La pregunta que da título a este artículo tiene origen en las numerosas ocasiones en que sentí contradicción entre, por un lado, mi compromiso y mis posturas políticas y, por el otro, mi adhesión al ideal de la construcción de una humanidad fraterna y la cultura del diálogo.
En primer lugar, es necesario hacer algún esbozo de definición de los términos que manejamos.
El concepto de política es muy vasto y no podría –ni es mi intención hacerlo– dedicar el artículo a analizarlo, pero señalemos que el término tiene origen en la Grecia Clásica y que se refería a los asuntos de la polis, es decir, la ciudad, no tanto como espacio físico, sino como la comunidad de ciudadanos que participaban de un centro común –simbólico, pero también físico en aquellos tiempos– en el que se tomaban las decisiones. Hoy en día, podemos seguir pensando a la política en ese mismo sentido, como el espacio de debate, confrontación y –eventual– resolución de los asuntos de una comunidad.
El diálogo es un concepto igualmente complejo y con amplio contenido filosófico y antropológico que no estoy en condiciones de reseñar. Sin embargo, podríamos aventurar una definición del mismo como proceso de encuentro entre dos o más personas quienes, reconociéndose mutuamente como “otros” válidos en su diferencia, alcanzan una verdadera unidad, incluso manteniendo sus divergencias. Este proceso implica trascender las propias visiones y certezas –sin necesariamente renunciar a ellas– “para dejarse poner en discusión por el otro”.[1]
Finalmente, el término de nuestro título que queda por definir es el de lucha. En el mundo en que vivimos no somos todos iguales. No creemos ni sentimos las mismas cosas, no nos identificamos o definimos de igual manera, no poseemos las mismas cuotas de poder –político, o (casi no hace falta decirlo) económico–, ni los mismos intereses, ni siquiera es muy seguro que poseamos la supuesta igualdad ante la ley que proclama la democracia liberal. Estas diferencias materiales e ideológicas son fuente cotidiana de conflicto. Es que el conflicto, la lucha, la confrontación, es el origen mismo de la política ya que, justamente, son esas numerosas diferencias las que exigen que la comunidad se reúna en el ágora a tomar decisiones. De otro modo, ¿qué habría que debatir? Muchos filósofos han señalado que si cesara el conflicto, también lo haría la política. No es casual que cuando se derrumbó el bloque soviético a comienzos de la década de 1990 –es decir, cuando cesó la confrontación fundamental que había marcado más de cuatro décadas previas– aparecieran las ideas del “fin de la historia”, que consideraban que un determinado modelo de mundo había triunfado de modo definitivo.
A este punto, la contradicción marcada al inicio queda clara. El concepto de diálogo y la idea de política como lucha parecen incompatibles. Pero esta contradicción es solo aparente.
Es que la lucha tiene mala prensa. Pero el conflicto no solo es inevitable –por los motivos antes expuestos– sino que es necesario. ¿Podemos exigirle a los sindicatos que dejen de pelear por los derechos de los trabajadores? ¿O a las mujeres que cesen la búsqueda de igualdad de género? ¿O a las asambleas ambientalistas que dejen de luchar contra las actividades extractivistas y contaminantes? Es que la lucha es el instrumento necesario para realizar las transformaciones que queremos ver en nuestro mundo. ¿Por qué rechazarla? Si no luchamos por cambiar la realidad, la alternativa es resignarnos a dejar todo como está.
Muchas veces, las ideas de transformación –sobre todo las más radicales– son tildadas de “extremas” y, por ende, opuestas al diálogo. Lo extremo es visto como algo negativo y solo se juzga como positivo lo moderado, lo “racional”, la “sensatez”. Esta idea es absolutamente contraria al espíritu del diálogo porque implica que solo algunas ideas son “racionales” y aceptables. Esto reprime toda posibilidad de cuestionar los fundamentos de nuestro mundo y de construir horizontes nuevos. Se nos conmina a aceptarlo como es y negociar, o a pecar de intransigente y poco dialoguista.
Sobre este punto es necesario hacer una salvedad. No todos los extremos son aceptables. Las propuestas racistas, misóginas, xenófobas, entre otras, no son compatibles con la idea del diálogo porque niegan la validez de la diferencia que, en cambio, es utilizada como excusa para la discriminación y la violencia.
Pero volvamos a nuestro punto. La lucha no impide el diálogo. La lucha no tiene por qué –y en efecto creo que no tiene que– ser violenta ni avasallante. Se puede y se debe dialogar con quien es distinto de mí. Es cierto que cuando ocurren luchas por intereses contrapuestos la posibilidad de diálogo parece cerrada, pues una de las partes debe triunfar. Pero esto no es siempre así. Como militante ambiental he presenciado numerosas situaciones en las que actores en disputa y en absoluta oposición han podido mantener sus posiciones y defender sus convicciones, pero generando un clima de diálogo y respeto mutuo.
También se puede dialogar con quienes tenemos objetivos diferentes, pero compartimos una ética y un deseo de ver mejoras en la sociedad. Gracias a esta clase de diálogo, podemos actuar en conjunto sobre las opiniones y preocupaciones compartidas, incluso si en otras mantenemos nuestras diferencias. Esto no es generar consenso –bien distinto del diálogo–. Es generar fraternidad con quien no piensa igual, entender que el otro puede querer el bien común incluso si considero que su camino no es el mejor. Es luchar y confrontar, pero evitando los egoísmos.
Pero también es necesario dialogar con quienes nos parecemos. Cuántas luchas se han perdido por falta de unidad, egoísmo, egocentrismo, afán de protagonismo o mezquindad. A veces no nos diferencian nuestros objetivos sino nuestros espacios de lucha y entonces nos hallamos distanciados y atomizados porque no logramos dialogar ni, por ende, comprendernos mutuamente. Un claro ejemplo de esto es la interseccionalidad que hoy puede verse entre movimientos ecologistas urbanos, movimientos campesinos, indígenas, feministas, etc., y que es, sin duda, fruto de un diálogo fructífero de larga duración que ha logrado acercar entre sí a grupos con enormes diferencias en pos de objetivos comunes.
Existen pocos límites al diálogo. No se puede dialogar con las propuestas culturales e ideológicas que, de una forma u otra, no respetan la dignidad ni los derechos del ser humano: los ya mencionados extremos que no reconocen el valor en un “otro”, la opresión en todas sus formas (en el ámbito laboral, en las relaciones de género, etc.), las lógicas del descarte, el mercantilismo, la acumulación descontrolada, etc.
En conclusión, no existe motivo para que, en el complejo ámbito de la política, tengamos que renunciar a la lucha o al diálogo y elegir uno de los dos. Por el contrario, es necesario encontrar una interacción entre ambos. La mirada que rechaza la lucha imagina a la política como mera gestión y no como ámbito de discusión de las diversas miradas sobre nuestro mundo y de las direcciones a tomar. El rechazo del diálogo solo puede llevarnos a lógicas destructivas que eliminan a quien nos resulta distinto, encerrándonos en nosotros y nuestro grupo de iguales.
Es necesario, incluso, luchar para que en el mundo de hoy triunfe la cultura del diálogo. Qué paradójico.
[1] Cicchese, G. (2011). Antropología del diálogo. Hacia el “entre” de la interculturalidad, Buenos Aires, Ciudad Nueva, pp. 53-55