No es cierto que nadie haya salido ganador del plebiscito en Chile. Casi el 80% determinó que se deberá cambiar algo que se pretendía que fuera inmutable. Una abrumadora mayoría dijo que este sistema, tal como está, no funciona. Y su postura ganó.
El resultado del plebiscito que este domingo ha habilitado el proceso que llevará a una nueva Constitución para Chile cancelará un vicio de legitimidad que ninguna de las múltiples reformas de la actual carta magna había podido sanar. Ese texto fue redactado por una comisión ad hoc instituida durante la sangrienta dictadura chilena e impuesto en 1980 sin ningún mecanismo democrático.
Pero no se trata del único vicio insanable. Sus otros principales objetivos fueron el de instalar en el espíritu de las leyes fundamentales del país un modelo de orden social y económico que, en su sustancia, no ha sido cambiado desde entonces y que ha sido reconocido como “injusto” y “abusivo”. Si bien en su artículo primero, la Constitución asigna al Estado la tarea de perseguir el bien común, reconoce la dignidad de la persona y la familia como núcleo primario de la sociedad, se proclama la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos y el rol de las sociedades intermedias, la interpretación de esos principios que hizo la comisión redactora ha sido tan reductiva que en varios casos se han transformado en una declaración formal que permite lo contrario de aquello que pretende tutelar.
Es precisamente a partir de esta lectura, que el principio de subsidiaridad que se pretendía aplicar en ella, ha sido concebido como el retiro del Estado de muchas áreas dejadas en manos del mercado. Pero mientras que la subsidiariedad bien entendida supone que si los privados a los cuales se les encomienda la gestión de bienes o intereses generales no cumplen satisfactoriamente con ese cometido, el Estado interviene para garantizarlos, la actual carta magna solo entiende que la esfera pública se retira de todo lo que es el mercado, sea cual fuere el manejo. Las pensiones indignas y el agua son ejemplos típicos del profundo descontento por cómo estos bienes públicos han sido dejados al albedrío del mercado, sin que el Estado entienda que debe corregir distorsiones.
Un segundo objetivo del texto era asegurar que el mismo no fuera modificado, por lo que además de no incluir un mecanismo para redactar una nueva constitución, se determinaron quorum muy elevados para modificarla, incluyendo además 14 leyes orgánicas que van del funcionamiento del Banco Central a la ley que regula el arma de Carabineros o al sistema electoral. De este modo, para modificar el sistema implantado era necesario el voto de la derecha, que en cambio ha sido defensora de este status quo.
Se entiende, por tanto, la razón por la que, poco después del comienzo de las protestas sociales, el reclamo por una nueva constitución se ha instalado con fuerza, al punto tal de imponerse sobre la voluntad del gobierno.
En estos días se comentó que el plebiscito de este domingo no dejaría vencedores ni vencidos, porque todo el país ganaría con ese acto de democracia directa. Eso es en parte cierto, pero en parte no. La primera reacción de la derecha que conforma el actual gobierno fue responder negativamente al reclamo por una nueva constitución. “El tema no está en agenda”, dijo el presidente Piñera. Sin embargo, ante la insistencia de la ciudadanía, más tarde el mandatario quiso bajarle el perfil, aceptando reformar pero tramitadas por el Congreso. El argumento fue que es ese el ámbito natural de un proceso de ese tipo. Lo cual no deja de ser una visión limitada del rol de la sociedad civil y de la ciudadanía. La derecha chilena no suele ver a la sociedad civil como un actor político portador del sentir de porciones de ciudadanía, convencida de que la política es un asunto de los partidos, del Congreso y de ciertas elites. Basta ver, como muestra, la gran dificultad que ha tenido el Ejecutivo para oír voces como la del Colegio Médico, centros de investigación, intelectuales que han discrepado con los criterios con los cuales se ha afrontado la pandemia de Covid19, corregidos siempre ante el error y no ante voces que aconsejaban otra estrategia.
Recién, ante el clamor de la calle y para pacificar ánimos, se llegó al acuerdo transversal del pasado 15 de noviembre, cuando se determinó aceptar las tres instancias del proceso constitucional: plebiscito de comienzo, elección del organismo constituyente, plebiscito final para aprobar o no lo redactado.
Más allá de las declaraciones de forma, el Ejecutivo no ha visto con entusiasmo la instancia constitucional. Incluso ante divisiones internas en la propia derecha, pues ha habido sectores que han votado a favor, bien 7 ministros se han declarado en contra de la nueva constitución. Y su escasa convicción de los cuestionamientos al “modelo” impuesto por la actual ley fundamental está a la vista también por los escasos esfuerzos por modificar aquellos aspectos objeto de reclamo por parte de la ciudadanía, en modo particular la desigualdad.
A título de ejemplo, Chile posee un nivel de desigualdad de ingresos per capita que es similar a la del Reino Unido o Alemania. Sin embargo, mientras que en los dos países europeos el indicador de desigualdad baja drásticamente una vez pagados los impuestos, por el contrario en Chile ese indicador se dispara. Significa que los impuestos en lugar de achicar las diferencias redistribuyendo, las incrementan. De hecho, los grandes grupos industriales pagan sobre sus utilidades, que suman cientos de millones de dólares, la mitad de los impuestos que paga una pyme de barrio que junta al año pocos miles de dólares de utilidades. A lo largo de un año de dura protesta social, el gobierno no ha encarado cambio alguno en este sistema tan desigual, aunque haya llegado a hablar de incrementar el IVA.
Hay, por tanto, vencedores de este plebiscito: ese 78% de los votantes que cree que este sistema tal como está debe ser cambiado. Y ha demostrado que este convencimiento está mucho más instalado del relato de “modelo exitoso” o de “oasis” que se ha pretendido defender contra toda evidencia. Lo han hecho limpia y democráticamente, con la persuasión y sin recurrir a campañas de fake news. No es poco.