Por qué la lucha contra los monopolios tecnológicos es una cuestión de justicia social

Por qué la lucha contra los monopolios tecnológicos es una cuestión de justicia social

La política y la defensa de la eficiencia de la economía.

En mayo de 1911, la Corte Suprema de los Estados Unidos ordenó el desmembramiento de la empresa Standard Oil Company de J.D. Rockefeller en 34 sociedades distintas, para neutralizar los efectos nocivos del control monopolístico del mercado del petróleo. Pudo actuar de esta manera tan decisiva gracias a la Sherman Act, la primera norma antitrust que el Congreso había aprobado, a propuesta del senador del Estado de Ohio, John Sherman, y el presidente Benjamin Harrison había promulgado en 1890. 

Esta decisión suponía una afirmación de la política sobre las razones de la economía, pero sobre todo representaba el intento de salvaguardar la estabilidad del gobierno democrático de la nación. «Del mismo modo que no aceptamos el poder absoluto de un rey – escribió Sherman – tampoco deberíamos aceptar que un rey transporte, produzca y venda todo lo que necesitamos para vivir». La sospecha de los norteamericanos con respecto a las grandes corporations se mantuvo estable a lo largo de los años, y el control de la política sobre los comportamientos limitadores de la competencia estuvo vigente durante más de medio siglo.

«Igualdad de oportunidades en el mercado»

El presidente Theodore Roosevelt dio alas a la Sherman Act, reivindicando el derecho de todos los norteamericanos a tener «igualdad de oportunidades en el mercado» y elevando el número de 18 empleados de la Oficina Antitrust del Departamento de Justicia a más de 500. Los mercados se desarrollaron porque la política actuaba para que se mantuvieran abiertos. En 1952, la empresa AT&T invitó a su sede de Nueva York y, a continuación, a sus fábricas de Pennsylvania, a decenas y decenas de ingenieros de las más importantes empresas competidoras de todo el mundo. Pocos meses antes, AT&T había patentado el transistor, un nuevo invento que revolucionaría el mercado de la electrónica y conduciría a la invención del microprocesador. Ahora reunía en su sede a los ingenieros de las empresas competidoras para explicarles detalladamente cómo había sido proyectado y cómo podían reproducirlo.

¿Por qué toda esta generosidad? Sencillamente porque el gobierno temía que unas pocas grandes corporaciones pudieran obstaculizar la difusión de la innovación. Para conjurar este peligro, obligó a AT&T a conceder a los competidores licencia para la producción de los transistores por una cifra irrisoria. Esta medida, por una parte, redujo los beneficios, pero, por otra, condujo a la explosión del mercado de la electrónica de consumo en los años inmediatamente posteriores. Siguiendo la misma filosofía, General Electric tuvo que vender las licencias de sus bombitas e IBM las de sus mainframes. Pocos años después, el gobierno intervino nuevamente para obligar a la misma IBM a conceder a los programadores externos la posibilidad de escribir software para sus ordenadores. Esto condujo inmediatamente al nacimiento del mercado del software y de decenas y decenas de nuevas empresas, entre las que se encontraba la que fundaron en 1975 Paul Allen y Bill Gates, Microsoft. Entre 1941 y 1959, el mercado de la electrónica fue “abierto” de esta manera, obligando a más de cien empresas a conceder licencias de uso de sus patentes.

La defensa de la libertad de empresa

La limitación del poder de mercado de las grandes corporaciones ha sido durante mucho tiempo un rasgo distintivo y un motivo de orgullo para la política norteamericana: la salvaguardia de la autonomía y de la libertad de empresa de muchos contra la prepotencia, la avidez y el extraordinario poder de unos pocos. Las razones en las que se basaban las políticas relacionadas con la competencia, en esos años y en los siguientes, eran de carácter político y se basaban en la idea de libertad. En 1962, la Corte Suprema bloqueó la adquisición de una empresa competidora por parte de Brown Shoe Company, en base a que, después de la operación, Brown Shoe podría vender sus zapatos a un precio tan bajo que impediría la entrada en el mercado de nuevas empresas y amenazaría la supervivencia de las que ya estaban operando. La legitimación de la sentencia era de naturaleza política y no económica. No tenía nada que ver con cuestiones de eficiencia o de tutela del consumidor, sino más bien con la libertad de empresa.

