Escenarios: la economía que viene será compleja y más realista. Esperemos que también sea más útil para prevenir los desastres del pasado.
El 20 de noviembre de 2011 era un día gris en Cambridge, Massachusetts. En el ambiente se percibía algo raro, como el presagio de que algo iba a ocurrir. Greg Mankiw, profesor de economía y autor del libro de texto más famoso y extendido en todo el mundo, también lo notaba. Por eso, cuando un grupo de jóvenes, durante su clase, se levantó y abandonó ruidosamente el aula, no se sorprendió demasiado. Aquellos jóvenes, hijos de la élite conservadora norteamericana, estudiantes de la más prestigiosa facultad de economía del planeta, que cuesta 70.000 dólares al año, protestaban contra su forma de dar clase, contra la economía que enseñaba, culpable, según ellos, de dar una visión políticamente distorsionada de la disciplina y de «discutir de forma inadecuada los principios de la teoría económica que da soporte a un movimiento que está transformando el concepto mismo de injusticia económica», como le escribieron en una carta abierta.
La crisis económica representaba la derrota más fulminante de una economía ideológica, no basada en los hechos y enseñada de forma acrítica. Aquellos estudiantes y muchos otros que se les unieron en un movimiento de protesta internacional, querían más: no la pretendida asepsia de una ciencia exacta libre de juicios de valor, sino el debate, el pluralismo de ideas, sus limitaciones y sobre todo la historia de esas ideas, de dónde vienen y a dónde van. La historia del pensamiento económico es la gran ausente en la enseñanza de la economía de los últimos años, desde Estados Unidos hasta Europa. Ha sido extirpada, de forma miope y estúpida, de la mayor parte de los programas de formación de los futuros economistas, directivos y empleados públicos. Pero sin historia no hay conciencia, no hay raíces, y la planta del conocimiento, expuesta a las adversidades, es frágil.
Sin embargo, la historia del pensamiento económico cuenta una aventura fascinante. Está formada por todo un entramado de personajes, descubrimientos, cambios de época y verdaderas revoluciones. Seleccionar a los protagonistas más importantes de esta aventura es imposible, como bien sabía Joseph Schumpeter, que, en su monumental Historia del análisis económico (1954), dedicó, antes de entrar propiamente en la historia, cuatro capítulos metodológicos y de encuadramiento general a justificar sus decisiones, su selección y su orientación. Pero ciertamente es posible destilar sus ideas, sacar a la luz su origen y su impacto, su relación con otras ideas y sus implicaciones prácticas. Se trata de un ejercicio fecundo y útil, también en la formación de las nuevas generaciones.
Sin dejar la época más reciente, a partir de la segunda mitad del siglo pasado la economía ha vivido varias “revoluciones”, cambios radicales de paradigma o al menos de perspectiva, y un “funeral”, con la crítica radical y posterior “extinción” de una determinada idea del agente económico.
Procedamos con orden. Veamos primero la teoría del equilibrio económico general, que desembocará en la demostración de la existencia de un conjunto de precios en base a los cuales todas las empresas maximizan sus beneficios y todos los consumidores maximizan sus utilidades, al mismo tiempo. Dos geniales economistas matemáticos, Kenneth Arrow y Gerard Debreu, consiguieron demostrar en 1954 que esta situación existe y es el resultado que se obtiene en un sistema de competencia perfecta, en el que, en cada mercado, para todo posible bien producido e intercambiado, la demanda iguala la oferta. La prueba de Arrow y Debreu representa el pináculo más alto de una catedral intelectual proyectada muchas décadas antes por Leon Walras y Vilfredo Pareto, pero también, probablemente, el punto de mayor distancia conceptual entre la teoría económica y la realidad que esta quería modelar. La teoría del equilibrio económico general es efectivamente tan abstracta y compleja, desde el punto de vista formal, que se parece más a la matemática pura que a la ciencia social de la producción y distribución de la riqueza. Y sin embargo su relevancia práctica ha sido inmensa.
Entre los desarrollos relacionados con esta teoría hay que mencionar dos teoremas, el primero y el segundo teorema fundamental de la economía del bienestar. Estos teoremas, demostrados de distintas formas por los mismos Arrow y Debreu y por algunos otros economistas matemáticos, son tan sencillos como radicales en sus conclusiones. El primero afirma que un mercado en competencia perfecta produce una asignación eficiente de los recursos, un “óptimo paretiano”. Es decir, una situación en la que no es posible aumentar el bienestar de alguien sin reducir al mismo tiempo el de otro. El segundo teorema dice que si estamos ante una asignación eficiente de los recursos, esta debe ser el resultado del funcionamiento de un mercado con competencia. La combinación de los dos teoremas representa la legitimación más fuerte, clara y rigurosa de la ideología del laissez-faire. Si quieres maximizar el bienestar de una sociedad, haz que funcione el mercado, libéralo de todo condicionamiento externo, de todo vínculo y atadura, de toda forma de reglamentación que pueda interferir con el mecanismo de los precios. Mientras el programa de investigación acerca del equilibrio económico general hoy está prácticamente agotado, las implicaciones “políticas” de sus resultados principales sigue suscitando debate, orientando a los gobiernos y condicionando los destinos de millones de personas.
