A la escucha de la vida/13.
«No hay profecía que no sea apocalíptica, empezando por el libro de Isaías. Los oráculos de los profetas rebosan futuro, un futuro inseparablemente apocalíptico y mesiánico. Si la profecía aparece cuando el pueblo está en el fondo del abismo es porque no hay creación sin caos».
Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia.
Los profetas nunca son indulgentes con el dinero. Conocen bien su encanto y su capacidad de seducir el corazón del hombre. El dinero se presenta como un ídolo que promete satisfacer nuestra sed de seguridad y nuestra necesidad de salvación, pero, como todos los ídolos, pide todo a cambio. También Isaías, al final de sus oráculos sobre las naciones, antes de introducirnos en su apocalipsis-revelación, nos regala palabras admirables sobre el dinero. Describe la destrucción de Tiro, imagen de la potencia comercial fenicia, con la metáfora de la prostituta madura que vaga por las plazas en busca de nuevos clientes: «Toma el arpa, rodea la ciudad, ramera olvidada: la toca bien, canta más y mejor, para que seas recordada» (Isaías 23, 16).
El comercio es un intercambio mercenario, el beneficio una torpe ganancia. Pero también hay un camino de conversión para el dinero y sus comerciantes fenicios: «Será su mercadería y su ganancia consagrada a YHWH. No será atesorada ni almacenada, sino que para los que moren delante de YHWH será su mercadería, para comer y para vestirse decorosamente» (23,18). La ganancia acumulada es maldición; el dinero usado para “comer y vestirse decorosamente” está “consagrado al Señor”. Dinero eran las treinta monedas de Judas, como dinero eran también las dos monedas que el samaritano usó para asociar al posadero a su proximidad. En el desierto, los hebreos usaron el oro que llevaron consigo al huir de Egipto para construir un tabernáculo para el arca pero también para forjar un becerro de oro. El mismo oro, las mismas manos, destinos opuestos. Nuestra civilización primero aprendió a distinguir los becerros dorados de los tabernáculos, después fundió los tabernáculos para plasmar nuevos ídolos, y finalmente decretó la “muerte de Dios” tras haberlo transformado en un inútil ídolo brillante cada vez más alejado de la Biblia y más parecido a los antiguos cultos de Baal.
Los profetas son un don inmenso porque llaman a los ídolos por su nombre y los distinguen del arca de la alianza, y porque saben estar firmes, sufriendo, delante de nuestras fraguas, donde siguen entrando los últimos tabernáculos y saliendo cantidades industriales de toros dorados. Los capítulos del llamado “Apocalipsis de Isaías” (24-27) nos ayudan a entrar dentro de una nueva dimensión de la vocación profética y de toda vocación auténtica. Descubrimos que también Isaías tiene un “secreto” y una “revelación” (apocalipsis), un secreto que desvela su misión y su destino: «¡Es mi secreto, es mi secreto! ¡Ay de mí!» (Isaías 24,16). Hoy no sabemos cuál era en realidad el significado de aquel secreto, debido a la degeneración del tiempo y (tal vez) de los copiadores y glosadores. Pero algo podemos y debemos intuir e intentar decir. Lo que sabemos es que el secreto de Isaías no tiene nada que ver con los secretos mistéricos de cierta apocalíptica (posterior a él), ni tampoco con los números y las letras misteriosas que siempre han poblado las religiones en los momentos de decadencia espiritual y que hoy experimentan un gran renacimiento. Podemos pensar que el secreto de Isaías es su vocación. Es la conciencia de estar habitado por una voz que le hace ver realidades que le causan mucho dolor. «¡Ay de mí! Los traidores traicionan, consuman la traición porque son traidores. ¡Pánico, lazo y trampa contra ti morador de la tierra!» (24,16).
Sus ojos de profeta le muestran el mundo como un gran espectáculo de traición y falsedad. Isaías ve y siente que la traición es la condición originaria de los hombres bajo el sol. Todos traicionamos, al menos una vez. Traicionamos a los amigos porque no somos bastante generosos. Traicionamos a los hijos cuando los convertimos en nuestros ídolos y “penates” domésticos. Traicionamos al cónyuge al menos con el “corazón”. Traicionamos a los compañeros y a los responsables cuando dejamos el alma fuera de la oficina y entramos con el contrato de trabajo desnudo. Traicionamos a nuestros electores cuando nuestro interés privado usa palabras de bien común sólo para seducirles. Y sobre todo nos traicionamos a nosotros mismos cuando recibimos el don de reconocer la voz verdadera pero no la escuchamos. Todos traicionamos, casi siempre, al menos una vez. Nuestro corazón hace que olvidemos las traiciones cometidas y recibidas. No podría soportar lo contrario, Pero los profetas las ven y sufren por nosotros. No pueden olvidarlas porque si lo hicieran dejarían de amarnos, nos quitarían la posibilidad de redimirlas. Siguen viendo nuestras devastaciones, infidelidades y traiciones. Pero siguen siendo “centinelas” y habitantes de la noche. Sus pupilas dilatadas les permiten ver mejor las siluetas de las sombras nocturnas y anunciar el alba que todavía no ha llegado. Ven el dolor, las equivocaciones y los pecados de su gente y saben que no pueden hacer nada o muy poco, demasiado poco. Por eso gritan: “¡ay de mí!”, “¡pobre de mí!”.
