El 7 de diciembre de 1943 en Trento (Italia) Chiara Lubich pronunciaba su sí a Dios. Un sí que sigue multiplicándose, generando una familia numerosa, la del Movimiento de los Focolares, compuesta por personas de diferentes continentes, edades, culturas y vocaciones.
No fue un voto, fue un “vuelo”. Un vuelo tan audaz como el de Charles Lindbergh cuando, por primera vez, sobrevoló sin escala el Atlántico. “¿Has encontrado tu vocación?”, le había preguntado el sacerdote al verla regresar radiante del santuario de Loreto que custodia la casa de Nazaret. “Sí”, respondió ella con sencillez. “¿Te casarás?”. “No”. “¿Entrarás en un convento?”. “No”. “¿Permanecerás virgen en el mundo?”. “No”. El sacerdote desorientado no tenía otras alternativas que proponerle. ¿Y entonces? Era un cuarto camino el que Chiara Lubich vislumbraba ante sí. ¿Cual? Ni siquiera ella lo sabía bien, era un camino nuevo, que había que recorrer, con audacia y con valentía.
Pasan pocos años. Escucha una voz en su interior que le pide: “Entrégate totalmente a mí”. ¿Cómo? ¿Dónde? No importa, solo tiene que responder a esa voz. La sola idea de entregarse por completo a Dios la llena de alegría. “Si sigues este camino, no tendrás una familia propia”, le insinúa el sacerdote, “no tendrás hijos, te quedarás sola en la vida…”. ¿Sola? Mientras haya un sagrario en la tierra –se dice Chiara–, nunca estaré sola. ¿Acaso Jesús no prometió cien madres, cien hermanos y hermanas, cien hijos a quienes lo abandonan todo para seguirle? Pero en aquel momento Chiara no piensa ni en lo que dejaría ni en lo que recibiría a cambio. Solo sabe que quiere desposar a Dios. ¡Nada menos!
El sacerdote comprende que, esta chica de solo 23 años, podría alzar un vuelo tan audaz: está realmente decidida, sabe lo que quiere. Le da cita en la capilla de la colegiata. Pero le recomienda, “pasa la noche en oración”, casi como un soldado en vela, como se solía hacer entonces. En su pequeña estancia, Chiara toma el crucifijo de su familia, lo besa y comienza a hablarle. Poco después su aliento se condensa sobre la imagen de Jesús y ella se queda dormida…
Por la mañana muy temprano se pone el vestido más bonito. Las pobres –Chiara también lo era– suelen reservar un vestido para la fiesta. Fuera hay tormenta, como si alguien quisiera retenerla de dar un paso tan temerario. Afronta con decisión el viento y la lluvia. En la capilla, de nuevo la envuelve el silencio. La misa, la comunión, su sí íntegro, total, para siempre. Solo una lágrima, porque es consciente de que tras ella se derrumba un puente, nunca más podría volver atrás. Pero tiene por delante toda su vida. Ha desposado a Dios y puede esperarlo todo de Él. Era el 7 de diciembre de 1943.
Han pasado 80 años. Chiara Lubich no se ha quedado sola. El Esposo la ha hecho viajar con Él, abriéndole de par en par el Paraíso y haciéndola partícipe de sus bellezas, como ella misma exclamará más tarde: «¡Esposo mío dulcísimo, es demasiado hermoso el Cielo y Tú, como un divino Amante, después de las Místicas Nupcias…, me muestras tus posesiones que son mías! (…) Dios mío, pero ¿por qué? ¿Por qué me has dado tanto? ¿Por qué tanta Luz y tanto Amor?». Chiara no se ha quedado sola. A su alrededor ha nacido una familia numerosa, compuesta por hombres y mujeres de todos los continentes, de todas las vocaciones, de muchas culturas y religiones. Un sí fecundo el suyo, porque Dios nunca se deja vencer en generosidad.
Después de 80 años, aquel “sí” se ha multiplicado y aún resuena hoy de mil maneras. Las tormentas arrecian, el futuro parece incierto, el “vuelo” puede parecerse a un salto en la oscuridad, el miedo paraliza… Sin embargo, esa voz sigue resonando en muchos, a veces apenas un susurro, otras con fuerza: “Entrégate toda a mí, entrégate todo a mí…”. ¿Cómo? Cada uno lo descubre lentamente, pero cada llamada reclama enseguida un sí generoso. Puede ser un sí titubeante y tímido o decidido, un sí pequeño, pequeño, o grande, grande… Basta que sea un sí, sincero, auténtico.
Así Dios sigue haciéndose presente en el mundo y construyendo su historia que florecerá en el Reino de los cielos.
Padre Fabio Ciardi, OMI