Sacerdotes de barrios populares – Diálogo cercano con tres referentes del equipo de curas de las villas de la Ciudad de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires.
El padre Tano, también llamado Nicolás Angelotti, está actualmente en la Parroquia San José, que acompaña los barrios de Puerta de Hierro, 17 de Marzo, 17 de Marzo bis, San Petersburgo y los complejos de Ciudad Evita. Todos en el Gran Buenos Aires. Tiene 36 años y a los 17 ya iba como misionero a las villas, un modo de vida que luego elegiría para siempre.
–¿De dónde vino tu vocación por los barrios marginales?
–El encuentro con el testimonio de Carlos Mugica me permitió ver el modelo sacerdotal idealizado, y luego, cuando conocí al padre Pepe Di Paola reconocí ese modelo concreto, de carne y hueso. Lo acompañaba en las misas, sosteníamos los comedores. Además sumaría al padre Gustavo Carrara. El seminario y los cinco primeros años de ministerio te marcan mucho, te cortan con una tijera.
–¿Y qué cortes de tijera tiene que tener un cura para vivir en una villa?
–La decisión de vivir en la villa es lo más importante. Significa poner toda la carne al asador, compartir la misma suerte, vincularse con la gente del barrio no desde la caridad sino desde la hermandad, la amistad, la familia, compartir la misma mesa. Eso es muy importante porque uno no viene a ayudar, sino a tomar el lugar que generosamente la comunidad te hace. La gente del barrio recibe con mucho cariño y fe a los curas que vamos a vivir ahí, y te dan un lugar muy sagrado porque te cuentan sus dramas, dolores, sueños, alegrías. Participás en el bautismo, el cumpleaños y el entierro. Te confían lo más sagrado e importante que tienen. Así fueron los orígenes de los curas de las villas y no tenemos que perderlo nunca. Desde ese lugar de padre de un barrio y sacerdote, uno trata de transformar la realidad a partir del Evangelio, el trabajo, la justicia social, abriendo oportunidades concretas como un jardín, un club o un centro de salud.
–¿Es muy exigente llevar sobre tus espaldas esa vida comunitaria?
–No lo vivo como una exigencia sino como un privilegio. Nosotros no somos superhéroes sino que somos felices viviendo donde vivimos y haciendo lo que hacemos. Quizá lo mediático nos ubica por encima de un párroco común, pero lo cierto es que lo más importante en el barrio, su riqueza, es el valor que tiene la comunidad. En pandemia se organizó en comedores, en hogares de abuelos o de pibes de la calle, cuidó a los enfermos de covid. También fundó escuelas y clubes. Todo eso es gracias a la comunidad y no a un cura. El cura anima, conduce, inspira, escucha, intuye, pero el valor comunitario es muy importante. Desde ese vecino que le da una mano a otro para construir una habitación y evitarle el gasto de mano de obra que no podría pagar, hasta recibir un abuelo enfermo y meterlo en la propia casa o sentar en la mesa a un desconocido a comer. La cultura popular tiene una rapidez de solidaridad y compromiso que cuando se organiza, rinde muchísimo.
–Creo que lo que llama la atención es que ustedes, sin haber nacido en la villa, toman la decisión tan contundente de irse a vivir ahí.
–Lo vivo como un llamado de Dios. Para mí Dios llama y grita detrás del calvario del dolor, y se revela cuando vas hermanando en el camino, siendo amigo y compañero. Y creo que si preguntás a la mayoría de los curas que viven en las villas, todos te diríamos lo mismo: la villa nos salvó.
–¿De qué?
–Nos salvó de vivir en la frivolidad, de no gastar bien la vida, del individualismo, de tentaciones que en otros lugares tenés más a mano. La villa tiene un marco de humanidad y de olor a Evangelio que al cura lo cuida y lo fortalece mucho, y hace que profundice las opciones más radicales que tuvo en su vida. Hoy no me imaginaría viviendo en otro lugar que no fuera la villa.
–En los momentos en que el agotamiento es grande, ¿cómo se lo enfrenta?
–Como lo hace la mayoría de las personas con las cuales vivimos. A los vecinos y las vecinas les pasa exactamente lo mismo, tienen dramas y presiones que los superan permanentemente. Y lo viven con fe y con garra. En estos barrios, los pobres saben poner a Dios primero. Y lo que no se puede por otros carriles, se puede por la fe. Te da la fuerza para sostenerte, seguir luchando, no bajar los brazos, levantarte, y nosotros aprendemos. Los pobres son una escuela del Evangelio.
–¿Cómo es el proceso de insertarse dentro de una comunidad nueva y comenzar a vivir como un vecino más?
