Los pobres no son malditos

Los pobres no son malditos

El exilio y la promesa/6 – La nueva y verdadera fiesta está donde no parece haber ningún mérito.

«Quizá encontremos paz
cuando todo esté perdido.
Y nos parecerán inútiles las palabras
y los encuentros ilusorios.

Sentiremos angustia
al descubrir – demasiado tarde –
esta descarriada existencia…»

David Maria Turoldo, de O sensi miei

La víspera marca el ritmo de la fiesta y de su anhelante espera. El día distinto se prepara y madura de víspera, que es cuando se forma y crece el deseo. Los niños son grandes expertos en vísperas, ya sea de un cumpleaños, del primer día de escuela o de una excursión. Ellos saben que el sábado en la aldea es un día hermoso, porque le seguirá otro día aún más hermoso. Saben que las fiestas son verdaderas y no solo la ilusión de un deseo que se ahoga en el momento en que se cumple, porque también son verdaderos los padres, los maestros, los compañeros y los regalos. La verdad de la fiesta hace verdadero el deseo y la espera de la víspera. Las vísperas sin fiesta son una invención, una innovación, de nuestro tiempo. En una época en que el ritmo de las fiestas lo marcan los negocios, solo nos quedan las vísperas. Dado que no sabemos, colectivamente, por qué o por quién celebramos las fiestas, solo nos queda una continua sucesión de “sábados en la aldea”. A la Nochebuena, la víspera de la Navidad, le seguirá la víspera de las rebajas y después la de San Valentín, y así sucesivamente, durante todo el año: nuevas vísperas nos harán olvidar la tristeza de la fiesta negada. Y el año volará rápidamente, expoliado del tiempo distinto de la fiesta, cuya razón de ser es que podamos gustar un bocado de eternidad. Aunque vivamos más años que nuestros abuelos, nuestros días son mucho más cortos que los suyos.

Si alguien quiere recuperar el sentido de la fiesta y de la víspera (y es urgente, porque una cultura que no conoce la verdad del “día de fiesta” desconoce también la verdad de la vida y de la muerte), debe buscarlo entre los pobres. Es ahí donde la fiesta y su espera no vana siguen viviendo. Pero, para ello, antes deberíamos reapropiarnos del sentido de la pobreza y liberar a los pobres de nuestras maldiciones. También en esto los mejores maestros son los profetas.

«Me vino esta palabra del Señor: – Hijo del hombre, los habitantes de Jerusalén dicen de tus hermanos, compañeros tuyos de exilio, y de la casa de Israel toda entera: “Ellos se han alejado del Señor, a nosotros nos toca poseer la tierra”» (Ezequiel 11,14-15). El pueblo que se ha librado de la primera deportación babilónica interpreta el exilio de sus compatriotas como una maldición divina. Ven la lejanía de la patria y del templo santo como un castigo divino, a consecuencia de sus pecados. La soberbia religiosa alimenta su falsa seguridad de ser la parte elegida, los verdaderos propietarios de la tierra. Y de este modo, los deportados por los babilonios se convierten en deportados por YHWH. A lo largo de la historia, las civilizaciones casi siempre han sentido una invencible necesidad de encontrar una justificación sobrenatural para las desventuras propias y sobre todo ajenas. La más frecuente, que es a la vez la más sencilla, se basa en la lógica económica: el que sufre hoy es porque tiene una deuda que pagar por alguna culpa de ayer, y el que hoy está alegre es porque recoge los frutos de sus méritos. De este modo los ricos se encuentran en un doble paraíso (el de la tierra y el del cielo) y los pobres viven un doble infierno, aprisionados dentro de una trampa perfecta con forma de tenaza, sin esperanza de liberación. Las meritocracias siempre han necesitado (y siguen necesitando) pobres merecedores de su desventura, un escabel donde los elegidos puedan apoyar el pie para subir a su cielo.

Los profetas, por vocación, ponen en crisis estas fáciles y triviales religiones del mérito y la culpa, y nos desvelan otra lógica; nos muestran otra idea de la pobreza y la justicia: «Esto dice el Señor: Cierto, los llevé a pueblos lejanos, los dispersé por los países y fui para ellos un santuario en los países adonde fueron» (11,16). Jeremías, hermano y maestro de Ezequiel, también lo había profetizado: el cesto de los higos buenos no es el que se queda en la patria sino el que ha sido deportado a Babilonia (Jeremías 24,1-2). La profecía cuenta otra teología, y cuando esta falta caemos prisioneros de esquemas ideológicos cuyo único objetivo es la justificación de nuestra condición de salvados y de nuestra indiferencia.

Esta dinámica se repite muchas veces también en las comunidades ideales y espirituales. Algunos, una parte, son exiliados, deportados a tierras extranjeras, arrastrados por algún imperio o demonio que se muestra demasiado fuerte como para oponer resistencia. Los que se quedan en casa sienten la necesidad de dar una lectura religiosa a la salida de los demás y a su propia permanencia. De este modo, para sentirse tranquilos y fieles acaban, a veces de buena fe, condenando a los que se han ido. Se separan moralmente de ellos, los dejan sobre sus montones de estiércol y después intentan, como los amigos de Job, convencerse y convencer a otros de que detrás de esa desventura tiene que haber alguna culpa escondida. Sin embargo, el profeta continúa el canto de Job y repite a los deportados, a los que se han quedado en casa y a todos nosotros: “Soy inocente, y si en esta historia hay un culpable hay que buscarlo en vuestra idea equivocada de Dios y por tanto de la vida”. Los profetas dan voz a la parte maldita del mundo, y nos recuerdan que si existe un Dios verdadero hay que buscarlo antes que nada en los montones de estiércol, en los campos de deportados, entre los exiliados, entre los descartados y los malditos. Ahí es donde espera y donde a veces nos encuentra, quizá después de que lo hayamos buscado sin encontrarlo en los lugares donde pensábamos que estaría, y después de que hayamos perdido toda esperanza (las experiencias espirituales más maravillosas llegan cuando estamos seguros de que ya no llegará nada).

