Si hay una pregunta que a menudo cuestiona e incomoda (como incomoda el Jesús transgresor del Evangelio) es justamente aquella que apunta a los bienes materiales de la Iglesia. Interpelación que puede surgir una vez más al celebrar, como cada 9 de noviembre, la fiesta de la dedicación de una Iglesia como lo es la Basílica de San Juan de Letrán.
En todos los tiempos, el corazón religioso de todos los pueblos ha buscado un sitio, un lugar físico, donde celebrar a su Dios, brindándole gloria y honor, ofreciéndole sacrificios, convirtiéndose en espacio de peregrinación, de celebración y reunión de ese pueblo. Testimonio que encontramos tanto en las culturas milenarias de oriente y occidente como en la esencia de nuestros propios pueblos originarios.
Así lo encontramos por ejemplo en el libro de Ezequiel cuando, en medio del exilio del pueblo de Israel en Babilonia (592 a.C), el profeta intenta ayudar a su pueblo dándole esperanzas porque llegará el día en que podrán adorar a Yahvé en un nuevo templo (ver Ez. 47). Así sucedió también en los orígenes del cristianismo, en las catacumbas al principio, y en templos grandes, públicos y abiertos después de las persecuciones en las que miles de los seguidores de Jesús habían derramado su sangre en los circos romanos y en diversos lugares de suplicio.
Cuando en el año 313 el Emperador Constantino abolió la persecución de los cristianos y les brindó total libertad para expresar y vivir públicamente su fe dentro del imperio Romano, las comunidades cristianas, ayudadas por el mismo imperio, no escatimaron esfuerzos en construir lugares de culto al estilo de aquellas épocas. El mismo Emperador donó al Papa Melquíades las tierras para edificar una casa que sea iglesia (“domus ecclesia”) allí, por el monte Celio; la Basílica fue consagrada en el 324 por el Papa Silvestre I, primero con el nombre del Santísimo Salvador y varios siglos más tarde fue dedicada también a San Juan Bautista (Papa Sergio III, siglo IX) y a San Juan Evangelista (Papa Lucio II, siglo XII). Es la primera y la más antigua de todas las Basílicas de Occidente, por eso se la considera como cabeza y madre de las iglesias de Roma y del mundo (“urbe et orbi”), convirtiéndose en la cátedra del Papa como Obispo de Roma. Un bien de la Iglesia, patrimonio de la humanidad. Por eso los cristianos celebramos la dedicación de algunas iglesias como, en este caso, la de la Basílica Lateranense que, además, nos lleva a unirnos espiritual y afectivamente al Obispo de Roma, cabeza visible de la Iglesia Católica Romana.
Pero cada una de estas celebraciones litúrgicas nos debería llevar a algo más, porque el Jesús del Evangelio siempre pide más. Un templo. Pero ¿qué templo? En el fondo de la cuestión… un templo para encontrarse y compartir la fe alabando a Dios en su gloria. Pero no siempre es así… Y esto nos lleva a encontrarnos con un Jesús transgresor, no-violento, pero que se saca de sus casillas y, hasta me animaría a decir que pierde sus cabales y hasta algún insulto se le habrá escapado, cuando ve que el templo se convierte en cueva de ladrones. Esta imagen del Jesús rebelde con causa es la que presenta Juan en su evangelio cuando el Hijo de Dios expulsa a los vendedores del templo y desafía a su destrucción para ser levantado en tres días (Jn 2, 13-22). Claro que los discípulos del Resucitado comprendieron más tarde que el hijo de María, el hijo del carpintero de Nazaret, se refería a su propia resurrección como verdadero Hijo de Dios. Porque si el templo de piedra, por más esplendoroso que sea, no nos lleva al templo del Dios vivo, de nada serviría piedra sobre piedra. Reunidos en el templo de piedra para unirnos en el Templo Viviente de Dios, porque “este templo es la casa de nuestras oraciones, pero la casa de Dios somos nosotros” (San Agustín, Sermón 337, en la dedicación de una Iglesia; cf. Salmo 130, Sermón al pueblo)
No por nada, san Cesáreo de Arlés invita a “ser templos vivos y verdaderos de Dios” (Sermón 229)… Y a propósito de esto, tantos templos vivos de Dios deberían ser verdaderos centros de peregrinación. Permitime soñar… soñar con peregrinos, caminantes, buscadores. Peregrinación del médico hacia la cama del enfermo. Peregrinación del rico epulón a la casa de tantos Lázaros indigentes. Peregrinación de los cultos a las manos del analfabeto. Peregrinación de los que se creen puros al corazón de las/los trabajadoras/es sexuales. Peregrinación de los sanos a los corazones heridos de amor que se ocultan en consumos problemáticos. Peregrinación de principalistas heteronormativos a la mesa de las grandes diversidades. Peregrinación del clérigo al corazón del laico. Peregrinación de la fraternidad a la sororidad. Peregrinación de los que ocupan asientos en sus iglesias a los pies del caminante común que simplemente pasa por afuera. Peregrinación del anciano al intrépido corazón del joven; peregrinación del joven al sabio corazón del anciano. Peregrinación de una iglesia sacristía a una iglesia hospital de campaña. Peregrinación que implica jugarse…; pero jugarse en serio (no en serie).
En cada templo viviente encontramos al Dios de la Vida. En sepulcros blanqueados, sólo encontramos muerte. Ser peregrino: cansa, agota, consume…; pero qué paz se siente cuando podés vivir la experiencia peregrinante del buscador que camina con sus pies descalzos porque sabe que está pisando tierra sagrada (Ex. 3,1-17).
Celebramos la dedicación de una iglesia, de un templo. Es justo y necesario hacer fiesta. Peregrinamos y celebramos la dedicación de cada templo viviente de Dios. Es verdaderamente justo y necesario, es nuestro deber y salvación dar gracias a Dios por cada uno de esos templos vivientes.