El engaño contemporáneo del conocimiento sin mediaciones

El engaño contemporáneo del conocimiento sin mediaciones

La transmisión de la cultura sigue siendo fundamentalmente una cuestión de relaciones. La pretensión de acceder a ella sin informaciones es mera ilusión.

La mandioca es un tubérculo rico en vitaminas, calcio e hidratos de carbono. Durante milenios ha constituido la alimentación básica de poblaciones enteras de varias zonas tropicales del globo expuestas a condiciones climáticas adversas para otros cultivos, desde la Amazonia hasta las islas del Pacífico Sur. La mandioca crece de forma casi espontánea, es fácil de encontrar, es versátil para cocinar, tiene sabor y. como hemos dicho, es nutritiva.

Solo tiene un problema: es altamente tóxica. Contiene glucósidos cianogénicos que, una vez descompuestos, liberan ácido cianhídrico, que, para entendernos, es la base del Zyklon B, el veneno usado por los nazis en las ejecuciones en masa en las cámaras de gas. El envenenamiento por cianuro al que puede conducir el consumo de mandioca provoca problemas neurológicos, descompensaciones en el sistema inmunitario, problemas en el tiroides e incluso parálisis de las extremidades inferiores. Sin embargo, las poblaciones que utilizan esta planta han aprendido a neutralizar el riesgo de intoxicación mediante diversas técnicas que hacen que la comida cocinada con mandioca sea totalmente segura.

Por ejemplo, los Tukanoan de la Amazonia colombiana utilizan un proceso que dura varios días: en primer lugar, rascan los tubérculos, después los filtran y finalmente los lavan para separar las fibras de la pulpa líquida, que es cocida y puede ser bebida, mientras que el resto debe dejarse decantar algunos días más antes de ser cocido y comido. Este complejo procedimiento reduce casi a cero al contenido tóxico de la mandioca.

Lo más interesante es el origen de este proceso, que una persona sola nunca habría podido elaborar. El envenenamiento por cianuro que se produce tras consumir mandioca no procesada no es evidente, ya que sus terribles síntomas aparecen años después de su consumo regular. Esto hace que el nexo causal entre el consumo de mandioca y el envenenamiento sea altamente opaco y casi imposible de identificar (cfr. Joseph Heinrich, 2015, “The Secret of Our Success”. Princeton University Press).

Lo sabemos con certeza porque, a comienzos del siglo XVII los conquistadores exportaron la mandioca de Sudamérica a África Occidental y olvidaron transmitir de forma precisa a las poblaciones africanas todos los conocimientos necesarios para el consumo seguro, y todavía hoy, muchos años después, el envenenamiento crónico por cianuro constituye un problema endémico en varias zonas del continente africano.

Intentemos imaginar ahora a una joven madre Tukanoan que, en lugar de pasar días y días procesando la mandioca como le enseñaron de niña, decida simplemente hervirla para quitarle el gusto amargo. De ese modo resolvería los problemas del gusto amargo y dispondría de más tiempo para otras actividades, tales como el cuidado de los hijos y la casa. Hasta que no hayan pasado muchos años los miembros de su familia no empezarían a manifestar graves problemas de salud relacionados con el envenenamiento, que serían difícilmente achacables al cambio de hábitos alimenticios, una causa remota que, sin embargo, es la que ha producido los efectos difíciles de asociar.

¿Qué ha impedido durante milenios que los Tukanoan y las demás poblaciones indígenas que consumen habitualmente mandioca adopten estos comportamientos que, si bien producen beneficios a corto plazo, son letales después de muchos años? No puede ser una forma de aprendizaje por experiencia directa, como hemos visto. En realidad, como nos enseñan los antropólogos, es su disponibilidad para actuar “por fe”, para seguir, tal vez sin entender muy bien por qué, las enseñanzas transmitidas de generación en generación.

Somos una “especie cultural” sometida a una interesantísima forma de co-evolución, en la que la genética influye en la cultura y, viceversa, la cultura, modificando el medio ambiente, influye en nuestra historia genética. Hace unos dos millones de años, probablemente, la evolución cultural comenzó a ser el motor principal de nuestra evolución genética. La capacidad de aprender y transmitir un cuerpo de conocimientos que se adquieren de forma acumulativa y constituyen la cultura de los pueblos, es lo que ha hecho de nosotros la especie de mayor éxito en este pequeño planeta. Pero, como la historia de la mandioca nos enseña, para que este éxito se pueda realizar a través de la transmisión cultural, es necesario que estemos dispuestos a aprender, es necesario respetar algunas condiciones concretas.