Los profetas han recibido más dones que los no profetas, pero si son fieles también sufren más. Ven más allá y de distinta manera, y por eso sufren más y de distinta manera. Ese “sufrimiento de la mirada impotente” forma parte esencial de la vocación de los profetas y de los carismas (que continúan la función profética en la historia). Es su pan de cada día, junto a las típicas y maravillosas alegrías, que son la otra cara de estas vocaciones. No se consuelan con la belleza que ven, porque el dolor por la falta de belleza, que también ven, es más fuerte. Sufren porque ven demasiado y pueden hacer demasiado poco. Sienten una potencia casi infinita en la mirada que se convierte en impotencia infinita para aliviar las penas del mundo. Permanece fiel a su vocación el profeta que aprende a habitar esta forma de sufrimiento, el que sabe mantenerse en esta impotencia sin decidir un día arrancarse los ojos del alma.
Muchos profetas se pierden por el camino, o se convierten en falsos profetas (que no sufren porque no ven), porque no logran permanecer en este sufrimiento típico, que dura toda la vida y crece con los años. Si es difícil responder a una vocación de jóvenes, mantenerse fieles a ella de viejos es dificilísimo. Para expresar esta dimensión de su “secreto”, el profeta usa la imagen de los dolores de parto de una mujer, que acaba sin la alegría del niño: «Como cuando la mujer encinta está próxima al parto sufre, y se queja en su trance, así éramos nosotros delante de ti, YHWH. Hemos concebido, tenemos dolores, pero damos a luz viento» (26, 17-18).
Dar a luz viento, engendrar vanitas. Dolores de parto sin hijo: ¿qué puede superar este dolor? Isaías, un varón, para dar palabras a esta dimensión de su vocación sólo puede recurrir a la más íntima experiencia femenina. Para él es un misterio que al menos el don de profecía le permite intuir, asumiendo la carne de su palabra. Isaías sabe que «no ha traído la salvación a la tierra», que «no ha engendrado un pueblo nuevo», que la fuerza casi infinita de su palabra no ha logrado vencer la muerte («Los muertos no vivirán, las sombras no se levantarán»: 26,14).
En ese momento su palabra se sublima y comienza el canto de la esperanza mesiánica; sale de su día y entra en aquel día: «Aquel día castigará YHWH con su espada dura, grande, fuerte, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa» (27,1). Leviatán, el gran monstruo marino que devora y mata, será finalmente derrotado. La viña no será ya deshecha y abandonada (capítulo 5), sino que aquel día «se dirá: Viña deliciosa, cantadla. Yo, YHWH, soy su guardián. A su tiempo la regaré. Para que no se la castigue, de noche y de día la guardaré» (27,2). No sabemos – como no lo sabe Isaías ni ningún profeta – cuándo llegará “aquel día”. Pero podemos creer con él que llegará. Yo sé que no veré el alba de aquel día, sé que el “tú” que entonará el “canto de la viña resucitada” será un hijo, un nieto, un niño del mundo. Esta gratuidad constituye la naturaleza profunda de la esperanza. Pero cuando el pueblo, que estaba “todavía en tinieblas”, leía estas palabras de Isaías, anticipaba la salvación, bebía ya de sus fuentes.
Este es el primer milagro de la palabra. Cuando hoy leemos y nos decimos unos a otros las palabras de la esperanza de mañana, dentro del exilio comienza el regreso y empezamos a realizar otros actos que mañana convertirán en carne las palabras que hoy nos permiten esperar. Así es como la impotencia de los ojos del profeta se transforma en una misteriosa y real potencia de la mirada convertida en palabra pronunciada y escrita.
Los profetas son los guardianes del tiempo que transcurre entre nuestro-su día y aquel día que todavía no ha llegado. Ellos dan a luz viento para que nosotros podamos engendrar hijos. Isaías sigue revelando su secreto y nos dice que aquel día sucederá también algo impensable, imposible: «Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo» (26,18-19).
No hay impotencia mayor que la que experimentamos ante la muerte. Este sufrimiento impotente lo sentimos todos, pero los profetas lo sienten con más fuerza y siempre, no sólo cuando mueren sus hijos y sus amigos. Por eso, seguramente en el alba del «primer día después del sábado» estaba también todo el dolor de los profetas por las muertes no resucitadas, el dolor de la humanidad ante las tumbas de las hijas y los hijos. La fe nos dice que fue el Padre quien resucitó al Hijo. Pero la vida y la misma fe nos sugieren que fue también el infinito dolor impotente de las madres y de los padres a lo largo de milenios quien resucitó a aquel Hijo especial y quien nos permite esperar en la resurrección de nuestros hijos y de nuestros amigos. En aquella noche estaba toda la Ley, estaban todos los profetas y estaba todo el dolor impotente de la tierra. Estaba y sigue estando.
Publicado en Avvenire el 18/09/2016.