La indiferencia frente las tragedias colectivas

La indiferencia frente las tragedias colectivas

Los demagogos saben explotar incluso situaciones dramáticas que comportan vidas humanas. Cómo evitar ser dominados sólo por sentimientos y utilizar la racionalidad.

Algunas tragedias quedarán grabadas a fuego en la memoria de cada uno de nosotros. La última en el tiempo es, tal vez, la del niño marfileño muerto aferrado al tren de aterrizaje de un Boeing 777, en el desesperado intento por llegar a Francia. Todos nos acordamos del pequeño Alan Kurdi, el niño sirio de 3 años que murió ahogado, junto a su hermanito y a su mamá, cuando intentaba llegar a las costas griegas en una lancha neumática. La imagen del cuerpecillo de Alan, tendido sin vida sobre los escollos rocosos de una playa turca, fue capaz de suscitar una reacción mundial de indignación. Políticos, activistas, comentaristas y artistas, todos se inspiraron en aquella dramática foto para opinar sobre la inmigración. Incluso el Isis usó esa imagen como ejemplo del castigo que Dios reservaba a cuantos escaparan de las tierras del califato. 

Cuando la tragedia se hace universal

Son historias individuales que, en su tragedia, se hacen universales. Nos afectan profundamente porque representan personas, vidas, esperanzas y deseos que sabemos que no se realizarán nunca. Son “víctimas identificables” dicen los psicólogos, y por eso conseguimos automáticamente ponernos en su lugar, empatizar, y dejamos que su destino nos afecte profundamente. Esta capacidad de no ser indiferentes ante el sufrimiento ajeno es una de las características que nos hace más auténticamente humanos. No por casualidad la ausencia de este vínculo emotivo se considera síntoma de graves estados patológicos. Compartir el punto de vista del otro, sus sufrimientos y dificultades, es el muelle que nos impulsa a ayudar.

David Hyman, profesor de derecho en la Universidad de Georgetown, ha calculado que cada año, en los Estados Unidos, unas cien personas mueren intentando salvar la vida de un extraño. Pero el resultado más interesante es que los ejemplos de “denegación demostrada de salvación”, es decir los casos en los que alguien habría podido salvar la vida de otra persona y no lo ha hecho, son extraordinariamente raros. Concluye Hyman: «Los resultados muestran un cuadro más rico y tranquilizador sobre el comportamiento del americano medio frente a las circunstancias de un salvamento, (…) el debate actual no debería dejar en segundo plano el hecho de que en el mundo real la decisión de arriesgarse para salvar a otro es la regla» (Hyman, D., 2006. “Rescue Without Law: An Empirical Perspective on the Duty to Rescue”, Texas Law Review 84, pp. 653-737).

Menos sensibles a las catástrofes colectivas

Sin embargo, ante tragedias enormes como los miles de muertos en el Mediterráneo, los cientos de miles de muertos en catástrofes naturales o las 176 víctimas del avión de Ukraine International Airlines derribado “por error” por un misil iraní, nuestra reacción emocional parece estar atenuada. Es como si estuviéramos acostumbrados a los grandes números, habituados a una contabilidad de muerte en la que los números ocupan el lugar de los nombres y de las caras, borrándolos y dificultando la tarea de ponernos en su lugar y empatizar con ellos.

¿Quién se acuerda de los doscientos mil muertos asesinados por las milicias gubernamentales en la región de Darfur? ¿Quién se acuerda del terremoto de Sichuan que produjo casi setenta mil muertos, o el de Tangshan que mató a doscientas cincuenta mil personas, o del tsunami que en 2004 causó el mismo número de víctimas arrasando las costas de catorce países del Sudeste Asiático? Pocos. Ya lo había intuido Adam Smith cuando imaginaba, en la “Teoría de los Sentimientos Morales”, que un enorme terremoto golpeaba el “gran imperio chino”, haciéndolo desaparecer y a millones de personas con él.

Se preguntaba Smith cuánto le afectaría a un europeo con sentido de la humanidad esta terrible calamidad: «Expresaría con mucho ardor su sufrimiento por la desgracia de ese infeliz pueblo (…) pero, una vez expresados todos esos sentimientos de humanidad, volvería a sus asuntos o a la diversión, retomaría su reposo o su entretenimiento con el mismo gusto y la misma tranquilidad de antes, como si una catástrofe tan grande no hubiera ocurrido. Sin embargo, la más mínima contrariedad que le ocurriera a él provocaría una molestia más real. Si supiera que mañana iba a perder el dedo meñique, esa noche no dormiría. Pero roncaría profunda y tranquilamente sobre la ruina de cien millones de hermanos, siempre que no los hubiera visto nunca. Es evidente que la destrucción de una multitud inmensa le parecería un objeto menos interesante que su irrisoria desgracia».

