La fe que “convierte” a Dios

La fe que “convierte” a Dios

El exilio y la promesa/5 – La segunda plegaria es también oficio del profeta.

«La maledicencia mata a tres personas: al que habla, al que escucha y a aquel de quien se habla; pero al que escucha, más aún que al que habla»

Maimónides

Las religiones y las creencias son lugares donde también se satisfacen necesidades humanas, pues ninguna religión ha descuidado la dimensión material y corpórea de la vida. Peces, panes, maná, codornices, agua, hogazas, pan de pasas… Podríamos leer la Biblia como una historia de la comida, el convite y los bienes. La tierra prometida es una tierra que mana leche y miel.

Pero debido, entre otras cosas, a esta dimensión concreta y completa, los distintos credos tienden intrínsecamente a empequeñecerse y a reducirse a un mercado, donde cada bien demandado siempre encuentra oferta, previo pago del correspondiente precio. Y se transforman en idolatría o en magia. La plegaria auténtica solo puede vivir y crecer dentro de un encuentro de gratuidad. La providencia no se puede comprar, llega excediendo nuestro pequeño registro contractual. El Dios bíblico es el Dios del Pacto, donde el verdadero bien es una proximidad, una presencia. Las comunidades también satisfacen necesidades esenciales (seguridad afectiva, calor y necesidades concretas de tipo económico), si cada persona sabe alcanzar una interioridad más profunda que las necesidades, que es donde se genera la parte más íntima y bella de las comunidades. Los profetas son celosos guardianes de esta belleza más grande, que sabe convivir con una indigencia que alimenta el deseo y la necesidad de Dios.

Ezequiel es transportado en visión mística al tempo de Jerusalén: «Un espíritu me agarró por la melena, me levantó en vilo y me llevó en éxtasis entre el cielo y la tierra a Jerusalén, junto a la puerta septentrional del atrio interior, donde estaba la estatua de la pasión amorosa» (Ezequiel 8,3). La Biblia conoce este tipo de visiones. También nosotros las conocemos, puesto que alguna vez las hemos gustado. Por ejemplo, en algunas noches luminosas de exilio, cuando regresamos a la casa de la que salimos y volvemos a ver a los padres, a los hermanos o a ella. O cuando nos despertamos de otros sueños y sentimos que no todo lo que hemos visto es viento y vanitas. Las visiones de Ezequiel son distintas, pero no demasiado. Si fueran demasiado diferentes de nuestras pequeñas “visiones”, no serían humanas y deberíamos situar a los profetas entre los querubines, privándonos así de su amistad y fraternidad. Si podemos entender las experiencias de los profetas, incluso las más extraordinarias, es porque siguen siendo hombres como nosotros, aunque sean distintos.

La primera visión de Ezequiel es una divinidad femenina, tal vez la diosa de la fertilidad, Asherah, una divinidad cananea que durante siglos atrajo con fuerza también a Israel. Esta divinidad femenina está presente en muchos cultos antiguos, porque el ser humano siempre ha sentido una fuerte necesidad de reconocer la naturaleza sobrenatural de la fuente de la vida, la fertilidad y la maternidad. Es posible (como parecen sugerir también algunas incisiones encontradas en excavaciones realizadas cerca de Horvat Teiman, al este del Sinaí) que en algunos periodos Asherah fuera venerada en Israel como “esposa de YHWH”. Nada hay más natural que imaginarse a un Dios casado, para sentirlo más cerca de la vida corriente de todos. La afirmación de la fe en YHWH, el Dios distinto y único, es un proceso lento, que comenzó en los cultos naturales y politeístas. Israel también reclamó dioses y diosas de la fertilidad (becerro de oro) y de la maternidad. Después, la tentación de venerar dioses como los de los demás pueblos se hizo especialmente fuerte en tiempos de crisis, lo que hizo que la reacción de los profetas fuera aún más fuerte. Durante la ocupación babilónica, la fascinación del sincretismo religioso fue especialmente poderosa, puesto que la derrota militar se interpretaba como una derrota religiosa. La profecía tuvo que luchar mucho para que YHWH, convertido en un Dios derrotado, no fuera sustituido por dioses vencedores que, entre otras cosas, eran más fácilmente comprensibles para el pueblo.

Resulta impresionante y emocionante esta batalla típica de los profetas que, aun sintiendo la presencia viva de Dios en la naturaleza, impidieron que este se identificara con la tierra y con la carne, conservando así la transcendencia que un día nos permitió intuir la absoluta novedad del misterio de Belén. La encarnación del Verbo de Dios no podía ser narrada por los adoradores de los dioses de la naturaleza, que se parecen demasiado a nuestra carne como para generar una palabra-carne distinta con capacidad para salvarnos.

La visión del templo continúa. El espíritu lleva a Ezequiel a otra estancia donde setenta ancianos adoran a dioses egipcios, diciendo: «El Señor no nos ve, el Señor ha abandonado el país» (8,12). Después ve mujeres llorando al dios “Tamuz”. Esta divinidad babilónica del ciclo de las estaciones era llorada en verano cuando “moría” y celebrada en primavera cuando “resucitaba”. Se trataba de una divinidad muy amada y popular que, con la ocupación babilónica, entró a formar parte del templo de Jerusalén. Finalmente llega a la parte más íntima y sagrada del templo, y ahí ve a veinte hombres reunidos para dar culto al dios Sol, el poderoso dios babilónico. Los celebrantes miran hacia oriente, por donde sale el dios, y de este modo dan la espalda al Arca de YHWH. Este gesto corporal expresa por sí solo la traición a la Alianza, que ya solo recibe los “olores” de los malolientes (8,17).