Un asunto político pasa a ser económico

Pero las cosas comenzaron a cambiar precisamente en esos años, cuando llegaron los economistas sugiriendo que, para dar fundamento científico a las políticas antitrust, hasta entonces dominadas por un enfoque más bien jurídico, había que usar la teoría económica. Esto dio lugar a una transformación gradual de los objetivos de las políticas relacionadas con la libertad de empresa, en el sentido de permitir a los consumidores norteamericanos la adquisición de bienes y servicios al precio más bajo posible. El monopolio dejó de ser un problema político, una amenaza a la libertad, para convertirse en una cuestión puramente económica. Detrás de esta transformación cultural hay nombres y apellidos: Donald Turner, jefe de la división Antitrust del Departamento de Justicia bajo la administración Johnson; el evangelista del libre mercado Milton Friedman, quizá el más influyente a caballo de los años 70; el economista George Stigler, futuro premio Nobel, y el jurista Richard Posner. Todos ellos componían la delantera del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago.

La defensa del “estilo de vida americano”

Stigler recibió una oferta, de esas que no se pueden rechazar, para trasladarse de la Columbia de Nueva York a Chicago. La universidad le pagaba con el dinero de una donación de más de medio millón de dólares que había recibido de Charles Walgreen. Walgreen era un empresario local que hizo fortuna durante los años del prohibicionismo. En 1935 hizo que su nieta se retirara de la Universidad de Chicago porque estaba convencido de que allí se enseñaba a los jóvenes el comunismo y el amor libre. Impulsado por un ardor misionero, Walgreen donó a la misma universidad una pequeña fortuna, para que, a través de esos fondos, la universidad favoreciera la difusión entre los estudiantes de los verdaderos valores del estilo de vida norteamericano. Este dinero sirvió para financiar el salario y las investigaciones de Stigler. Su tesis de fondo se puede resumir en un eslogan: no son los cárteles monopolistas los que destruyen el mercado, sino que será el mercado quien destruirá a los cárteles. La idea consistía en que los acuerdos entre empresas para reducir la competencia y falsear la competición en los mercados eran intrínsecamente inestables. Por esta razón, una vez suscritos, cada parte tendría interés en romperlos, haciendo la competencia a sus propios camaradas. Este comportamiento debería ser tan común y previsible que a nadie se le ocurriría proponer este tipo de acuerdos, tácita o explícitamente. 

Justicia igual a eficiencia económica

Posturas parecidas a esta contaminarán rápidamente también el derecho, a través de la obra de Richard Posner, colega de Friedman y Stigler en Chicago, que sentará las bases para el nacimiento de una nueva disciplina: el análisis económico del derecho. Con Posner se producirá una aceleración tal en este sentido que, pocos años después de la publicación de su primer libro, llegará a sostener que «tal vez el significado más común del término “justicia” ahora es el de eficiencia económica».

Esta traslación semántica no es en absoluto neutral, como es fácil imaginar. La legitimación de la intervención del gobierno en el funcionamiento del sistema económico se desplaza de la protección de las libertades de los ciudadanos a la creación de las condiciones para el óptimo funcionamiento de los mercados. Solo unos mercados eficientes pueden asegurar la máxima ventaja en los intercambios tanto para los productores como para los consumidores. Solo unos mercados eficientes pueden conducir a la maximización del excedente total: la suma de las ganancias derivadas de la diferencia entre lo que pago por determinado bien y lo que estaría dispuesto a pagar como consumidor, y lo que gano vendiendo ese mismo bien a un determinado precio de mercado en lugar del precio mínimo al que estaría dispuesto a venderlo si soy un productor.

Sumando estas ganancias, consumidor a consumidor y productor a productor, se obtiene el excedente total, que representa una medida del bienestar total derivado de los intercambios que se producen en un mercado concreto. Cuantos más intercambios se concluyan efectivamente con respecto a los que serían potencialmente ventajosos, tanto más eficiente es ese mercado. La condición teórica para que los mercados sean eficientes es que el nivel de competencia se acerque a la “perfección”: una multitud de empresas en competición tan pequeñas que no puedan influir, por sí solas, en el precio de mercado. En otras palabras, lo que garantiza la eficiencia es la ausencia de poder de mercado de unas pocas empresas grandes capaces de decidir el precio o, aún peor, de monopolios individuales que aumentan su parte del excedente reduciendo el bienestar conjunto de la sociedad.

Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 09/02/2020

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