La imagen del papá ahogado con su hijita es tan dolorosa, como la poca comprensión del problema de los migrantes ilegales por las autoridades.
La imagen del salvadoreño Oscar Martínez, muerto ahogado junto con su hija Valeria, de casi dos años, cuando intentaba cruzar a nado el río Bravo para ingresar a los Estados Unidos, resume de alguna manera el drama de cientos de miles de centroamericanos que buscan desesperadamente huir del hambre y la violencia.
La respuesta, hasta ahora, por parte del presidente Donald Trump y de los presidentes de México, Guatemala y Honduras se ha centrado en la militarización de las fronteras para frenar la migración masiva, sin medidas eficaces para cambiar las causas de este éxodo. Las autoridades estadounidenses detuvieron en la frontera a más de 130.000 personas en mayo. En junio fueron unas 100.000. Del lado mexicano, fueron devueltas a su país de origen unas 45.000 personas. A esta cifra hay que agregar la de los migrantes frenados en sus países desde que también Honduras ha militarizado su frontera norte.
Una mitad de los migrantes que llegan a la frontera con Estados Unidos provienen de Guatemala (31.000 personas repatriadas a la fuerza entre enero y abril), Honduras y El Salvador. Los tres países centroamericanos con conforman el triángulo conocido como el más violento del mundo, con una elevada tasa de homicidios, azotado por bandas criminales que imponen en el territorio su ley (más bien el caos). Cualquiera que haya viajado a Guatemala, por ejemplo, sabe que es aconsejable no salir de casa a partir de las 18,00 horas, una suerte de toque de queda no oficial generado por la situación de inseguridad. Esta mezcla de factores empuja, literalmente, a cientos de miles de personas a buscar fuera de su país el sueño de una vida mejor.
Sin intervenciones para generar una mejor calidad de vida, es bastante improbable que se pueda reducir o limitar lo más posible las migraciones. Estados Unidos se ha mostrado poco proactivo en cooperar con los países centroamericanos promoviendo oportunidades de desarrollo. El hecho de que su presidente prefiera gastar 11.000 millones de dólares en levantar un muro, además de lo invertido para militarizar la frontera, dice mucho de las preferencias en el uso de los recursos. Por otro lado, ni el presidente de Guatemala, enredado en casos de corrupción, ni el de Honduras ha dado muestras de querer enfrentar seriamente la emergencia humanitaria que golpea duramente sus países. Del presidente de El Salvador, en funciones desde el 1 de junio, directamente se desconoce qué pretende hacer al respecto. Para evitar las rabietas del inquilino de la Casa Blanca, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, aceptó enviar efectivos en sus fronteras con Estados Unidos y con Guatemala. Su plan de desarrollo local para evitar la migración, que insume más de 10.000 millones de dólares, ha sido recibido con poco entusiasmo.
Sin embargo, el problema es grave. Estamos ante una emergencia humanitaria. Si del lado sur de la frontera estadounidense se mueren ahogados en el río Bravo o deshidratados en el desierto, del lado norte las condiciones indignas en las que viven los menores en los centros han provocado la renuncia del jefe interino del departamento. Los niños estaban en un estado lamentable, sucios, los más grandecitos cuidando de los pequeños, y en un estado grave de hacinamiento.
Entre las dos fronteras se reiteran las historias de violencia y de miseria. No hay otra salida que la declaración de un estado de emergencia y la búsqueda de respuestas en cooperación entre los países interesados. Seguir militarizando las fronteras es tratar de tapar el Sol con un dedo.