Las campañas electorales se han transformado en operativos de marketing político sobre la base de derrotar a la competencia con un producto.
No tengo dudas de que si un día, saliendo de casa para ir a nuestro trabajo, nuestra atención fuera captada por la presencia de un rinoceronte sobre el techo de la casa de nuestros vecinos, la primera pregunta sería: ¿qué hace allí ese animal? Sin embargo, la verdadera pregunta debería ser: ¿cómo pudo llegar hasta el techo de una casa?
Figuras políticas como el estadounidense Donald Trump o también como el italiano Silvio Berlusconi son en definitiva el clásico ejemplo de un rinoceronte sobre un techo. Aclaro, que no es mi intención ofender a nadie con comparaciones irrespetuosa. Utilizo simplemente una imagen paradójica.
El tema es que fenómenos de este tipo se comprenden, sustancialmente, sólo si se considera que la gran parte de las campañas electorales se han transformado en fenómenos de marketing político en los que intervienen la lógica del mercado que impone ganar sobre los demás competidores sobre la base de la afirmación de la imagen de un producto más que del producto por sí mismo.
Se cuenta que cuando Coca Cola comenzó a promocionar su bebida en nuestra realidad latinoamericana, la estrategia fue la de regalar miles de botellas a los colegiales. La distancia entre el sabor de la bebida y el paladar de nuestros jóvenes fue que éstos encontraron más divertido sacudir las botellas y que su contenido saltara que beberla. Algunas décadas más tardes, incluso con más conciencia acerca de los efectos para la salud de la ingesta excesiva de esta bebida, su presencia es una realidad en la gran parte de hogares de medio mundo.
Donald Trump es el ejemplo más típico de un “producto” que pretende afirmarse más allá de cómo ha sido confeccionado y sobre la base de encuestas de opinión que indicaban la preferencia por una figura que supiera hablar a la gente en modo asertivo, que diera la sensación de saber qué hacer y de tener la energía para, como dicen los estadounidenses, “hacer lo que hay que hacer”.
Esta mezcla letal, unidamente a una gran parte de habitantes del centro rural del país a las que pocos saben hablar y tampoco lo ha sabido hacer el propio presidente Barack Obama, se ha transformado en una bola de nieve que ha arrastrado incluso al Partido Republicano de los Estados Unidos que lo ha elegido como candidato para las presidenciales de noviembre.
Que Trump sepa comunicarse es un hecho. Pero ¿qué comunica? ¿Es eso suficiente para insultar a mujeres, hispanos y mexicanos en particular, musulmanes, veteranos de guerra, miembros de su propio partido y adversarios políticos? ¿Es suficiente para presentarse como un exitoso hombre de negocios, pero no tan exitoso como dice, ya que varios inversionistas han quedado varados con sus proyectos? ¿O para afirmar que se costea su propia campaña electoral, cuando a la misma aportó 250.000 mil dólares y sí le ha prestado a la campaña 17 millones de dólares, que volverá a cobrar una vez terminada? ¿Es indicativo de lo que hay que hacer señalar que en la lucha contra el terrorismo hay que matar a las familias de los atacantes; que hay que realizar un muro en la frontera con México y cobrárselo a los mexicanos; que hay que echar a los musulmanes del país y también a los 11 millones de indocumentados que allí viven y trabajan; que no acepta el cambio climático porque añora los aerosoles que afectan el ozono?
La situación es tan embarazosa que entre los republicanos hay líderes que comienzan a tomar distancia de una figura imprevisible, que puede arrastrar a esta potencia mundial por un camino peligroso. El problema será ahora bajar el rinoceronte del techo. Aunque, en realidad, habría que aprender a evitar subirlo. Hay que rever muchas cosas del modo de hacer campaña.