El entramado de relaciones que construyó el toscano Francesco Datini es ejemplar. El pesimismo, el cinismo, la envidia y la desconfianza son los grandes vicios capitales de la empresa.
El comercio virtuoso y exitoso es el de aquellos que trabajan por dinero y por vocación. Las dos cosas juntas. La riqueza, como la felicidad, llega buscando (también) otras cosas.
Aquellos que observan la vida económica desde lejos a menudo no perciben las notas más hermosas de esta porción de la vida. Ven incentivos, reuniones, oficinas, algoritmos, racionalidades, beneficios y deudas, pero casi nunca se dan cuenta de que, detrás de las estrategias, contratos y negocios, hay personas, y algunas de ellas ponen toda su carne, pasión, inteligencia y vida. Desde lejos y desde fuera se ven las huellas del trabajo, pero raramente se ve el cuerpo de las personas que dejan esas huellas. Casi nunca se ve su alma. Pero si fuéramos capaces de ver las almas, en esas mismas empresas veríamos espíritus y demonios, ángeles subiendo y bajando del paraíso.
Las cartas, los diarios y las memorias de los comerciantes italianos y europeos de los siglos XIV y XV son fuentes muy valiosas, puesto que nos permiten conocer el alma de las personas de los comerciantes en los orígenes de esta profesión. Las cartas de Francesco di Marco Datini (1335-1410) muestran rasgos extraordinarios y apasionantes de su vida. Francesco era hijo de Marco (de Datino), un carnicero de Prato que murió, junto con su mujer y dos de sus cuatro hijos, durante la peste de 1348. Francesco fue criado por Piera, una vecina – en la “sombría” Edad Media sabían hacer también esto. Tras un breve periodo en Florencia como aprendiz, con quince años marchó a Aviñón, donde primero fue dependiente de tienda y luego comenzó su oficio de comerciante. Llegó a fundar una verdadera multinacional, con empresas en Prato, Aviñón, Florencia, Pisa, Barcelona y Valencia. Al final de su larga vida poseía un patrimonio de más de cien mil florines, que dejó a la beneficencia. Los creadores de Europa fueron sobre todo monjes y comerciantes. El espíritu y el comercio, juntos, realizaron obras magníficas.
Durante los treinta y dos años que pasó en Aviñón obtuvo una notable riqueza, tanta que cuando regresó a Prato le llamaban «Francesco rico» (Paolo Nanni, Ragionare tra mercanti: per una rilettura della personalità di Francesco di Marco Datini). Creó un innovador sistema empresarial, un verdadero holding: cada empresa tenía autonomía económica y jurídica, pero la compañía florentina “Francesco Datini y compañeros” poseía la mayoría de toda aquella complicada red empresarial que se extendía por las principales plazas europeas, dedicada a la producción y al comercio de lana, seda y de «cualquier cosa con la que se pudiera traficar». Semejante red mercantil se mantenía sobre todo gracias a una tupida y densa trama de relaciones. Es ahí, en el arte del comercio entendido como arte de las relaciones, donde se desvela todo el genio de Datini.
A través de él se puede perfilar el carácter del comerciante, su habitus, muy parecido al hábito del monje, entendido como postura existencial, como forma de estar en el mundo. En su ser comerciante, el oficio coincide con el destino. En una carta de 1378, Datini escribía que no merecía la pena trabajar solo por dinero: «Nuestro oficio acarrea tantas cosas que no bastaría el dinero que vale el castillo». Su joven esposa Margarita, en una carta de 1386, le reprochaba que la «buena vida» que le había prometido no llegaba nunca: «Tú siempre predicas que tendrás una buena vida… Esto lo dijiste hace diez años y hoy me parece que estás más lejos que nunca de descansar: esa es tu culpa». La actividad del comerciante acababa coincidiendo con su vida: «Estoy determinado a hacer como el médico que, mientras está vivo, medica» (1388).
Leyendo sus cartas, que se conservan en el Archivo de Estado de Prato, llaman la atención algunas notas de ética mercantil. En primer lugar, la relación entre el comerciante y la riqueza. Muchas virtudes enseñaba sistemáticamente a sus socios, y no todas ellas las relacionaríamos hoy con el oficio del comerciante. Recomendaba el riesgo («aquel que deje de sembrar por miedo a los pájaros, no sembrará nada»), pero al mismo tiempo recomendaba la templanza («aquel que caza demasiadas zorras, una la pierde y otra la deja»); elogiaba la velocidad («aquel que actúa rápidamente, actúa dos veces»), y al mismo tiempo la conformidad («más vale pichón en mano que tordo en el follaje»); defendía la audacia («al hombre de armas nunca le faltaron caballos») y al mismo tiempo la moderación («dijo una vez un sabio comerciante que el dinero producía el diez por ciento sin salir de la caja»).
La sabiduría de la práctica mercantil, condimentada con la sabiduría antigua (Séneca, Cicerón, la Biblia) y con los refranes populares llevaron conjuntamente a Datini a elaborar la regla de oro de su ética de los negocios: no hacer de la búsqueda de la riqueza el único ni el primer objetivo del comercio. El deseo exclusivo de ganar dinero es una pasión que puede cegar. El comerciante sabio debería verse de vez en cuando con los ojos de un observador externo e imparcial; como en una partida de ajedrez, donde un niño observa a los jugadores y «ve a veces más que ellos, porque el que mira no siente la pasión del miedo a perder ni a ganar» (1402). Para Datini, el gran vicio del comerciante, entendido como gran error, era la avaricia, que incluso impedía la ganancia, puesto que el comerciante sabio para ganar debía controlar su propia ansia de ganar.