La imagen de la corrupción religiosa es completa. Entonces Ezequiel ve llegar siete enormes guerreros exterminadores. En el centro, uno de ellos, con vestiduras (lino blanco) e instrumentos propios de un escritor (tintero y tinta), recuerda la figura de Nebo, el escribano del panteón babilónico. Antes de que se desate la ira divina, el escribano marca con una tau la frente de aquellos que se salvarán de la masacre. Son «los que se lamentan afligidos por las abominaciones» (9,3). Los salvados son los que sufren por las infidelidades de los demás. Es la señal de Caín, la misma señal que el ángel exterminador puso en las casas de los hebreos en Egipto durante la noche de la gran Pascua. Cuando la crisis y la corrupción se hacen generalizadas y radicales, cuando el pueblo se ha depravado por completo, aún quedan algunos que en la impotencia pueden al menos sufrir y llorar, y con sus lágrimas nos salvan. Ninguna crisis puede impedirnos llorar y sufrir, y si aún nos quedan lágrimas verdaderas para llorar por la infidelidad de nuestro pueblo, ya nos estamos salvando. En el abandono siempre podemos gritar, y ese grito puede atraer una resurrección. El llanto por la injusticia es el recurso extremo que puede conseguirnos en la noche la señal de la tau, que en hebreo antiguo tenía la forma de una cruz decusada, con los brazos en diagonal, como la cruz de San Andrés.

Ezequiel asiste en visión a la masacre de los guerreros exterminadores. Ve cómo la “gloria” de YHWH abandona el templo (10,18) y después, rostro en tierra, grita: «¡Ay Señor! ¿Vas a exterminar al resto de Israel?» (9,8). El profeta, que ha creído en la teología del resto fiel, teme ahora que esta gran esperanza del resto se extinga. Es la gran prueba del profeta, que se encuentra en medio, entre el cielo y la tierra, y entiende las razones de Dios pero busca desesperadamente una salvación para los hombres. La respuesta de Dios no da esperanzas: «Me respondió: – Grande, muy grande, es el delito de la casa de Israel y de Judá; el país está lleno de crímenes; la ciudad colmada de injusticias … Pues tampoco yo me apiadaré ni perdonaré» (9,9-10). Pero Ezequiel, profeta del exilio, a pesar de este veredicto absoluto, sigue clamando, espera contra toda esperanza, y pide que un resto se salve. Efectivamente, Ezequiel, probablemente en una visión posterior, se encuentra de nuevo en el templo de Jerusalén, durante una reunión de los “jefes del pueblo”. En esta visión recibe la orden de profetizar. Mientras los hombres escuchan sus palabras, un miembro del consejo (Pelatías) cae a tierra muerto. Esta muerte reaviva la plegaria-intercesión de Ezequiel: «Entonces caí rostro en tierra y rompí a gritar, diciendo: – ¡Ay Señor, vas a aniquilar al resto de Israel!» (11,13). Tras la segunda petición, YHWH cambia su respuesta: «Di: Esto dice el Señor: Os reuniré de entre los pueblos y os recogeré de los países en los que estáis dispersos» (11,17).

Esto también forma parte del oficio del profeta: repetir a Dios la misma petición cuando la primera respuesta no salva a nadie. El profeta es el hombre de la segunda plegaria, porque algunas maldades son demasiado grandes como para ser levantadas con una sola imploración. Si un jirón vivo de aquel resto salvado llegó hasta Nazaret y después hasta nosotros, se lo debemos a los muchos profetas que supieron pedir por segunda vez, que reiteraron oraciones imposibles, que hicieron que su Dios “se convirtiera”. La Biblia está llena de estas “miradas segundas”, de salvaciones que llegan después de las palabras que los profetas no deberían haber pronunciado y sin embargo dijeron por nosotros. En las crisis radicales y en las destrucciones totales, nos hemos salvado porque alguien – un padre, un amigo, una esposa – ha sabido repetir una oración por segunda vez, y su fe ha generado un cambio de mirada sobre nosotros. Tal vez no lo supiéramos, tal vez estuviéramos durmiendo o gritando, pero esa segunda plegaria es la que nos ha arrancado de la muerte.

La Biblia no ha querido que ninguna divinidad mediara entre YHWH y los hombres. Su Dios ha querido que las mujeres y los hombres, los profetas, fueran quienes intercedieran por nosotros. Esto también forma parte del gran humanismo de la Biblia. Cuando los cristianos pusieron en sus templos una mujer y una madre, eligieron a un ser humano, a la madre del Verbo-hombre “nacido de mujer”. Ninguna “diosa madre” habría podido dar mayor dignidad espiritual al hombre y a la mujer. La Biblia nos sigue elevando acercándonos a la tierra. A nosotros nos gustaría volar buscando la compañía de los ángeles, pero así perdemos la mirada de los hombres y de las mujeres. Los profetas siguen repitiendo sus plegarias, echados “rostro en tierra”, en el lugar más espiritual que nos ha sido dado bajo el sol.

Publicado en Avvenire el 9.12.2018

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