Las raíces del conflicto que opone a las dos grandes tradiciones musulmanas.
En Ryad, la capital de Arabia Saudita, varios líderes sunitas -con el aval del presidente de los Estados Unidos- han asumido una postura muy crítica contra el gobierno de Irán y el mundo chiita. La acusación es de sostener el terrorismo. Han pasado dos semanas y Arabia Saudita, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Yemen han aplicado sanciones pesadas contra Qatar, que no es un país chiita, pero mantiene profundos lazos económicos con el vecino Irán. Esta escalada ha sido complicada por el ataque terrorista de Daesh en la capital iraní, Teherán, donde hubo muertos y heridos en el Parlamento y en el Mausoleo del líder religioso Jomeini, el iniciador de la revolución que llevó, a fines de los ’70, al nacimiento de la República Islámica de Irán.
Detrás de estos hechos, que sorprenden en las modalidades, pero no en la sustancia, hay una larga y compleja historia religiosa y social, con amplias implicancias geopolíticas y económicas. Sin pretensión de resumir en modo exhaustivo una realidad compleja es oportuno precisar que sunitas y chiitas son en todo caso musulmanes y comparten los pilares de la fe islámica. Las distinciones entre las dos tradiciones tienen que ver con algunas interpretaciones doctrinales e históricas de los principios que comparten.
La escisión no es reciente y se remonta al año 632, el de la muerte de Mahoma en la ciudad de Medina. La mayoría apoyó que el profeta fuera sucedido, en el rol de guía de la comunidad, por su suegro y amigo Abu Bakr. Una minoría, en cambio, apoyó a Alí, primo del profeta. Los sostenedores de Abu Bakr (hoy sunitas) se impusieron sobre los seguidores de Alí (hoy chiitas) y la fractura entre las dos facciones se hizo definitiva en el año 680, en Kerbala (hoy Iraq), cuando los soldados del califa sunita mataron al imán Hussein, descendiente de Alí, con sus compañeros.
Ahora bien, el Corán une a todos los musulmanes, pero los chiitas privilegiaron la guía de los imanes y el culto del martirio. Para los sunitas, en cambio, la referencia es la tradición (sunna). Son divergencias que a lo largo de 13 siglos se han acentuado. La complejidad de los acontecimientos históricos y culturales que han acompañado las dos visiones dentro de la misma fe islámica (que con el tiempo se han transformado en bastante más que dos) se han luego coagulado en torno de dos imperios de larga duración: el imperio otomán (turco), de orientación sunita, en las tierras islámicas más occidentales (entre el siglo XV y XX), mientras que en Oriente se formaba el imperio persa de los safávida (1501-1736). La opción por el chiismo, favoreció que en Persia se concentraran muchas de las minorías chiitas que se habían dispersado por Oriente Medio.
Luego de la Primera Guerra Mundial, las políticas coloniales europeas y el derrumbe del imperio otomán hicieron estallar estos equilibrios que con los siglos se habían consolidado. El nacimiento de Israel (1948) y más tarde la revolución iraní (1979), que puso fin al imperio persa de los shah, volvieron a abrir un verdadero conflicto entre sunitas y chiitas, que inevitablemente conjuga los antiguos disensos doctrinales con los intereses vinculados al petróleo y al gas, y con la geopolítica.
El apoyo económico y militar iraní a los chiitas presentes en Siria (el presidente Assad pertenece a la comunidad alawita, que es parte del chiismo), en Líbano (las milicias de Hezbolah y Amal son expresiones políticas y militares dentro del más amplio mundo chiita libanés) y en Yemen (donde los zayditas chiitas son varios millones) está en la base de los conflictos en curso en gran parte del área de Oriente Medio[1].
Un factor que agrega ulterior complejidad a esta situación, lo constituyen los intereses económicos de las multinacionales y la geopolítica de las grandes potencias occidentales. Esta presencia externa se enreda con una realidad cotidiana que arrastra historias de trágicas injusticias y prepotencias que, en nombre de la razón de Estado y de las ideologías fundamentalistas, humillan y matan, robándoles una identidad personal y colectiva, de sus casas y sus tierras.
Es el caso de los palestinos y de los chiitas del Sur de Líbano, o el de los armenios, de los cristianos caldeos y asirios, de los curdos, de los los yazidíes… En el contexto actual ya no es posible separar los buenos de los malos, los terroristas de las víctimas. Para afirmar la justicia ¿se podrá intentar otro camino?
[1] NdR: sin soslayar que en Iraq el 60% de la población es chiita y los sunitas temen ser avasallados por esa mayoría.
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El camino único para superar estos enfrentamientos pasan necesariamente por un diálogo (por así decirlo) ecuménico dentro del mundo musulmán. Son muchos los temas que afrontar desde la perspectiva muy marcada de la falta de independencia o matrimonio del mundo político económico del de la fe; estados muchas veces confesionales que siempre encaminan hacia un fundamentalismo. Los estados no pueden ni deben ser confesionales, ni la fe puede estar amalgamada a lo político económico; esta es la dificultad privilegiada en cuanto a ser afrontada. El segundo paso será el diálogo tolerante, el establecer el respeto por la diversidad, incluso reconocer que dentro de estos territorios conviven minorías de diversas confesiones y/o convicciones que deben ser respetadas y asumidas como ciudadanos de una misma nación, en igualdad de condiciones. Pensando en el mundo musulmán esto puede parecer irrealizable, pero no debe primar este escepticismo. Creo incluso me parece que un diálogo y reconocimiento de raíces comunes entre las tres grandes corrientes abrahámicas es indispensable a una superación integral de tensiones disolventes; que en realidad ya se practica pero que necesita progresar profundamente. Creo que en la superación de estos enormes muros esta la clave de una paz auténtica y profética.