La desigualdad y sus consecuencias.
En los años 90, el biólogo evolucionista William Muir dirigió un experimento sobre la reproducción de las gallinas. El objetivo consistía en obtener ejemplares más productivos mediante un proceso de selección sucesiva. Muir dividió a las gallinas en dos grupos: el grupo de control estaba compuesto por gallinas de una productividad media (en términos de puesta de huevos), mientras que en el otro grupo había animales altamente seleccionados en base a sus elevadas prestaciones. A estas gallinas altamente productivas Muir llamó “súper pollos” [super-chicken].
Solo había que esperar el paso del tiempo para comprobar si la productividad de ambos grupos empezaba a divergir generación tras generación. La hipótesis de partida era que la productividad de los súper seleccionados súper pollos, con el paso del tiempo, aumentaría, en un proceso de mejora continua de la especie. Seis generaciones después, cuando Muir observó el resultado final de su experimento, comprendió que algo en su hipótesis estaba profundamente equivocado: todos los herederos del grupo de control, el de las gallinas “mediocres”, estaban bien rollizos, gozaban de buena salud y eran altamente productivos. En cambio, casi todas las gallinas superstar habían muerto por los picotazos de los tres únicos ejemplares supervivientes.
Por alguna razón, me he acordado de esta historia al leer que un instituto de Roma se presentaba en su página web diciendo que «la amplitud de la zona explica la falta de homogeneidad de los usuarios, que pertenecen a grupos socioculturales muy diversificados». Ahora solo queda esta inocua frase en la página web, pero antes de que se desatase la polémica, se podían leer otras cosas como, por ejemplo, que dos de los complejos escolares «acogen alumnos pertenecientes a familias de clase media alta», mientras que otro centro acoge «prevalentemente a alumnos pertenecientes a familias de la alta burguesía junto a hijos de los trabajadores empleados por estas familias (trabajadores domésticos, cuidadores, conductores y similares)».
Esperanza de vida según el callejero
Estoy convencido de que estas frases, más allá de su tono anacrónico, no deberían sorprender ni escandalizar a nadie. ¡No seamos hipócritas! Nuestra sociedad es desigual. Nuestras ciudades son desiguales. Nuestros barrios parecen pertenecer, a veces, a mundos diferentes, porque, en parte, reflejan mundos diferentes. Si damos un paseo por la civilizada Turín, comprobaremos que por cada kilómetro que nos alejamos de la zona “bien” del centro hacia la periferia, la esperanza de vida de los habitantes se reduce cinco meses. Al final del paseo, sin salir de la misma ciudad, pasaremos de una zona cuyos habitantes tienen una esperanza de vida de 82,1 años a otra con 77,8 años de media; casi cuatro años menos. Los mismo sucede en Londres, donde en cada parada de metro de la Jubelee line que va desde el centro a la periferia, se pierden seis meses de vida. En Glasgow y en Washington, las diferencias entre la expectativa de vida de los barrios del centro y la de la periferia son todavía más impresionantes, llegando hasta los 15 años.
Aulas heterogéneas e “igualdad de trato”
Roma no es una excepción. No tiene sentido maravillarse porque dos complejos de un mismo instituto acojan alumnos procedentes de contextos socioeconómicos diferentes. O porque el centro lo declare. Son más sorprendentes las reacciones de hipócrita sorpresa e inútil indignación, así como los artículos de prensa cargados de desaprobación y condena. Antes bien, deberíamos preguntarnos qué consecuencias tiene esto, cómo se pueden gestionar mejor estas desigualdades y, si es posible, cómo se pueden poner en marcha procesos para contrarrestar la tendencia sistemática al crecimiento de la desigualdad. Una cuestión más relevante que la presencia de niños pertenecientes a clases sociales diferentes, representada cándida y un poco ingenuamente por la escuela de Roma, sería, por ejemplo, la relativa a los criterios utilizados por la dirección de la escuela para la composición de las aulas, en un complejo donde cohabitan los hijos de la alta burguesía con los de sus jardineros y cuidadoras: ¿clases homogéneas según el “pedigrí” familiar o clases intencionadamente mixtas? Conocer este dato sí sería interesante. La razón es que los criterios utilizados para la composición de las aulas influyen de modo significativo en los resultados obtenidos por los estudiantes. Por ejemplo, según los datos de la Fundación Agnell, en Italia, por desgracia, se tiende a formar aulas lo más homogéneas posibles desde el punto de vista del estatus sociocultural de las familias de los alumnos. Pero las aulas de “súper pollos”, al final, dan peores resultados. En cambio, las aulas “mixtas”, heterogéneas por su composición, en igualdad de condiciones, resultan buenas para todos; para los hijos de los pobres y para los de los ricos.