–A los curas nos hace mucho bien volver a empezar y profundizar en nuestra opción. Eso a veces significa dejar el lugar donde estuvimos e ir por más. Hay un llamado permanente a una mayor entrega, amor, confianza, y mi experiencia es que Dios siempre redobla la apuesta, que cada vez uno vive cosas más lindas y que la gente es inmensamente buena. Yo no dejo de sorprenderme por su capacidad de transformar la realidad que vive. Frente a la injusticia, lucha, trabaja y concreta cosas grandes para la estructura de un barrio. Creo que no tomamos conciencia de la importancia que tiene la comunidad en su capacidad de organizar un barrio con criterios hermanos, en donde nadie se queda afuera ni sobra.
–¿Creés que ese sentimiento de hermandad y organización comunitaria es uno de los aportes que le pueden hacer las villas al resto de la ciudad?
–Sí. Los pobres, por haber padecido injusticias y falta de oportunidades, sintonizan, intuyen, respetan y se conmueven profundamente frente al dolor del otro. De un modo muy particular tienen una sintonía muy compasiva y tierna. Muy decidida, digna y justa. La idea de que “nadie se salva solo” se vive desde muy chico, porque uno precisa permanentemente del otro en un contexto de necesidad y dolor. Es ahí cuando se ve la riqueza que tenemos cuando somos pueblo, cuando no nos cerramos. Por eso creo que la cultura popular es como una reserva de humanidad en ciertos valores.
El padre Pepe Di Paola es un referente de la vocación a la vida en barrios populares. Es coordinador del Equipo de Sacerdotes de Villas de la Ciudad de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires. Su camino como cura villero comienza en el año 1996, en Ciudad Oculta, en las afueras de la Capital Federal, pero su vocación por los más humildes comenzó a forjarse de pequeño. La opción por los más pobres se fortaleció con el tiempo, y a sus 59 años rescata lo maravilloso que es vivir en los barrios populares.
–La elección que hacen ustedes debe sentirse de manera muy genuina.
–Hoy los curas que van a las villas tienen que sentirse curas villeros, y no curas que pasan por la villa, en búsqueda de otro camino o destino. Te tenés que meter en la cultura y en la vida real de la gente de los barrios.
–Un cura como vos, con tantos años viviendo de esta manera, ¿podría ser trasladado a un lugar que no fuese una villa?
–La necesidad hoy es muy grande en las villas. Faltan curas. En general, nuestro camino pasa por los barrios populares. Es tanta la tarea del párroco, que la mayoría de nuestro trabajo pasa por estar todo el día en contacto fluido con la comunidad. Un sacerdote hoy no tiene los mismos desafíos que tenía Carlos Mugica hace 50 años. Todos los trabajos de prevención, en los clubes, colegios, hogares de recuperación, son cosas que antes escapaban a la tarea del cura villero, y hoy en día forman parte. Es importante que cuando nosotros nos dedicamos o enfocamos en algo, podamos seguirlo de manera continuada, porque esa es la mejor forma de servir a la Iglesia. Si no, picoteando de todos lados, terminás sin dar respuestas ni en un lugar ni en otro.
–Así como el barrio se apoya y descansa en vos, ¿vos en quién descansás?
–Nosotros tenemos, por un lado, un fuerte sentido de la oración. Es decir, el encuentro con Dios cuando cerrás la puerta y termina el día. También está el equipo de curas villeros. Es un grupo fortalecido y siempre alguien te va a dar la posibilidad de charlar, desahogarte, o de contar las fortalezas y alegrías, que también sirven para que otro las pueda replicar. Es un grupo muy creativo y eso es una bendición de Dios.
–¿Qué rol ocupa el cura en la vida de la villa?
–Son muchos los roles. Creo que el hecho de estar dentro de la villa genera, primero, que la gente te sienta parte del lugar. Además, las propuestas de prevención y recuperación que se llevan adelante hacen que la iglesia sea un punto de referencia muy importante. Tendemos a buscar puentes, buscar la unidad de la familia, superar las violencias, generar posibilidades de prevención, levantar al caído. En un día pasan mil cosas diferentes, cosas que no suelen pasar en otras parroquias. En la villa, la Iglesia es central en la vida de una persona.
–¿Cómo es el proceso de insertarse en la comunidad y lograr ser un vecino más?
–Ese es un camino largo, y depende de las complejidades que existan. En la Villa 21 de Buenos Aires, por ejemplo, la mayoría de la población es paraguaya, que suele ser más devota y hay una recepción rápida y cálida. Pero hay otros barrios en los que debemos ir más despacio y saber esperar, ya que son lugares en donde quizá nunca hubo un sacerdote, donde ya pasaron muchas iglesias evangélicas, donde hubo poca presencia de la Iglesia católica. En esos casos hay queir construyendo de a poco, ganándose la credibilidad de la gente católica.
