Las voces de los días/12: La paradoja de la fidelidad

Las voces de los días/12: La paradoja de la fidelidad

La vida que se queda en los proyectos de juventud, se marchita.

“Sálvami, oh Dios, de las muchas palabras”, San Agustín, De Trinitate

Los efectos más relevantes de nuestros actos no son los intencionados, sino los que se generan sin pensar o los que acaecen cuando buscamos incluso lo contrario. La raíz de esta distancia entre las intenciones y los resultados está en la imposibilidad de controlar los procesos que desencadenamos, que son más complejos y libres que nuestra capacidad de dominarlos. Todo acto nuestro es una semilla que florece, crece y muere siguiendo leyes que se nos escapan. Si los resultados de lo que nace de nosotros estuvieran inscritos en nuestra voluntad y en nuestra inteligencia y pudieran ser capturados por ellas, el mundo sería un lugar demasiado triste y pobre para vivir. Nos perderíamos las mejores sorpresas “bajo el sol”.

La vida verdadera es libertad. No sigue las reglas que le marcamos. No se deja enjaular por nuestra voluntad de dominarla.

Los efectos no intencionados de nuestros actos siempre son importantes, pero cuando se trata de organizaciones con motivaciones ideales y de comunidades y movimientos nacidos de carismas o valores espirituales, son decisivos. Muchas veces los resultados más felices se obtienen a partir de acontecimientos casuales no previstos ni buscados. A su vez, los peores son consecuencia de opciones y reglas originadas con la mejor intención de asegurar el desarrollo y el éxito futuros. Esta excedencia de los efectos de los actos con respecto a sus intenciones es especialmente importante en la relación recíproca entre los fundadores y las sucesivas generaciones. Aquellos que dan vida a una organización o comunidad ideal, en un momento determinado sienten una profunda necesidad de escribir una “regla”. Esta regla cumple varias funciones. Por una parte, es un carnet de identidad de esa comunidad, nueva y única, con foto y datos generales. Pero también es una constitución que contiene reglas de buen gobierno para que la gestión de las relaciones entre sus miembros sea coherente con lo específico del carisma, de forma que el “vino nuevo” encuentre “odres nuevos” capaces de contenerlo y hacerlo madurar. El primer objetivo de toda regla buena es asegurar la fidelidad al carisma por parte de las siguientes generaciones. La calidad ideal, humana, comunitaria y espiritual de la vida de las futuras generaciones se juega en gran medida en esta “fidelidad”. En la vida, en cada vida, la fidelidad lo es casi todo, es una palabra grande. Significa confianza, alianza, pacto nupcial, como expresa el término español alianza, que se usa para designar el anillo nupcial. La fidelidad es un camino libre en el seguimiento de la voz que un día nos llamó hacia una tierra prometida y una gran liberación. Es un éxodo, una peregrinación hacia un monte más alto que nosotros, desconocido y misterioso, un lugar de regeneración y salvación personal y colectiva. Es una ida que no va seguida de una simple vuelta, porque la casa que nos espera al regreso es siempre nueva y distinta. Todas las veces nos cuesta reconocerla. Debemos aprender a verla y a sentirla dentro de un alma que cambia para siempre después de cada viaje. Crece por el camino hasta que llega un día en que coincide con toda la tierra y con todo el cielo. La casa que custodia y guarda una alianza verdadera y grande cambia mil veces a lo largo de la vida. Cuando no se hace demasiado grande, siempre acaba siendo demasiado pequeña. Ninguna casa nacida de una llamada coincide con la medida de nuestro corazón, aunque siempre es fuerte la tentación de rebajar el techo y empequeñecer las estancias para habitarla cómodamente.

La fidelidad no es un proceso sencillo. Buscamos ser fieles a nosotros mismos y esta fidelidad también se nos escapa. Si un día la alcanzáramos, sería el comienzo de la “gran traición”. Somos fieles a nosotros mismos cuando somos capaces, con una energía moral que no conocíamos, de volver a casa después de la enésima traición, cuando dejamos la puerta abierta para acoger a los huéspedes siempre nuevos que vienen a visitarnos y a hacernos los honores, y cuando el dolor por haber dejado entrar a la persona equivocada no nos cierra para siempre la puerta del corazón.

