El alma y la cítara/30 – La verdadera libertad rescata de la miseria, no de la «perfecta alegría» de la pobreza.
«Los justos, en los que el Señor ha creado la irremediable necesidad de la alegría, tendrán alegría». Sergio Quinzio, Un commento alla Bibbia.
Existe una alegría especial que solo puede nacer de una determinada pobreza. Los salmos y los profetas lo saben bien, y la liturgia nos lo recuerda cada día.
La alegría no es solo una irremediable necesidad de todo ser humano. También es un derecho. El derecho a la alegría no está escrito en las constituciones, pero sí en el alma de las personas y de los pueblos. Es un derecho fundamental que hay que defender, sobre todo durante los tiempos de las grandes crisis, cuando su negación es una seria amenaza. Todos los imperios, no solo el egipcio de los tiempos de Moisés, intentan negar el derecho a la fiesta de sus súbditos, porque la tentación de negar el derecho a la alegría para matar la esperanza en un futuro distinto es demasiado fuerte. Nunca lo consiguen del todo, pero lo intentan tenazmente. También existe un deber de la alegría. Es un deber esencial, porque cuando en una comunidad o en una sociedad desaparece la alegría, con ella desparecen la esperanza y la fe en la vida. A veces hay más ágape en preservar la última alegría que en amar el dolor. Una alegría preservada del avance de la tristeza de los años y de los acontecimientos es un bien colectivo, una bendición para todos, el anuncio tenaz de que somos más grandes que nuestro destino.
Generalmente son los niños y los jóvenes quienes aportan a las familias y a las comunidades este bien especial. Pero donde ellos no están, hacen falta “cireneos de la alegría”, adultos guardianes de esta llama, que desempeñen por amor la función que los niños desempeñan por naturaleza. Sin embargo, hay una diferencia: la alegría agápica de los adultos y de los ancianos tiene aroma de paraíso, y conlleva, tal vez, la fuerza más grande para convertir a quien entra en contacto con ella. Esta alegría bíblica, también llamada leticia (de laetus: estiércol, fertilidad), no es simple felicidad. Tampoco el derecho a esta alegría es el derecho a la “búsqueda de la happiness” de la Declaración de Filadelfia de 1776. Esta alegría no se busca. Se conserva cuando llega, sin buscarla, mientras estamos ocupados buscando la felicidad de los demás. Hay que retenerla como un regalo valioso, como el último sorbo de la última botella de vino de la bodega del abuelo, como el anillo de bodas. Esta alegría no se expresa con muchas sonrisas. Una sola es suficiente, pero cuando florece agujerea el cielo y nos deja entrever algo de Dios.
La liturgia es un ejercicio colectivo de conservación de la alegría. Es una práctica comunitaria que permite que a la comunidad no le falte alegría ni siquiera cuando, individualmente, todos han dejado de poseerla o ninguno la posee todavía. Incluso los días en que nadie ha conservado la alegría o no ha encontrado razones para cantarla, llegamos al coro, abrimos el libro de los salmos, comenzamos a cantar y la alegría nace a partir de la nada de nuestras alegrías individuales. Como ocurre con todos los dones, también la alegría litúrgica puede no ser acogida. Pero, como también ocurre con todos los dones, el don rechazado no deja de ser un don. Sigue viviendo, actuando y cambiando de una forma misteriosa. Esta alegría es un bien común. Nadie es su dueño. Nadie la produce en solitario. Sirve y ama a todos, y por todos debe ser conservada para que siga viva. Así pues, la liturgia es un multiplicador de la alegría en el mundo, un dispositivo que permite que la alegría que existe cada día sea mayor que la suma de las alegrías individuales de las mujeres y de los hombres. La liturgia, en particular la liturgia de las horas y la oración con los salmos, es el don de una alegría vicaria, es el maná de la leticia cuando se agota el pan en el desierto. Es un opus operatum distinto, que garantiza la presencia de la alegría en nuestras comunidades incluso cuando, por desidia o por dolor, no somos individualmente capaces de aportarla. Si somos fieles a la cita con la liturgia, la alegría es fiel a su cita con nosotros, aunque la acojamos con lágrimas.
Así es desde hace milenios, y así será mientras en la tierra quede una comunidad capaz de cantar la alegría, mientras quede un solo hombre o una sola mujer capaces de cantar un salmo. La Biblia no es solo el don de un repertorio de palabras cuando las nuestras se acaban o aún no las hemos encontrado. También es el don de una alegría que sustituye a la nuestra y la multiplica. Los salmos de la alegría son siempre propicios, pero su tiempo más propicio es cuando nos sentimos mendigos de la alegría, cuando estamos atravesando un desierto, cuando por nosotros mismos no tendríamos fuerzas para cantar. ¡Qué triste sería el mundo sin los salmos! «¡Aleluya! Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los leales; festeje Israel a su Creador, los hijos de Sión a su Rey. Alabad su Nombre con danzas, tañendo para él panderos y cítaras; porque el Señor ama a su pueblo y corona con su victoria a los oprimidos» (Salmo 149, 1-5).