Esta ética empresarial remite directamente a la ética de las virtudes (que Datini conocía y enseñaba). En aquella visión del mundo, se entendía la virtud como una actitud que había que cultivar para alcanzar la excelencia en un determinado ámbito de la vida. Los comportamientos, para ser virtuosos, no podían ser solo y enteramente instrumentales, porque hacía falta cierta dosis de valor intrínseco: debía realizarse una acción porque era buena en sí misma y no solo como medio para obtener algo exterior a la propia acción. El atleta no será virtuoso (excelente) si solo compite para ganar y no también por amor al deporte en sí. Tampoco lo será el científico que investigue solo por la fama y no por amor a la ciencia. Pero en el comercio, la dimensión exterior o instrumental es especialmente importante. Es difícil imaginar que un comerciante actúe solo por amor al comercio y a las relaciones con sus clientes y proveedores, porque la obtención de una ganancia exterior a la acción es parte de la naturaleza del comercio mismo. Pero Datini nos recuerda que sin una dosis de amor por el comercio y por su oficio y tarea, el comerciante se desnaturaliza (cambia de naturaleza) y se convierte en otra cosa – por ejemplo, en usurero.
Así pues, el comerciante virtuoso trabaja por dinero y por vocación. Por contra, quien trabaja solo por dinero (o solo por vocación, que puede ser incluso peor) es un mal comerciante. Además, quien trabaja solo por dinero ni siquiera obtiene mucho dinero, pues va en contra de la naturaleza propia de su oficio. Una ley antigua del comercio dice que quien se hace comerciante solo para enriquecerse, no se enriquece. Es como decir que la riqueza llega, como la felicidad, cuando se buscan (también) otras cosas. Al final de la vida escribirá que ha dedicado al comercio «alma y cuerpo, no por avaricia ni por voluntad de ganar, sino solo porque me han decepcionado las demás cosas» (1410).
De la lectura de las cartas de Datini se deduce un segundo elemento o virtud del “comerciante civil”: una mirada positiva sobre el mundo y sobre los demás hombres, que fue siempre su faro existencial y comercial. En una carta de 1398 decía cuál era la primera razón que le había llevado a entrar en sociedad con otros compañeros en los tiempos de Aviñón: «El amor que yo sentía por la gente del mundo». Es una frase espléndida que expresa el prerrequisito para desempeñar de forma fructífera el oficio-vocación de comerciante. Un empresario que no sienta “amor por la gente del mundo” no será un buen empresario. Sin ver el mundo y la gente con una mirada buena y positiva, sin ver en cada nuevo encuentro una oportunidad para crecer juntos, sin poner la confianza como hipótesis previa, no es posible practicar el arte del comercio. El empresario, antes que nada, ve el mundo como un conjunto de oportunidades relacionales, cree que la gente es su primera riqueza y que la riqueza de los demás es también una posibilidad para él mismo. Esta es su generatividad, que siempre nace de una mirada generosa sobre los seres humanos. El pesimismo, el cinismo, la envidia y la desconfianza son los grandes vicios capitales de la empresa.
Como consecuencia de esta segunda virtud “antropológica”, de las cartas se deduce una tercera virtud, fundamental para la vida y el éxito de Datini: el cuidado de las relaciones. Datini fue un gran tejedor de relaciones de amistad e incluso de fraternidad: «Cuando yo me asocié con Toro di Bertto en Aviñón, muchos se rieron de mí diciendo: “Tú eras libre y te has hecho esclavo”. Yo respondía que me gustaba tener compañía por dos aspectos: para tener un hermano y para tener alguien a quien temer para guardarme de las travesuras». Y añade: «¡¿Qué camino podría haber más seguro y agradable que ser dos compañeros en el tráfico, que se aman como hermanos?!» (1402). A pesar de las múltiples decepciones que los compañeros le proporcionaron durante su actividad comercial – «no hay ninguno que no te traicione 12 veces al día», le recordaba en 1386 su mujer Margarita–, con la sabiduría de los antiguos refranes concluía: «Quien tiene compañía es señoría». Para el comerciante de Prato la compañía era «el mayor parentesco que existe» (1397), equiparable a la familia y a la relación entre hermanos. Cuando una amistad se rompía, Datini invitaba a sus socios a practicar el perdón: «Salvo traición, hurto, homicidio, indecencia, adulterio o iniquidad imperdonable, de cualquier otra cosa el hombre siempre debería tratar de volver al amor de su amigo» (1397).
Una virtud cardinal del empresario es el arte de cooperar, y el arte de cooperar no dura si no se aprende el arte esencial del perdón. Pero las escuelas de negocios de hoy, dominadas por las técnicas y los instrumentos y cautivadas por metáforas equivocadas (ya sean militares o deportivas), han olvidado la fuerza de las virtudes amables, que son las verdaderamente esenciales para desempeñar este difícil oficio. El empresario siempre ha vivido y vive muchas formas distintas de mutuo provecho. Es creador y consumidor de compañía y amistad, dentro y fuera de la empresa. Entonces, lo primero que debe hacer es educarse y formarse en estas virtudes. Este es el carácter que debe cultivar. Practicar la amabilidad y la gentileza, invertir tiempo, mucho tiempo, en escuchar a la gente, en desarrollar todas las artes que facilitan la creación y el mantenimiento de los bienes relacionales, que conforman el primer activo esencial, invisible pero muy real, de su empresa, del que depende su mayor belleza. Francesco di Marco Datini lo sabía muy bien. Nosotros debemos aprenderlo de nuevo. Saldremos de esta crisis y de este dolor de los empresarios si volvemos a “amar a la gente del mundo”.
Publicación original en Avvenire el 17/01/2021