En La Habana se concretó una reunión entre familiares de víctimas de las FARC y los guerrilleros. Nadie sabía qué pasaría. El misterio del encuentro entre seres humanos.
Hablar en abstracto de una guerra tiene el efecto de anestesiar nuestra sensibilidad. Sólo cuando penetramos en el calvario del sufrimiento de las víctimas tomamos conciencia de la locura que la guerra supone. Durante más de medio siglo de conflicto, en Colombia hubo 220.000 muertos, 45.000 desaparecidos, 8 millones de víctimas… un abismo de dolor que sólo puede ser redimido por la verdad, la justicia y por gestos de grandeza tan altos como gratuitos, pues nadie los puede exigir.
El pasado 10 de setiembre, una casa común y corriente de La Habana fue escenario del reencuentro entre familiares de las víctimas y sus asesinos. Un gesto civilizado en el que, en modo imprevisto, se coló con su fuerza disruptiva el perdón.
En 2002, doce diputados de la Asamblea Departamental del Valle del Cauca secuestrados por las FARC. Once de ellos fueron asesinados y sólo uno pudo sobrevivir. Sus familiares fueron convocados desde La Habana “simplemente porque el imperativo moral es terco e ineludible cuando la conciencia de la dignidad prevalece sobre las ambiciones y los miedos”, relata en el diario El Tiempo el sacerdote jesuita Francisco de Roux testigo de la reunión a la que participaron también los líderes de las FARC.
Nadie podía prever qué sucedería en esos momentos, los dos grupos llegaron con comprensibles temores y sin saber qué podría pasar.
Comenzó un diálogo franco, pues la verdad es el punto de partida de la paz verdadera: uno tras otros los familiares no dudaron en calificar de asesinos a los guerrilleros presentes. En pocos minutos, la sala se llenó de años de sufrimiento, de reclamos no escuchados, de la imagen de los seres queridos que en vano pidieron el gesto humanitario de ser liberados. Sin embargo, en medio de los testimonios desgarradores, los familiares de las víctimas manifestaron su apoyo al proceso de paz y, en la mayoría de los casos, ofrecieron su perdón. “No porque creyeran en los victimarios, sino porque creían en el perdón y no en la violencia”, como escribió el único superviviente del secuestro, Sigifredo López, quien pasó por 7 años de cautiverio.
Los relatos y las palabras, evidentemente, calaron muy hondamente en los miembros de las FARC, en algunos casos conmovidos. Luego de oír el pedido de arrepentimiento y el reclamo por la verdad, y ante las manos de las víctimas unidas en círculo y en plegaria, los guerrilleros decidieron no evadir sus responsabilidades. “La muerte de los diputados fue lo más absurdo de la guerra. El episodio más vergonzoso. Hoy, con humildad sincera, hacemos un reconocimiento público y pedimos perdón. Ojalá ustedes nos perdonen”, dijo en nombre de todos ‘Pablo Catatumbo’, uno de los líderes.
“El ambiente entonces cambió y el recinto se llenó del misterio del encuentro humano cuando el milagro de pedir perdón y de darlo nos sorprende. Allí estaba ocurriendo”, describe De Roux.
Luego de la verdad, hacía su aparición también el comienzo de la justicia, otro pilar de la paz. Comenzaba también un proceso de redención, que no cancela el dolor pero le da un sentido: el de la reconstrucción de una convivencia entre seres humanos.