Pero es posible que esto no lo sepan ni los directores ni los padres. Los resultados son mejores en las aulas heterogéneas, pero a condición de que estas reciban el mismo trato que las aulas “seleccionadas”. El problema es que muchas veces el “trato” no es igual. Amplias investigaciones muestran que los profesores de las aulas mixtas tienden a adoptar una actitud más fatalista con respecto a sus estudiantes; la calidad de la enseñanza impartida en esas aulas es inferior, como también es menor el número de horas dedicadas a la enseñanza en lugar de a la realización de ejercicios repetitivos, así como las gratificaciones y las felicitaciones a los alumnos (Dupriez V., Draelants H., 2003. “Classes homogènes versus classes hétérogènes: les apports de la recherche à l’analyse de la problématique”, Cahier de Recherche du GIRSEF, Louvain-la-Neuve, n. 24). Por eso hablar de “igualdad de condiciones” puede que no sea tan fácil.
Mudarse para tener una oportunidad
La cuestión central, sobre la que deberíamos concentrarnos, es la relativa a los efectos de la desigualdad en el futuro de los pequeños estudiantes de hoy. ¿Hasta qué punto la escuela pública puede representar un instrumento de reequilibrio eficaz mediante la promoción de la igualdad de oportunidades de partida para todos nuestros jóvenes? Raj Chetty y Nathaniel Hendren, dos economistas de Stanford y Harvard, analizando los datos de más de siete millones de familias, han mostrado recientemente hasta qué punto el barrio en el que crecemos influye de forma determinante en variables como la renta, la probabilidad de ir a la universidad, la fertilidad y los modelos parentales que los niños de estas familias van a experimentar en el futuro (“The impacts of neighborhoods on intergenerational mobility I: Childhood exposure effects,” The Quarterly Journal of Economics, 2018, 133 (3), pp. 1107-1162). Los resultados de aquellos que se mudan a un barrio mejor crecen un 4% por cada año de vida que pasan en el nuevo barrio. En este dato hay un elemento importante, muy útil para quienes trabajan con políticas de inclusión encaminadas a mejorar las perspectivas de los niños que nacen en una familia “desfavorecida”.
Cuando el barrio decide tu futuro
El verdadero nudo de la desventaja no depende tanto de las condiciones de partida como de la segregación determinada por las condiciones iniciales y, sobre todo, por la falta de mecanismos de corrección. Si naces pobre y estás obligado por ello a crecer en un ambiente falto de estímulos, de esfuerzo, de vínculos sociales significativos y de oportunidades de formación, entonces tu destino está marcado. No tanto porque hayas nacido pobre, sino porque la pobreza no elegida te ha segregado dentro de un ambiente desfavorable. Pero si, a pesar de la pobreza originaria, se crean las condiciones para salir de ese ambiente de privación y crecer en otro más estimulante, donde el efecto de los compañeros ejerza una presión positiva, entonces las posibilidades de que el ascensor social vuelva a ponerse en marcha aumentan significativamente. Desgraciadamente, los movimientos de un barrio a otro son muy raros, porque, si no hay políticas públicas específicas, resultan prohibitivamente caros. Es una forma de inversión que raramente una familia de baja renta se puede permitir. Este elemento cristaliza en una situación que genera más desigualdad.
Por qué es importante dónde se estudia
Los datos muestran que, a igualdad de condiciones, la misma inversión en educación produce mayores beneficios para quienes viven en un barrio con una renta media alta que para quienes viven en otro barrio con una renta media más baja. Puede haber varios motivos, relacionados con la calidad de la enseñanza, con el efecto de los compañeros, con la calidad de las relaciones interpersonales, con las normas sociales, con las redes de amigos y con la amplitud de oportunidades. Todos estos elementos actúan de forma complementaria con el capital humano cognitivo y no cognitivo de los niños, ampliando o reduciendo sus efectos positivos. En una economía donde el mercado de trabajo busca sobre todo conocimientos y especialización, las condiciones de partida conducen a la creación de una situación en la que la escuela, en lugar de representar un itinerario de emancipación y creación de oportunidades y, por consiguiente, de mayor igualdad, se convierte en un mecanismo de reproducción y acentuación de las diferencias.
