La política del presidente de los Estados Unidos Donald Trump afecta a Europa y pone de manifiesto las dificultades para el cumplimiento de las normas internacionales de comercio y la gran cuestión del medio ambiente.
Donald Trump ha decidido aumentar hasta el 25% los aranceles a importaciones procedentes de China por un valor de 250.000 millones de dólares y amenaza con un aumento similar para otros 350.000 millones de dólares. Todo ello, junto con la suspensión en el último momento de otros aranceles sobre los vehículos europeos, confirma el estilo negociador del presidente estadounidense, que es no solo tosco, sino también indiferente a las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) sobre el libre intercambio de bienes, que prevén acuerdos entre todos los países firmantes, no bilaterales.
El aumento de los aranceles siempre representa un obstáculo para el desarrollo económico, como muestra la caída de la cotización bursátil cada vez que esto ocurre. Eso no quiere decir que no haya que hacer nada para contrarrestar las prácticas comerciales chinas. En todo caso, las represalias de China no se han hecho esperar. La más inmediata ha sido la devaluación de su moneda, que inmediatamente ha compensado una parte del incremento de precio de los productos chinos en el mercado estadounidense debido al aumento de los aranceles.
Con la globalización económica, tras la caída del muro de Berlín, las empresas occidentales trasladaron mucho capital a China, para aprovechar la inmensa reserva de mano de obra local barata.
Lo hicieron pasando por alto la falta local de derechos de los trabajadores, el peligro de que sus productos fueran copiados, y otros comportamientos incorrectos según la OMC, tales como ayudas estatales a la producción local para favorecerla con respecto a la producción extranjera y la falta de respeto de la propiedad intelectual. La OMC también ha tenido manga ancha al considerar a China como un país en vías de desarrollo en los años dos mil.
Pero tras treinta años en los que China ha crecido a un ritmo que va desde el 12% anual hasta el 6% actual, mientras el resto del mundo no llegaba al 3%, la situación ha cambiado. Hoy ya no se deslocaliza, porque el costo del trabajo en China ha aumentado. Más aún: China propone al mundo un inmenso plan de expansión comercial, posee multinacionales en el sector tecnológico e incluso ha enviado un módulo a explorar la cara oculta de la luna.
Lo cierto es que, a pesar de su nueva condición, a China le gustaría mantener las ventajas que obtuvo en el pasado, algo que es claramente inaceptable. Esta es la verdadera esencia del contencioso, al que no solo los Estados Unidos sino también una Europa unida, deberían reaccionar.
Como todos, también China tiene derecho a desarrollarse. Pero, también como todos, tiene el deber de contribuir al bien común, que en el momento actual no consiste solo en asegurar el bienestar de sus ciudadanos respetando las reglas comunes, sino también y quizá sobre todo en contribuir de forma sustancial a la salvaguardia del medio ambiente, reduciendo las emisiones de gases de efecto invernadero según los compromisos comunes.
En relación con este tema, China ha decidido, en represalia por el aumento de los aranceles, no importar las grandes cantidades de gas licuado que los Estados Unidos producen con la técnica del fracking. Son cantidades tan exorbitantes que el precio del gas en Texas ha bajado en los últimos meses hasta hacerse incluso negativo, es decir pagando por su consumo.
La producción de este gas tiene un alto impacto medioambiental, ya que, debido a la fracturación del terreno necesaria para su extracción, se emiten a la atmósfera notables cantidades de metano, que tiene un efecto invernadero ochenta y tres veces superior al del anhídrido carbónico de la combustión.
Trump amenaza con aranceles a Europa para inducirla a comprar este gas en lugar de construir nuevos gaseoductos hacia Rusia. Si la producción de este gas no comportara el citado efecto colateral, la propuesta tendría sentido. Pero no es así. La Comunidad Europea debería, en su caso, aceptar la compra, pero cargándola con un arancel calculado en base a su impacto ambiental, que supera ampliamente el 25% del que se habla estos días.