La falta de percepción emocional

Smith no dice que seamos malos, sino todo lo contrario. Recordemos que en la primera página del mismo libro escribía que «por mucho que supongamos que el hombre es egoísta, hay evidentemente algunos principios en su naturaleza que le llevan a interesarse por la suerte ajena y (…) por la felicidad ajena, aunque él no obtenga beneficio alguno, salvo el placer de constatarlo». Lo que Smith nos está diciendo es que la distancia, el número y la no identificabilidad – «siempre que no los haya visto nunca»- de las víctimas, las hace menos presentes ante nuestra intuición moral y por tanto menos importantes y capaces de suscitar una verdadera reacción. Detrás de esos números enormes se esconde una realidad de sufrimiento y atrocidad que, sin embargo, nosotrosno percibimos, precisamente porque los números la esconden. Y si no la percibimos, esa realidad trágica no nos impulsa a actuar. «Si miro a la masa, no actuaré nunca. Si miro a la persona, sí», solía repetir la Madre Teresa de Calcuta.

¿Cómo deberíamos reaccionar ante estas tragedias individuales y colectivas? Si creemos que toda vida humana tiene valor – ¿quién estaría dispuesto a negarlo o a afirmar que algunas vidas valen menos que otras? – la pérdida de N vidas debería ser N veces más dolorosa y grave que la pérdida de una sola vida. Debería afectarnos y movernos a compasión de modo proporcionalmente mayor que un solo episodio. Incluso, según algunos, el valor de la pérdida de una vida debería crecer con el aumento de vidas perdidas, porque las masacres o los genocidios ponen en peligro la estabilidad misma de la convivencia social. Por tanto, con el aumento de las víctimas, debería aumentar también el valor de cada vida perdida.

Sin embargo, en la práctica, nosotros no razonamos así, sino todo lo contrario. Los modelos descriptivos dicen que el coste marginal de la pérdida de una vida es siempre decreciente. O sea que, con el aumento de las muertes, la reacción ante cada nueva víctima es cada vez más tenue. Imaginen que el Ministerio de Universidades quiere financiar con 10 millones de dólares un instituto de investigación médica que ha desarrollado una nueva terapia para una grave enfermedad. ¿Cuántas vidas debería salvar esta terapia para merecer un presupuesto tan elevado? Lo interesante es que, en las respuestas de la mayor parte de los entrevistados, el número crece a medida que crece la población en riesgo de verse afectada por esa enfermedad.

En otras palabras, si la enfermedad puede contagiar como máximo a 15.000 personas, para justificar la inversión, la terapia debería poder salvar al menos a 9.000 personas. Pero si la población en riesgo de contagio es de 290.000, entonces la misma inversión solo estaría justificada si la terapia salvara al menos a 100.000 personas. Las 9.000 vidas salvadas en el primer caso valen más; valen tanto como las 100.000 del segundo escenario (Fetherstonhaugh, D., et al. 1997. “Insensitivity to the value of human life: A study of psychophysical numbing”. Journal of Risk and Uncertainty, 14, pp. 283-300).

Personas como números

Hay otro aspecto en juego que explica no solo por qué nuestra reacción no aumenta en proporción al aumento del balance de las víctimas, sino que incluso tiende a disminuir. Se trata de la falta de naturalidad de los números y de la dificultad de empatizar con más de una persona a la vez. En un estudio se pedía contribuir con una donación al tratamiento de un pequeño paciente. Su terapia salva-vidas costaba 300.000 dólares. ¿Cuánto estarían dispuestos a donar? El grupo de participantes en el estudio donó por término medio 2,5 dólares. A otro grupo de participantes se le pidió que contribuyera al tratamiento salva-vidas de ocho pequeños pacientes en las mismas condiciones. En este caso, la cifra media no aumentó, ni tampoco se quedó estable, sino que disminuyó. La donación media fue de 1,25 dólares (Kogut, T., Ritov, I., 2005. “The singularity effect of identified victims in separate and joint evaluations”, Organizational Behavior and Human Decision Processes 97(2), pp. 106-116).

Cuando los números crecen, perdemos el contacto personal con las víctimas y esto complica la activación de nuestra intuición moral. Escondidas tras los números, las vidas y las historias interrumpidas, las tragedias individuales y colectivas se convierten en áridas estadísticas, incapaces de activar nuestra emotividad, incluso nuestra atención y por tanto de suscitar nuestra reacción. No es casualidad que en el Yad Vashem, el museo del holocausto de Jerusalén, para recordar de manera eficaz y emotiva al millón y medio de niños asesinados por los nazis, se escuchen voces grabadas que incesantemente pronuncian sus nombres y su edad. No hay nada que exprese mejor la idea del individuo y de la multitud que una lista de nombres. No cifras, sino personas, nombre, apellidos y edad.