La fidelidad al fundador y al carisma también es muy delicada. Es un camino que transcurre por un bosque maravilloso pero lleno de peligros y emboscadas. Las primeras son las que el mismo fundador disemina a lo largo del camino, aunque sólo le mueva a construirlas la buena voluntad y la certeza moral de estar creando las condiciones para salvaguardar el futuro. Por el inevitable y necesario temor a que la tradición del carisma se transforme en traición, los fundadores casi siempre acaban incluyendo en su regla disposiciones de protección que se convierten en trampas. Hacen algo parecido a esas mujeres (o maridos) que por temor a ser traicionadas elaboran un sistema de control de la vida del otro que primero mata la libertad recíproca y después acaba con la pareja, que sólo vive y crece mientras que la traición sea una opción real y concreta que libremente se descarta cada vez. La única gestión buena del miedo natural a la traición pasa por acoger la absoluta vulnerabilidad de toda fidelidad verdadera. La construcción de una fidelidad invulnerable es la primera traición de cualquier alianza, aunque sea una traición no querida ni pensada. No sabemos que somos fieles hasta que no encontramos en el umbral de la puerta equivocada y descubrimos que todavía podemos volver a casa. Blindar una regla para protegerla de posibles abusos futuros es el mejor camino hacia la esterilidad espiritual de la comunidad. Todo vulnus (herida) es también una abertura y una posibilidad de fecundidad. Una buena alianza comunitaria comienza con una regla que no teme ser vulnerable ni exponerse al abuso de confianza o de fe.

Pero incluso si el fundador ha escrito reglas buenas, valiosas y, por consiguiente, vulnerables, la parte que corresponde desarrollar a las siguientes generaciones no es más sencilla, pues no son menores las trampas que ellas mismas construyen a lo largo de su camino. Una muy frecuente es la interpretación del verbo recordar. En el Evangelio encontramos un pasaje estupendo que debería inspirar el comportamiento de toda comunidad a la hora de gestionar la fidelidad. En su último discurso a los discípulos, después de la resurrección, Jesús dice: “Os he dicho todas estas cosas mientras estoy todavía con vosotros. Pero el paráclito, el Espíritu … os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho” (Juan 14,25-26). En el tiempo posterior a los fundadores, el Espíritu desempeña tres funciones fundamentales: es paráclito, enseña y recuerda. El Espíritu es el Paráclito, es decir el abogado, el defensor, el que está de nuestra parte, el que nos protege y nos salva. Además es el que nos enseña “todas las cosas”. El maestro de la edad siguiente a la del fundador es el Espíritu, el carisma mismo. Esta enseñanza se realiza a través del ejercicio de una dimensión específica de la memoria. Recordar es aquí una operación fundamental, porque no es un acto mnemónico sino un acontecimiento espiritual esencial para comprender en el tiempo presente el espíritu de las palabras antiguas, además de su letra. Recordar las palabras fundacionales es un proceso complejo y plural, que tiene varios protagonistas distintos y coesenciales: las primeras palabras históricas, el Espíritu y una comunidad capaz de recordar en el Espíritu. El error más común consiste en confundir el recuerdo en el Espíritu con la reconstrucción exacta de las palabras pronunciadas. Así las comunidades se bloquean en nombre de una fidelidad absoluta a las palabras y eso hace que se pierda su Espíritu, que es defensa y creatividad. La fidelidad perfecta y total se convierte en traición total y absoluta. En este tipo de fidelidad del recuerdo espiritual son de poca ayuda los documentos en los que se han registrado las ipsissima verba de los fundadores, que más bien acaban impidiendo el buen recuerdo del Paráclito. En el libro de Job (capítulo 19), éste invoca al Paráclito para que le defienda de Elohim, quien le había condenado injustamente. El espíritu defiende a las comunidades de sus fundadores, porque permite que sólo se recuerden las palabras y los hechos que dan vida aquí y ahora.

No todas las palabras deben ser recordadas en el Espíritu. Las herejías nacen muchas veces de palabras efectivamente pronunciadas por un fundador pero no recordadas en el espíritu. Todo buen recuerdo es siempre parcial, porque la vida y la salvación radican en recordar las pocas palabras que sólo un sabio y arriesgado proceso comunitario puede generar. Es una creación de palabras vivas y encarnadas, no un nostálgico recuerdo de acontecimientos pasados. Es revivir el mismo milagro del comienzo con palabras completamente antiguas y completamente nuevas. Las comunidades vivas y fecundas son aquellas en las que cada generación se ha atrevido a decidir qué palabras recordar y cuáles dejar descansar a la espera de un tiempo propicio para el recuerdo. En cambio, cuando falta este trabajo de recuerdo parcial, que siempre limita con la región de la traición y a veces con la cruz, las buenas intenciones de fidelidad incondicional generan inintencionadamente el peor resultado. Los Evangelios no son una crónica de todas las palabras de Jesús, sino sólo de las pocas que se recuerdan en el Espíritu. Todo carisma vive mientras la comunidad no pretenda recordar todas las palabras de los fundadores, y asuma todos los peligros del recuerdo espiritual parcial, incluso cuando los fundadores hubieran recomendado su recuerdo total. Las palabras de vida son pocas.

Esta es la hermosa paradoja de toda tradición y de toda fidelidad. No hay traición más grande que la de un hijo que decide una adhesión perfecta a los proyectos de sus padres. No hay encuentro más banal que el que satisface perfectamente nuestras expectativas, ni trabajador peor que el que ejecuta a la perfección las prescripciones del contrato de trabajo. La vida en la que sólo se realizan los proyectos de juventud se marchita en la edad adulta.

Publicado en Avvenire el 29/05/2016

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