Pero Ezequiel nos dice algo aún más fuerte y revolucionario: YHWH promete a los deportados que será para ellos “un santuario”. En una cultura religiosa antigua, donde la protección de los dioses se limitaba al territorio nacional y donde la salida de la tierra significaba salida de la zona de actuación de la divinidad, Ezequiel dice no solo que YHWH está vivo y actúa también en el exilio, sino que su presencia sustituirá al santuario que no tienen. La condición objetiva del exilio, la falta del templo y de muchas dimensiones del culto religioso, permite que un “resto” descartado dé un salto de calidad en la fe. Gracias a los profetas intuyen que Dios no puede quedar limitado a un lugar, que no habita solo en los lugares sagrados, porque su casa es la tierra entera y no solo la tierra prometida.

Dios es más grande que el culto religioso con el que lo veneramos. Es distinto y más grande que nuestros sacrificios y nuestras liturgias, porque es un Dios laico (que vive en medio del pueblo). Este mensaje resulta inmenso hoy, pero era extraordinario para aquel pueblo de templo distinto y único. “Yo seré para ti un santuario”. ¡Cuántas personas descartadas y cuántas comunidades exiliadas han sentido resonar en su alma la verdad de esta espléndida promesa y, perdidas y desesperadas en medio de divinidades extranjeras, han comprendido que no les faltaba nada, que no estaban malditas ni abandonadas, que simplemente habían sido llevadas al desierto para celebrar una nueva alianza, una nueva fiesta, una nueva Pascua! ¡Cuántas han visto abrirse el cielo, bajar a los Elohim, y comenzar el paraíso dentro de los infiernos!

El exilio de Israel es un regreso a la tienda móvil del arameo errante, al Dios nómada que, moviéndose de un lado a otro como su pueblo, puede hacerse compañero de camino de cada hombre y de cada mujer de la tierra, de todos “los del camino”. De vez en cuando, las grandes crisis se convierten en epifanías de una espiritualidad más verdadera y de una religión más alta que el techo de los templos, en un regreso a la pobreza de la tienda donde escuchar palabras distintas e infinitas. Como ocurrió en una prisión alemana, al final de la segunda guerra mundial, cuando un profeta de nuestro tiempo, pocos días antes de ser fusilado por haber seguido la voz hasta el final, fue capaz de escribir algunas de las palabras más grandes de su teología, generadas por el abismo de su exilio: «El “cristianismo” siempre ha sido una forma (quizás la verdadera forma) de la “religión”. Ahora bien, si un día (…) los hombres llegan ser verdadera y radicalmente no religiosos ¿qué significará eso para el “cristianismo”? Todo el “cristianismo” tal y como lo hemos conocido hasta ahora se quedará sin fundamento, y nosotros “religiosamente” no llegaremos más que a algún “caballero solitario” o a alguna persona intelectualmente deshonesta. ¿Deberían ser estos los pocos elegidos? ¿Deberíamos abalanzarnos con vigor, irritación e indignación sobre este dudoso grupo de personas para despacharles nuestra mercancía? (…) ¿Cómo puede convertirse Cristo en Señor también de los no religiosos? Si la religión solo es un ropaje del cristianismo ¿qué es entonces un cristianismo no religioso?» (D. Bonhoeffer, “Resistencia y sumisión”). Dentro de estas palabras, cuya fuerza profética nos siguen dejando sin aliento, están también Jeremías, Ezequiel y toda la Biblia, cuya profunda meditación acompañó y alimentó a Bonhoeffer antes y durante su reclusión.

También nosotros podemos ver la condición de muchos exiliados sin templo, desperdigados por tierras de dioses distintos, y condenarlos como malditos, culpables y merecedores de su condición de “sin Dios”. ¿Qué es nuestro tiempo sino un gran exilio en masa del templo? Pero también podemos repetir las palabras de Ezequiel. Podemos y debemos decir si queremos estar de parte de los habitantes de Jerusalén condenando a los exiliados, o con los profetas contando una historia distinta, la que ve en nuestro gran exilio una “presencia” más allá del templo. Podemos maldecir nuestro mundo o anunciarle una salvación. Las religiones y las comunidades pueden ser amigas de los pobres. Muchas veces lo han sido y lo siguen siendo cuando saben quitarse las vestiduras meritocráticas diseñadas por los hombres e incorporadas a las divinidades sin su permiso.

Los profetas siguen siendo guardianes del hombre y de Dios. Nosotros, testarudos, intentamos cada día manipular a Dios y a los hombres. Y los profetas, más testarudos que nosotros, siguen siendo sus guardianes.

Publicado en Avvenire el 16.12.2018

Deja un comentario

No publicaremos tu direcci贸n de correo.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.