La segunda revolución tuvo lugar más o menos en los mismos años en que Arrow y Debreu trabajaban en su demostración. Esta también tiene que ver con el concepto de equilibrio, aunque parte de presupuestos completamente diferentes. El guía de esta revolución fue sobre todo un hombre, John Nash, que perfeccionó y extendió los resultados de John von Neumann y Oskar Morgenstern, transformando la teoría de juegos, en la gramática de las interacciones sociales. Estamos a mediados del siglo pasado y hasta entonces la economía se había ocupado de las relaciones de mercado, relaciones en las que las empresas y los consumidores son considerados tan numerosos y tan pequeños que no son capaces de influir unilateralmente en los precios. Este cuadro ignoraba un elemento fundamental de todas las dinámicas económicas y sociales más en general, que es la interdependencia. Mis decisiones, en la realidad, influyen sobre las tuyas, que a su vez se ven influidas por ellas. Las consecuencias de mis actos dependen no solo de lo que yo decido hacer, sino también de lo que deciden hacer los demás decisores: empresas, consumidores y estados. La teoría económica no era capaz, por aquel entonces, de describir esta interdependencia y tanto menos de comprenderla hasta el fondo. Hacía falta un nuevo lenguaje y así nació la teoría de juegos en cuyo centro destaca como una cima altísima el resultado de Nash. Él logró demostrar que para cada posible situación estratégica, por muy grande que sea el número de sujetos involucrados, por muy amplio que sea el conjunto de sus posibles elecciones, siempre existe un “equilibrio”, una combinación de movimientos con las cuales cada sujeto maximiza su utilidad, dado que todos los demás están al mismo tiempo maximizando la suya. Este resultado, aparentemente tan sencillo, abre un mundo nuevo a los economistas que desde entonces pueden ocuparse de problemas que antes les eran ajenos por la presencia de la interdependencia. Los mercados oligopólicos, el estudio de los conflictos, las subastas y el comercio internacional adquieren una nueva luz, así como la interacción entre las políticas públicas y la reacción del sector privado y muchos otros, sin olvidar los recientes mercados reputacionales en los que se basan los colosos del e-commerce, come Amazon, eBay, Uber, Alibaba y muchos otros.
Esto nos lleva directamente a la tercera revolución, la llamada revolución de la información, encabezada a partir de los años 70 por personajes como George Akerlof, Joseph Stiglitz y Michael Spence. También en este caso, en la base hay una simple constatación. No siempre quien compra y quien vende poseen la misma información sobre la calidad del bien objeto de intercambio. Pensemos en un vehículo usado, en la comida que compramos en el supermercado, en la limpieza de la cocina del restaurante donde hemos reservado la cena, en los materiales de construcción de la casa que vamos a comprar, o también en las características de los proyectos empresariales que a los bancos les gustaría financiar o en las cualidades de un nuevo colaborador que nos gustaría contratar. El resultado radical al que se llega analizando estas situaciones es que cada vez que la información está distribuida de manera asimétrica, los mercados se hacen ineficientes, llegando a colapsar totalmente. Conceptos como “selección adversa” y “riesgo moral” se han convertido en términos de uso corriente. Cuando el Tesoro norteamericano, durante la crisis de las hipotecas subprime, decidió dejar caer a Lehman Brothers, se justificó sosteniendo que un nuevo rescate reforzaría el riesgo moral ya ampliamente extendido en el sector bancario, es decir, la utilización del dinero de los ahorradores para actividades de trading propietario, de alto riesgo, posibilitadas por la asimetría informativa, es decir, por la imposibilidad que tienen los ahorradores de controlar el uso que el banco hace de su dinero. La economía de la información nos explica por qué hoy el bien de mayor valor de toda empresa es su reputación, por qué graduarse en una buena universidad nos abre el acceso a los puestos de trabajo mejor pagados, por qué es importante la trazabilidad de los alimentos que comemos. Pero también nos enseña a proyectar contratos eficientes y sistemas de remuneración eficaces, nos ayuda a protegernos de los fraudes y de los comportamientos oportunistas; ha invadido, tal vez demasiado, con su léxico y sus conceptos el mundo del trabajo y de las organizaciones, por no hablar de la política.
Llegamos así al “funeral”. En 2017 el Nobel en economía le fue concedido a Richard Thaler por sus aportaciones a la economía comportamental, cuyos resultados marcan definitivamente, como sostiene otro Nobel, Daniel McFadden, la extinción del “Chicago man”, el proverbial homo economicus, racional, individualista y auto-interesado, que puebla desde hace décadas los modelos económicos. Se abre ahora un escenario en el que se empieza a tomar seriamente en consideración las elecciones reales, las que acontecen en el mundo real, en condiciones reales. Somos limitados, tendemos a procrastinar, tenemos problemas de autocontrol, estamos sometidos a las emociones e impulsos más variados. Nos gusta dar, responder con reciprocidad y no soportamos que nos traten injustamente o que otros sean tratados así. La desigualdad activa en nuestro cerebro una verdadera sensación de disgusto. Lo sabemos porque los neuroeconomistas han comenzado desde hace algún tiempo a escrutar nuestros cerebros en acción. La economía que viene será así, compleja y más realista. Esperemos que también sea útil para prevenir los desastres del pasado. Estudiar su historia y su evolución nos ayuda ya hoy a apreciar su atractivo y su belleza.
Publicado en Il Sole 24 ore el 11/05/2018