Operativo Cóndor

Operativo Cóndor

A las 0:40 hs. del miércoles 28 de septiembre de 1966, un DC 4 de Aerolíneas Argentinas despegaba del aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, con destino a la austral ciudad de Río Gallegos. Aquellos eran “tiempos castrenses”, tres meses antes había asumido el poder Juan Carlos Onganía, general del ejército, quien había encabezado el golpe contra el gobierno cívico y democrático del Dr. Arturo Illia.

El comandante de la aeronave era Ernesto Fernández García, quien por aquel entonces ya contaba con 15.000 horas de vuelo. Durante el trayecto, el radio operador Joaquín Soler pasó el parte de las posiciones en Azul, Bahía Blanca, San Antonio, y Trelew: todo marchaba según lo dispuesto en el plan de vuelo.

Cerca de las 5 de la mañana sobrevolaron Puerto San Julián. Estaban a dos horas de Río Gallegos y a tres de Malvinas. El piloto advirtió nubes de hielo que presagiaban un peligroso frente de tormenta. Consideró la posibilidad de regresar y aterrizar en Comodoro Rivadavia, pero le corrió un inesperado frío por el cuello: un joven veinteañero lo había encañonado. No estaba solo, eran integrantes de la agrupación Tacuara que encabezaban el Operativo Cóndor. No dieron muchas vueltas, amedrentaron al comandante con amenazas contra su mujer que estaba embarazada y le ordenaron poner rumbo 105. “Vamos a las Islas Malvinas”.

Aquel comando estaba conformado por 18 jóvenes. Una de las ideólogas era María Cristina Verrier, periodista e hija de un juez de la Corte Suprema.

Fernández García se sobresaltó pero no perdió los estribos, trató de convencerlos de lo imposible de aquella misión. Les indicó que no tenía combustible para llegar, y que carecía de cartas de navegación. Las objeciones del piloto eran atendidas con suficiencia, pero ponían nervioso al líder del grupo. “El copiloto seguía todo con actitud pasiva; sin otro compromiso que el silencio profundo. El silencio de los cómplices. Tanto el copiloto, como el radio y el mecánico se mantenían ausentes de la realidad, como si comulgaran con el secuestro”, recordaría años después el comandante. 

Preocupado, se preparó para afrontar el desafío: encontrar las islas. El cabecilla le acercó una hoja con un diagrama rudimentario, hecho a lápiz, que señalaba una bahía; una cruz indicando un barco hundido; dos líneas representando lo que parecía ser el trazado de una supuesta pista, y un círculo que señalaba la capital malvinense. Ese trozo de papel y un pequeño mapa que venía adosado a su libreta de enrolamiento era de todo lo que disponía el piloto para encontrar las islas en medio del Atlántico Sur.

Aprovechando un descuido de los captores, el radio operador logró enviar un mensaje dando cuenta de la toma del avión y del desvío hacia Malvinas. Habían pasado dos horas desde el inicio del secuestro y la tensión iba en aumento. Las islas no aparecían. Estaban en el centro de un frente de nubes gélidas. La temperatura exterior era de -40°C. El piloto calculó que, con la deriva producida, de seguir así el avión iba a perderse en el océano: las Malvinas estarían quedando atrás.

El piloto urdió un ardid, aprovechando un descuido de los secuestradores, le dijo al mecánico de vuelo que consumiera la gasolina de los tanques auxiliares del ala derecha. A los pocos minutos los motores comenzaron a hacer falsas explosiones hasta detenerse. Los cabecillas tacuaristas Cabo y Giovenco se asustaron y, rápidamente, intentaron averiguar qué estaba pasando. El mecánico Baratti los miró y exclamó: ¡se nos acaba la nafta!

Los secuestradores no tuvieron otra opción que ponerse en manos del comandante, quien puso en marcha los motores, y viró al sudoeste.

A la media hora divisaban las islas. El problema siguiente era el aterrizaje.
El único lugar donde el avión podría descender era el hipódromo: un campo ondulado y curvo. Mientras Fernández García tomaba la decisión final, aparecieron de golpe seis antenas enormes. El comandante atinó a tirar los comandos hacia atrás y logró saltarlas. Se alejó de las antenas, a la derecha, llevando el aparato sobre el pueblo, viéndose obligado a saltar unos cables de alta tensión. Cortó los motores y pasó por arriba de las dos tribunas en dirección al hipódromo. Llegó el momento en que no hubo más sustentación y la rueda izquierda golpeó contra uno de los montículos de tierra. Fernández García dejó caer el avión y clavó los frenos. Apoyó la nariz y el avión se hundió hasta la mitad y finalmente se detuvo. Se habían salvado: había logrado aterrizar en 200 metros. 

Los isleños que presenciaron el aterrizaje no salían de su asombro al comprobar que el enorme cuatrimotor había logrado posarse sin un rasguño. Ni bien los secuestradores descendieron de la máquina, tomaron una veintena de rehenes. 

Fernández García, todavía a bordo, advirtió que a unos 200 metros del avión se había detenido un jeep Land Rover con una patrulla compuesta de seis Royal Marines. Enseguida envió al comisario Ferrari y a la auxiliar a informales de que había pasajeros como rehenes que nada tenían que ver con los secuestradores. El radio operador, envió un mensaje al continente haciendo saber que habían aterrizado en Malvinas sin novedad. Al día siguiente, los secuestradores se rindieron.

El 1° de octubre fueron enviados al continente bajo una fuerte custodia policial a bordo del Bahía Buen Suceso. Conjuntamente con los secuestradores se embarcaron los 26 pasajeros, la auxiliar y el comisario.
El comandante no solo logró aterrizar luego de tamaña locura, conservando sanos y salvos a todos y cada uno de sus pasajeros, sino que se encargó de hacer las gestiones del caso para preparar las condiciones de esta pista de carreras, eliminando montículos, colocando tablones de madera para desenterrar las ruedas. Merced a su pericia y decisión el comandante Fernández García logró decolar, eludir nuevamente las antenas y volar al continente. Mundo loco…

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/sociedad/el-dia-secuestraron-avion-lo-llevaron-malvinas-nid2460237

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