Una tierra sin mal

Una tierra sin mal

Diario de viaje.

Estoy de paso por la antigua ciudad de Cajamarca (a 2.700 metros sobre el nivel del mar), 860 km al noreste de Lima, capital del Perú. Este lugar conserva la memoria de uno de los eventos más dolorosos de la historia de este país tan multiforme: aquí asesinaron a Atahualpa, el último rey Inca, por orden  del conquistador Fancisco Pizarro. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo (1535) cuenta que en la noche del 16 de noviembre de1532, los españoles quedaron admirados por la majestuosa personalidad del Inca prisionero, “hombre de alrededor de 30 años, de buena presencia y amable disposición”, que “hablaba de manera solemne, como un gran señor”.

A la sangre de aquella herida, siempre abierta, se agregó la que llegó de Europa en el tiempo de la colonia y, en tiempos más recientes, la que provino de la inmigración del Novecientos, en especial desde Asia, y la actual de Venezuela. Hoy el Perú se presenta como un país multicultural, rico de una variedad étnica y de culturas ancestrales y nuevas.

Pero Cajamarca es sólo el punto de partida hacia donde me estoy dirigiendo: Bolívar, un pueblito de 2.500 habitantes enclavado en los Andes Orientales, a 3.100 metros de altura. Nos separan menos de 200 km en línea recta, sin embargo el auto que nos lleva empleará 8 horas para llegar, recorriendo rutas en parte asfaltadas y en parte no, en medio de curvas, subidas, bajadas y precipicios impresionantes, siempre rodeados por las majestuosas montañas andinas.

La acogida en Bolívar es tan alegre y cálida que nos hace olvidar el cansancio del viaje. Especialmente los niños de la “Escuela San Francisco” nos expresan su felicidad a través de una danza con los típicos atuendos quechuas y las notas del “Cóndor pasa”, ejecutadas por la orquesta de la escuela. Este centro educativo, perteneciente a la parroquia San Salvador, parece una flor en el desierto: es una costrucción reciente, armoniosa y esencial, con 11 aulas capaces de acoger a los actuales 140 alumnos de primaria y secundaria. Los estudiantes reciben gratuitamente el material didáctico y la asistencia nutricional; además, la escuela se ocupa de la formación y actualización de los12 docentes. “Pero el proyecto que llevamos adelante con el AMU (Acción por un Mundo Unido, del Movimiento de los Focolares, ndr) –nos cuenta el párroco, padre Emeterio Castañeda–, prevé una capacidad hasta de 220 estudiantes, con el laboratorio de informática ya en funcionamiento (el único en el  territorio, en donde los jóvenes pueden aprender a utilizar los modernos sistemas de comunicación) y la próxima construcción del alojamiento para los chicos y chicas que viven en los pequeños pueblos esparcidos en la región, algunos de ellos muy distantes. Sin medios públicos, tienen que caminar muchas horas para llegar y otras tantas para regresar a sus precarias moradas”. Todo se lleva adelante en colaboración con los partner locales, la diócesis de Huamachucoy la parroquia de San Salvador, de Bolívar. El instituto escolástico, por lo tanto, cumple una función subsididaria al Estado que posee una escuela pública en Bolívar, pero reconoce la importancia de la escuela San Francisco garantizando los sueldos de los profesores. “La nuestra es una ‘escuela de los pobres’ –dice Carlos Miranda, docente de informática– para los que no encuentran lugar en la pública, y espero que permanezca así como misión específica de la Iglesia”. Norma Sánchez Zelada es la primera y única directora, mujer y laica, de todas las escuelas ligadas a la diócesis: “Nací en Bolívar y frecuenté la escuela pública. Cuando el padre Emeterio me pidió que dirigiera esta escuela no me sentía preparada pero con su apoyo acepté”. Norma me cuenta que, como cuerpo docente, se reúnen cada semana “para confrontarnos sobre los temas que hacen a nuestro trabajo como educadores, para tener una visión común e ir adelante juntos dispuestos a pedir disculpas cuando nos equivocamos, no sólo entre nosotros, sino también a los alumnos, si es necesario”. Rosman Escobedo Ruiz, profesor de comunicación, agrega: “Tratamos de ser coherentes entre lo que decimos y hacemos, porque a los chicos no podemos engañarlos”. El párroco nos muestra un “botiquín”, un pequeño local donde se ofrecen los medicamentos de primera necesidad a precios accesibles a la gente del lugar. “A veces, a causa de las enormes distancias y de los varios intermediarios, los productos terminan costando 3 ó 4 veces el precio de mercado. Nosotros logramos vender los remedios al mismo precio de Cajamarca, con un mínimo porcentaje agregado necesario para pagar al empleado; el resto es completamente reinvertido para adquirir nuevos medicamentos”. Hoy los “botiquines” son unos treinta, esparcidos en el vasto territorio. “El proyecto es más ambicioso –concluye el párroco–, porque prevé la construcción de un  poliambulatorio”. El optimismo que transmite el padre Emeterio contrasta con las numerosas grietas abiertas por el reciente terremoto (7.5 grados) en la estructura de la antigua Iglesia franciscana y en las precarias habitaciones del poblado. La escuela, en cambio, no sufrió daños porque ya ha sido construida  con material antisísmico.

De noche contemplo las inmensas montañas a la luz de la luna y reflexiono sobre lo que hemos vivido en estos días a 3.200 metros, donde la tierra y la gente parecen exentos del mal. Me viene a la mente “La tierra sin mal”, el ‘más allá’ de la mitología del no tan lejano pueblo guaraní.

En este tiempo en el cual en Perú (pero no sólo aquí) se está juzgando por corrupción a muchos políticos y funcionarios públicos (entre los que se cuentan los cinco últimos presidentes del país), nace la esperanza de que estas tierras exentas de los males que agobian a las sociedades que llamamos “desarrolladas”, tierras que protegen una semilla aún sana, puedan ser las que aseguren el renacer de ciudades y pueblos solidarios, abiertos a la fraternidad.

  1. Muy buena nota, Gustavo. Conocimos a Emeterio y nos alegramos.

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