Un cántico nuevo. Es el himno a la alegría, el penúltimo de los cinco cánticos de aleluya que cierran el salterio. Este salmo fue escrito, con toda probabilidad, después del exilio, cuando el “resto” que regresó de Babilonia tuvo que aprender de nuevo la fe en su Dios, y empezó por la alegría. Después de los largos exilios, la fe solo puede renacer: cuando el exilio termina no hay “vuelta” a la fe de antes, solo “ida”. Israel hizo todo lo posible para no perder la fe de los patriarcas, de Moisés y de los profetas. Pero, al volver a la patria, la antigua fe solo podía generar futuro resucitando. Las pasiones y los Gólgotas no son suficientes para seguir viviendo. No basta recordar, hacer memoria y conservar el pasado: se necesita una nueva alianza, una nueva promesa, y por tanto una nueva alegría, que es la primera energía de los reinicios, el primer recurso cuando, una vez terminado el exilio, hay que encontrar nuevas razones para continuar la carrera.
Por eso, en este salmo se escucha con fuerza la voz del conocido como tercer Isaías, el profeta anónimo que vivió poco después del exilio babilónico, autor de los últimos capítulos (56-66) del libro de Isaías y gran cantor de la nueva promesa y de la resurrección del pueblo tras el exilio. Si este profeta, grandísimo como profeta e inmenso como poeta, celebraba la alegría y la esperanza no era porque no viera los pecados y los males de su presente. Antes bien, los veía y los denunciaba con fuerza. Pero el ejercicio del deber de la alegría era más fuerte, porque los profetas sabían que sin una nueva alegría no era posible volver a empezar después de un exilio. El autor de estos salmos de la alegría, tal vez un discípulo directo o indirecto del gran profeta, hizo el mismo ejercicio, y entonó el mismo canto.
Los profetas son los primeros ministros de la alegría bíblica, y nos desvelan su naturaleza y su misterio. Nos dicen que esta alegría es especial. Cuando pensamos en Isaías, Oseas o Jeremías, no pensamos en personas divertidas ni juerguistas. Es más, la tradición y sus textos nos proporcionan imágenes muy dignas y serias. Sin embargo, los profetas, todos los profetas verdaderos, son parteras de la alegría. Lo son precisamente porque desenmascaran las ilusiones de todos, sobre todo las de las comunidades durante las grandes crisis, cuando la imperiosa necesidad de la alegría se hace tan fuerte y acuciante que la demanda genera la oferta – la de falsos profetas, dispensadores profesionales de falsas alegrías a bajo precio. Los verdaderos profetas no ofrecen falsas alegrías que no poseen. Solo pueden ofrecer la única alegría que conocen, la que nace durante los exilios y después de ellos, la que no tiene nada de jolgorio pero es plena alegría. Si su tierra prometida es la del todavía-no, no es porque sean productores de utopías sino porque, sencillamente, son profetas honestos. El profeta es el anunciador del todavía-no, porque ninguna “tierra del ya” le satisface; porque todos los “ya” son siempre más pequeños que la promesa, que comienza con un pequeño “ya” insatisfactorio, pero amado mientras anuncia sutodavía-no.
Esta alegría se parece a la de la Cabiria de Federico Fellini, cuando, después de las tragedias y las maldades, dedica la última escena a la música y a la sonrisa especial que aflora en los labios de una mujer pobre y engañada, para seguir celebrando la alegría de vivir, para seguir creyendo, a pesar de todo. Los profetas nos dicen que morimos cien veces, pero que la capacidad de resurgir ciento una veces forma parte del repertorio humano, y que la última vez será otra mano la que nos resucite – entonces comprenderemos que esa mano estaba en las otras cien resurrecciones, aunque no lo supiéramos: esta es la “mano invisible” más importante de la tierra.
Para terminar, el salmo 149 es el canto de los pobres, de los anawim de YHWH. Entre las muchas alegrías no falsas de la Biblia y de la vida, la de los pobres es la más sublime y estupenda. Es una alegría que podemos ver también hoy, si tenemos el gran don de ser amigos de un pobre. El Espíritu Santo – nos dice la tradición – es “padre de los pobres”. Lo es, entre otras cosas, porque los alimenta con una alegría distinta de la nuestra, que no somos pobres (aunque, cada vez más, nos gustaría serlo). Esta alegría es la más cercana a la que anuncian los salmos, a la que necesitan los exilios, a la de quien sabe que antes o después la liberación llegará y que, tal vez, ya ha comenzado.
En la vida he tenido el don de asistir a salmos cantados por comunidades de pobres. Si existe un paraíso – y debe existir – sus cantos y sus armonías serán muy parecidas a las que he escuchado en esos encuentros. Ahí la alegría no viene de la ilusión de que la pobreza acabará pronto, sino de sentirse amados y salvados dentro de esa pobreza. Los pobres que saben alabar vencen la maldición de la pobreza y son capaces de llamarla “hermana”. Entonces comienza una liberación, a veces a partir de la maldición de la miseria, que sin embargo no debe convertirse en liberación de la alegría, de la perfecta alegría de la pobreza. Hay una alegría en las fiestas de los pobres que los ricos no conocen, y esta falta de conocimiento es una de sus mayores pobrezas. Los que conocen a los pobres y conviven con ellos han saboreado esta alegría, y no la han olvidado nunca: «Es un honor para todos sus leales. ¡Aleluya!» (149,9).