Viendo las sociedades tradicionales, descubrimos rasgos comunes que ponen de relieve los mecanismos necesarios para la transmisión intergeneracional del conocimiento. Para que la transmisión de códigos culturales y comportamientos adquiridos produzca resultados favorables para quienes los adoptan, es necesario saber bien a quién imitar. Cuando los problemas son complejos y la incertidumbre es grande y la apuesta elevada, las personas tienden a asumir actitudes conformistas, es decir tienden a imitar a otros, pero no a cualquiera. En general, los jóvenes se fijan en los ancianos considerados sabios, en los que en un grupo determinado han ganado prestigio en virtud de su excelencia en algún ámbito, y en modelos que han cosechado éxitos destacados precisamente porque han aplicado los mismos principios que transmiten.

De algún modo, estamos programados para hacerlo. Los neurocientíficos del desarrollo nos explican que, desde muy pequeños, somos capaces de realizar complejas actividades de “social referencing”, es decir somos capaces de orientarnos en nuestra comunidad en busca de modelos de los que aprender, de modelos que imitar. Por su parte, estos modelos, estos ejemplos de prestigio y sabiduría a los que generalmente decidimos imitar, tienen cualidades parecidas en todas las poblaciones y culturas: son generosos a la hora de compartir su saber, son amables y pacientes a la hora de transmitirlo; y estas cualidades aumentan su prestigio y la estima que otros miembros de la comunidad sienten por ellos y por consiguiente su “imitabilidad”.

A pesar de nuestros ordenadores, de Internet, de los viajes espaciales y las conquistas científicas, nuestro cerebro, en los últimos cientos de miles de años, no ha cambiado mucho, como tampoco lo ha hecho nuestra necesidad de los demás, nuestra vulnerabilidad y nuestra dependencia de un saber que es constitutivamente comunitario y social. La evolución, también la cultural, actúa a otras escalas temporales. Esto quiere decir que hoy seguimos teniendo necesidad de sabios amables, de modelos a los que reconocer prestigio a cambio de conocimientos antiguos y modernos.

La transmisión de la cultura sigue siendo fundamentalmente una cuestión de relaciones. El engaño del acceso sin intermediarios a la información y al saber se ha revelado como lo que es: un engaño. La intermediación, la relación con los demás, sobre todo con aquellos que han podido acumular experiencias y conocimientos, la posibilidad de ponerlos a prueba con éxito y de este modo ensanchar la mirada, sigue siendo hoy un motor evolutivo potente, tanto individual como colectivo. Pero ¿dónde se encuentran hoy esos sabios amables? ¿Cuál es hoy la métrica del éxito con que elegimos a quién imitar? ¿Qué lugar les reservamos en nuestras comunidades? Tal vez solo los márgenes, las periferias del Imperio.

Un indicio de esto es, probablemente, el prestigio que atribuimos socialmente a los profesores de cualquier orden y grado: prácticamente nulo, al igual que la relación disfuncional que, cada vez con mayor frecuencia, se instaura entre la escuela y la familia; por no hablar de la pretensión de un conocimiento auto-producido y mal entendido, unido a la arrogancia de quien se siente siempre a la altura de cualquier situación. Son rasgos de una decadencia que ya ha comenzado, de la subversión de lógicas evolutivas antiguas y necesarias, muchas veces capaces de hacernos mejores colectivamente de lo que podríamos ser individualmente. Deberíamos ir a los márgenes y a las periferias, como nuevos Diógenes, a buscar a la tenue luz de un candil, a los sabios amables de los que hoy probablemente tenemos más necesidad que nunca; para sacarlos a la luz y convencerles de que vuelvan al centro de nuestras plazas y retomen su obra fundamental de transmisión, fiel y creativa al mismo tiempo, de la sabiduría profunda de nuestra especie; para aprender a ser, cada vez más, no solo “homo” sino sobre todo “sapiens”.

Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 28/07/2019

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