Intuición y análisis

Navegamos y comprendemos la realidad a través de dos formas interconectadas pero fundamentalmente diferentes. Algunos las llaman “sistema 1” y “sistema 2”. El primero es intuitivo, narrativo y experiencial, mientras que el segundo se refiere mayoritariamente al pensamiento analítico, deliberativo y racional. El primero es natural y automático. El segundo, en cambio, implica esfuerzo y atención. Ambos sistemas interactúan para darnos el sentido de las experiencias que vivimos y ponernos en condiciones de elegir de forma óptima ante las situaciones que se nos presentan, y generalmente lo hacen muy bien. El “sistema 1” en particular está fuertemente conectado con los comportamientos de ayuda. Sentir algo por el otro, empatía, compasión, tristeza o alegría, es el elemento indispensable que nos abre a las distintas formas de ayuda. La intuición moral precede a los juicios morales. Si no nos involucramos emocionalmente, nuestra propensión natural a la ayuda se debilita; a veces se queda totalmente muda.

Se trata de un fenómeno conocido como “entumecimiento psíquico” (psychic numbing). La capacidad de involucrarnos emocionalmente es limitada. Los recursos psicológicos que tenemos a nuestra disposición para comprender a los otros y para ponernos en su lugar son escasos, y en un momento dado, cuando crece el número de otros, se agotan. Nos volvemos insensibles y despegados. Perdemos reactividad y la capacidad más básica de sentir compasión. Por eso, por ejemplo, somos capaces de permanecer indiferentes e incluso cínicos ante el trágico destino de miles de personas que pierden la vida en el intento de perseguir el sueño de una vida más digna.

Justificamos nuestra insensibilidad con presuntas culpas de las víctimas, con improbables complots de los poderes fuertes, con las políticas buenistas, con la ideología globalista y con otras mil tonterías, con tal de no admitir que nuestros recursos empáticos se han agotado; que nuestra capacidad natural de sentir “por” y “con” los otros se ha apagado; que el número y el peso de las tragedias ha adormecido nuestro sentido moral natural y nos ha transformado en espectadores embobados y despegados.

Después, de vez en cuando, por desgracia, llegan las víctimas como Ani Guibahi Laurent – así se llamaba el muchacho marfileño muerto congelado bajo la tripa del avión – o Alan Kurdi, que nos recuerdan individualmente que todavía tenemos corazón, y que cuando parece que no, es porque en realidad nos estamos defendiendo de la triste existencia como espectadores impotentes frente a tragedias más grandes que nosotros. Ciertamente, esto no es una justificación para el cinismo, sino la constatación de una paradoja, según la cual es más fácil sentir piedad por la muerte injusta de un niño que por la muerte, igualmente injusta, de mil o cien mil niños como él.

Recurrir a la racionalidad

Lo que ponen de manifiesto estas investigaciones, junto con nuestra experiencia cotidiana, es que no podemos dejar exclusivamente en manos de nuestras intuiciones morales la comprensión y la acción frente a los retos humanitarios de grandes proporciones, tales como las migraciones de masa o las grandes injusticias globales que nuestro sistema económico sigue produciendo, porque nuestras intuiciones morales nos llevan, en estos casos, a la apatía y a la inacción. Debemos recurrir al pensamiento y a la elección racional, no basarnos solo en la intuición, sino en la argumentación moral. Aquí deben intervenir en primer lugar la política, las instituciones y el derecho. Para reequilibrar el desequilibrio entre empatía individual e indiferencia colectiva, deben existir reglas justas, procedimientos impersonales, pero, precisamente por eso, válidos siempre y para todos. Hace falta un derecho humanitario a la altura de los desafíos, y representantes electos inteligentes, competentes y humanos. Las instituciones caminan también con sus piernas.

El consenso “inhumano”

Lo último que necesitamos son líderes incapaces de comprender esta paradoja, pero muy capaces de explotar el adormecimiento moral de sus electores para obtener su apoyo. Gente que explota nuestra buena fe (psicológica) para fines de poder, como un hacker se aprovecha de nuestra buena fe (informática) para robarnos los datos de la tarjeta de crédito. Líderes dispuestos a pasar por encima de las multitudes sin cara – y por tanto sin impacto emotivo – con tal de tapar su incapacidad para comprender y resolver los desafíos más importantes de hoy. Pero la política no es el único actor importante. Cada uno de nosotros puede hacer su parte, si comprendemos que los problemas del mundo son demasiado grandes y urgentes como para ser resueltos por una persona. Pero, en todo caso, cada uno de nosotros puede ser parte de la solución, si así lo quiere, aquí y ahora.

Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 12/01/2020

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