad de la persona y relacionalidad constitutiva.

La tercera vía es la de la respuesta. No basta la responsabilidad –aunque es importantísima– que es el responder por nuestras acciones. Hace falta aprender cada vez más cómo responder al vínculo que nos une, cómo aprender a ser fieles a la inter-independencia que nos constituye. Podemos llamarla capacidad de respuesta.

Responder entonces es cuidar las relaciones, y cuidado es el camino por excelencia a seguir en este momento. Y no es la “buena acción” sino un desequilibrio fuera de uno mismo, hacia el otro y hacia los otros, para dejarse involucrar en un dinamismo que ante todo está atenta a nuestra humanidad.

El cuidado rompe los esquemas inhumanos. El papa Francisco cita el ejemplo de santa Teresa: “Una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo” (LS 230).

Y además el cuidado, que es lo contrario de esa negligencia que produce desperdicios, repara lo desgarrado, fuera y dentro de nosotros; recompone los fragmentos, reduce las distancias y las desigualdades, para que nadie se quede atrás y para que cada uno tenga la posibilidad de florecer en su unicidad.

Estas vías nos abren a una nueva inteligencia colectiva del futuro, para que el futuro no sea un devenir ya escrito en base a lo que ya existe y predecible con algoritmos sino, precisamente, un porvenir, una aventura generativa donde sabremos hacer existir, juntos, lo que aún no existe.

El futuro como propensión, como salir yendo más allá de sí mismo, sin garantías pero llenos de esperanza, que como escribió el filósofo Kierkegaard es “la pasión por lo posible”.

Vivimos ahora en la era pos-covid: no porque la pandemia haya pasado, sino porque ha marcado una cesura, el fin de un mundo y la necesidad de generar un cambio más humano.

Concluyo pues, con el augurio que el Papa Francisco nos hace en la Laudato Si’:

“Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida” (LS 207) ·

* Profesora de Sociología y Antropología.

Artículo publicado en la edición Nº 637 de la Revista Ciudad Nueva

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