–¿Estas complejidades y este camino largo implican un volver a empezar constante?
–Exacto. Y además significa ser consciente de que hay cosas que en una población se pueden hacer con mayor o menor rapidez, pero se hacen. No hay que quedarse en la tónica de que “acá no se puede”. Sí se puede, en la medida en que uno tenga paciencia y lo vaya haciendo despacio.
–¿A los 59 años, qué te sigue motivando para estar en una villa?
–Es un modo muy particular de vivir el sacerdocio. Desde los comienzos con Carlos Mugica hemos ido construyendo una identidad con los desafíos que proponía cada tiempo. Por ahora trabajar y vivir en las villas es la identidad que nos marca. Dios dirá hasta cuándo, pero mientras tanto, es muy maravilloso.
Para el padre Charly Oliveros, la opción por los pobres llegó al mismo tiempo que su vocación al sacerdocio. Tanto es así, que a mitad del seminario se fue a vivir a la villa. De sus 45 años, 16 estuvo en barrios marginales. Hoy se encuentra en la Parroquia San Roque González, en Villa Palito, ubicada en el Gran Buenos Aires.
–¿Qué aporte le ha hecho la vida en la villa a tu propia vida?
–Todo. Me formó, me ubicó. Estoy muy agradecido. Me dio un modo de mirar las cosas, me conectó con los más pobres, con los problemas reales. La lucha de ellos es todo el tiempo entre la vida y la muerte, comer y no comer, salud o no salud, y siempre está el vínculo frente a todo. Todo está leído desde una clave de relación con Dios que se expresa de mil maneras. Eso hace que uno no se vincule solamente con la sed de Dios o el acceso a los sacramentos, sino también con el problema del trabajo, de la salud o de la familia. Una rebeldía en otros ámbitos de la sociedad es una simple rebeldía. En una villa, por una rebeldía terminás en la cárcel. Entonces en la villa te vinculás con esas cosas. Hay algo de la unidad de la vida, de la comprensión de un sacerdocio que mira y acompaña todas las dimensiones del ser humano que te lo enseña el contacto con los pobres.
–En ese trato cotidiano, de problemas concretos y reales, ¿qué aporte creés que estás haciendo como cura en Villa Palito?
–Llegué hace poco, después de la muerte por covid del padre Bachi, un hombre extraordinario que estuvo 23 años y que, entre otras cosas, impulsó la urbanización del barrio. El barrio lo amaba, lo abrazaba. Así que yo llego a cuidar un poco a su familia y su comunidad, que atraviesa un proceso de duelo difícil, que además no pudo hacerse por completo debido a las restricciones por la pandemia. En ese contexto vengo para, de alguna manera, ungir esas heridas, acompañar a la comunidad, retomar lo que ya existía para que la gente no se caiga. Lo hago desde la amistad que tenía con Bachi, a quien yo quería mucho, y lo hago también desde la conciencia eclesial de que nosotros nos vamos sucediendo.
–¿Cómo fue ese recibimiento de una comunidad que estaba haciendo el duelo?
–La comunidad es muy cariñosa. Con la muerte de Bachi le pasa lo que le sucede a una familia cuando se muere el padre. Parte del servicio que uno ofrece significa ejercer una cierta autoridad, para así lograr la unidad. La autoridad es un servicio para la unidad. Y, obviamente, tiene que ser escuchando y estando atento a los últimos. Eso es necesario, porque sino la comunidad se desgrana.
–La comunidad se apoya en vos, ¿vos en quién te apoyás?
–En lo cotidiano, lo hago lisa y llanamente en Dios y la Virgen. Y en Bachi. También hay otros curas de las villas cerca, y después otras amistades que van más allá del sacerdocio. Uno se repone y rearma en la amistad también.
–¿La fe que se vive en la villa es muy terrenal y concreta?
–El principio de la encarnación es que Dios se hizo hombre en la Tierra. No concibo la fe de otra manera. Más bien me parece que cuanta menos conexión con los problemas reales de los hombres se tiene, menos real es la fe.
–¿Por qué tomás la decisión de ir a vivir a la villa?
–La opción por los más pobres a mí me llegó en el mismo momento de la vocación. Para mí venían juntas. Estaba en la mitad del seminario cuando me fui a vivir a la villa. No aguantaba mucho el encierro. Me sentía asfixiado en un mundo de palabras y la villa me salvó. No sé en qué medida uno puede acompañar procesos de otra escala si no tiene una conexión con la gente en la cotidianeidad, con sus problemas, su mirada, su espiritualidad. Pienso que eso no lo podría haber hecho sin vivir en la villa.
Que nota tan completa, profunda y a corazón abierto! Felicitaciones a Manuel Nacinovich por tan buenas y precisas preguntas!!