Menos segregación para reducir la desigualdad
La desigualdad se corrige también combatiendo la segregación en nuestras ciudades. Esto debería tenerlo en cuenta, de forma integrada, la política nacional, las administraciones locales, los planificadores, los urbanistas, los educadores y la sociedad civil organizada. Todos debemos repensar los lugares, los barrios, el transporte público local que a veces imposibilita los desplazamientos, y las escuelas feas por dentro y por fuera. Por no hablar de las políticas de “decoración urbana” llevadas a cabo por responsables que cuidan el centro de sus ciudades como el salón de su casa pero consideran las periferias como sótanos donde descargar los desperdicios inútiles, o como alfombras bajo las que esconder la degradación social. Piensan que para resolver el problema basta una ordenanza contra la mendicidad en el centro o la instalación de esos bancos diseñados para evitar que los mendigos puedan tumbarse. Arquitectura y urbanismo hostiles, antihumanos y deshumanizadores.
En Medellín el valor añadido viaja en telecabina
Pero invertir la marcha es posible. Paradójicamente, algunas de las experiencias más interesantes, en este sentido, vienen de países que antes eran considerados “en vías de desarrollo”. Medellín, en Colombia, es una ciudad tristemente célebre por el cártel del narcotráfico y por una delincuencia que, hasta no hace mucho, hacía de ella una de las ciudades más peligrosas del mundo. Cuatro millones y medio de personas viven en un centro rico y moderno, sobre todo en las colinas que bordean el centro, rodeadas por completo de enormes barrios de barracas y viviendas ilegales. Estos barrios han crecido como hongos, por superposición, de forma totalmente caótica. Sus casas se encaraman por las laderas que rodean el valle de Aburrá sin dejar espacio para carreteras, vías de acceso y espacios comunes. Cuanto más pobre eres, más alto vives, y más lejos del centro donde se desarrolla la vida de la ciudad, donde se encuentran las escuelas y las actividades económicas principales.
Este tejido urbano lleva a la auto-segregación, puesto que, aun queriendo, un autobús no podría circular por esas callejuelas. Por eso, si naces allí, eres excluido. Pero algo cambió en 2004. Dado que los autobuses y los tranvías no podían llegar a esas colinas, se construyeron tres líneas de telecabinas que unen los barrios con el centro en el valle. Nueve kilómetros de cables transportan cada día a 30.000 personas, contribuyendo rápidamente al renacimiento de la ciudad de la “eterna primavera”. Miles de ciudadanos que hasta ese momento eran vistos como un coste, un peso o un lastre se convirtieron en un recurso. En pocos años, el empleo creció un 15% y se registró un aumento de las actividades empresariales del 22%.
Los museos de Sao Paulo, espacios públicos para ciudadanos activos
Unos años antes de Medellín, estuve en la Pedreira, una favela en la periferia de Sao Paulo, en Brasil. Es una aglomeración urbana donde unas 400.000 personas viven en condiciones difíciles, de precariedad, ilegalidad y malestar económico y social. Una de las entidades sociales que actúa en este contexto es “Afago”, una ONG que, entre las actividades de formación y emancipación de los pequeños del barrio, que incluyen clases de música y cursos de capoeira impartidos por voluntarios, muchos de ellos exusuarios de la cooperativa, realiza también visitas a los maravillosos museos del centro de Sao Paulo. La belleza cura el sufrimiento, pero esa no es la única razón, puesto que la visita a un museo puede ser también un acto de ciudadanía activa, sobre todo si la realizan niños que ciertamente no han elegido nacer al margen de todo. Estos niños aprenden que la ciudad es también suya, toman posesión de los espacios públicos, y adquieren centralidad. Ellos, que han nacido en los márgenes, están destinados a quedarse para siempre al margen, salvo que haya una educación inclusiva. Incluso de las periferias más extremas podemos aprender a combatir la segregación, a la que muchos se ven condenados también en nuestras ciudades.
Ojalá nuestros responsables políticos promovieran acciones innovadoras, profundas y eficaces, de reorganización e integración, que, con un costo cercano a cero, podrían desde ahora mismo contribuir a levantar de los hombros de muchos de nuestros estudiantes el lastre que el destino de haber nacido allí, y no en otro lado, les ha echado a la espalda.
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 19/01/2020.