Una chica verdaderamente feliz

Una chica verdaderamente feliz

El itinerario inicial de Chiara Lubich que, enamorada de la Luz, dejó todo para dar su vida a Dios.

El 22 de enero de 1920, hace exactamente 100 años, hubo alegría en la casa de los Lubich, en Trento, ciudad que hacía poco menos de un año se había incorporado definitivamente a Italia. Luigi y Luigia estaban felices por el nacimiento de su hija, a la que llamarían Silvia. Gino, el primogénito, tenía dos años. Más tarde completarían la familia Liliana y Carla.

El padre era un comerciante de vinos, ex tipógrafo antifascista y socialista, en su tiempo colega del Benito socialista y después irreducible adversario político del Mussolini fascista. La madre estaba animada por una fuerte fe católica tradicional. Gino, el hermano mayor, después de interrumpir sus estudios de medicina participa en la aventura de la guerrilla antifascista –en las célebres Brigadas Garibaldi–, para dedicarse luego al periodismo, escribiendo en el órgano del partido comunista, el diario L’Unitá. Una familia en la cual el diálogo se practicaba cotidianamente.

A los 18 años, Silvia se gradúa con las máximas notas como maestra. Hubiera deseado seguir estudiando, y por eso intenta ser admitida en la Universidad Católica. Pero queda número treinta y cuatro sobre treinta y tres becas disponibles. Y como la familia Lubich no dispone de dinero para sostener estudios pagos en otra ciudad, Silvia se ve obligada a trabajar.

El punto de partida decisivo de su experiencia humano-divina se revelará en 1939, durante un viaje: “Me invitaron a un congreso de estudiantes católicas en Loreto –escribió más adelante–, donde, según la tradición, se encuentra dentro de una gran iglesia-fortaleza, la casita de la Sagrada familia de Nazareth… Sigo el curso con todas las demás; pero apenas puedo, corro hasta allí. Me arrodillo junto a las paredes ennegrecidas por las lámparas. Algo nuevo y divino me envuelve, casi me aplasta. Contemplo con el pensamiento la vida virginal de los tres: ‘Entonces, María habrá vivido aquí –pienso–. José habrá atravesado la habitación de aquí hasta allí. Jesús niño, en medio de ellos, habrá conocido durante años este lugar. Las paredes se habrán hecho eco de su vocecita infantil…’. Cada pensamiento pesa en mis espaldas, me aprieta el corazón, las lágrimas caen ininterrumpidas. En cada intervalo del curso, corro siempre hasta allí. El último día, en la iglesia llena de jóvenes, se forja en mi mente un pensamiento claro, que jamás se borrará: ‘te seguirá una legión de vírgenes’”.

Cuando regresa a Trento, Chiara se encuentra con su alumnado y con el párroco, que tanto la había seguido en esos meses. Éste, apenas la ve radiante, una chica verdaderamente feliz, le pregunta si encontró su camino. La respuesta de Chiara es aparentemente (para él) decepcionante, porque la joven sabe decir solo cuáles son las vocaciones que no reconoce como “suyas”, es decir, las tradicionales. Ni convento, ni matrimonio, ni consagración en el mundo. Nada más.

Entre 1939 y 1943, Silvia sigue estudiando, trabajando y comprometiéndose al servicio de la Iglesia. Al hacerse terciaria franciscana, asume el nombre de Chiara en honor a la santa de Asís.

Un día de mucho frío se ofrece para ir a comprar la leche en lugar de sus hermanitas. Tiene 23 años cumplidos. A un par de kilómetros de su casa, en la localidad conocida como Virgen Blanca, advierte, precisamente debajo de un puente del ferrocarril, que Dios la llama: “Date toda a mí”. Chiara no pierde tiempo, y en una carta a un sacerdote capuchino, el padre Casimiro Bonetti, pide permiso para cumplir un acto de donación a Dios. Lo obtiene después de un coloquio profundo. Y el 7 de diciembre de 1943, a las 6 de la mañana, Chiara se consagra a Dios. Ese día –dijo más tarde– no tenía en el corazón ninguna intención de fundar nada. “Elegía a Dios para toda la vida”. Y eso era todo.

Chiara misma cuenta que mientras iba hacia la capilla llovía con mucho viento, de tal modo que tenía que abrirse camino empujando el paraguas. Y en el momento de pronunciar la fórmula de consagración le pareció advertir que un puente se derrumbara detrás de sí, indicando que ya no podría volver atrás.

Ciertamente, en ese momento, no podía imaginar –ni tampoco habría sido oportuno ya que le hubiese quitado la belleza y la alegría inmensas de la intimidad con Dios– los puentes que estaría llamada a levantar durante su fecunda vida. Baste nombrar algunos: los focolares, esas comunidades conformadas por vírgenes y casados que son fuente de la presencia de Jesús en el mundo; las ciudadelas Mariápolis, como faros donde la ley fundamental es el “mandamiento nuevo” de Jesús; la Economía de Comunión; el Movimiento Políticos por la Unidad; los diálogos intereclesial, ecuménico, interreligioso, con personas que no tienen una fe religiosa, con la cultura; nuestra revista Ciudad Nueva y sus ediciones hermanas esparcidas por todo el mundo que intentan transmitir la cultura que nace del Carisma de la Unidad, del cual Chiara fue depositaria primordial.

A lo largo de este año se celebrará particularmente el centenario del nacimiento de Chiara Lubich de distintos modos. Se celebra para “encontrar” a Chiara en su historia, en sus escritos, en su vida, pero fundamentalmente en la acción transformadora de las personas que siguen construyendo puentes tras las huellas que dejó.

Artículo publicado en la edición Nº 616 de la revista Ciudad Nueva

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