¿Estamos todos “en el mismo barco” o estamos bajo la misma tormenta en embarcaciones diferentes?
por Paula Luengo y Piero Cavalleri*
Si bien en estos días la pandemia sigue cobrándose víctimas en diferentes partes del mundo, la gente se esfuerza y tiene la esperanza de volver a la tranquilizadora normalidad de cada día. Pero ¿es correcto volver a la “normalidad” de antes, como si nada sustancial hubiera ocurrido? Sin siquiera preguntarnos qué debemos entender por normalidad o, incluso, si hay una normalidad para los seres humanos.
La cultura moderna, de la que somos hijos e hijas, atribuyendo un poder infinito a la ciencia y teniendo poco en cuenta los límites que siempre se han cernido sobre la condición humana, nos ha llevado hasta ahora a creer que todo puede ser “controlado” y “previsto”, es decir, de alguna manera devuelto a la “normalidad”.
La actual pandemia nos ha hecho recordar repentinamente que la normalidad no existe. Es solo una ilusión que el hombre moderno ha desarrollado en los últimos siglos para dar cierta seguridad a su irrefrenable narciso interior. La ilusión de que la normalidad existe es el resultado de un paradigma cultural dominante por el cual la naturaleza, lo que nos rodea y lo que nos habita puede mantenerse, siempre y en todo caso, bajo el control del conocimiento científico. ¡Pero no es así! Basta con mirar la emergencia climática, los desastres naturales, las guerras, el terrorismo, los flujos migratorios, las epidemias repentinas o las enfermedades incurables.
Por lo tanto, hay que admitir, más allá de los mitos modernos, que la realidad en la que estamos inmersos de manera continua e impredecible escapa a cualquier supuesto “control científico”. Tal vez, con mucha humildad, debemos aprender a no hablar más de “normalidad” y mucho menos de “emergencia”. En el engañoso horizonte de la cultura moderna, “emergencia” es todo lo que elude, solo momentánea o casualmente, la omnipotencia del conocimiento tecnológico. Podemos, en cambio, quizá volver a aprender que la vida es un continuo devenir, una constante emergencia, un flujo que nunca se calma y nunca se normaliza.
No es casualidad que, a lo largo de su historia milenaria, la familia humana haya aprendido a defenderse de la inestabilidad e inseguridad de la existencia recurriendo al poderoso antídoto de la solidaridad y la vida comunitaria. La cultura, de hecho, con sus artefactos institucionales no es más que una respuesta colectiva a los múltiples límites que se ciernen sobre nuestras condiciones de vida. Una extraordinaria adaptación creativa, elaborada por los humanos, para ir más allá de las continuas heridas de su inestable vida, que no conoce la tranquilidad de la normalidad. Solo situándose en un marco comunitario, en un horizonte de solidaridad y de cuidado mutuo, es probable que la ciencia puede liberarse de los engaños de la modernidad y volver a ser auténticamente “humana”.
La ilusión de normalidad incluye también otro aspecto, aún más retorcido: el del respeto a la dignidad humana. De la cultura moderna nació una sociedad liberal, de la que se dice que es capaz de reconocer y respetar la dignidad de cada ser humano. Sin embargo, la pandemia se ha encargado también de desenmascarar esta ilusión y de demostrar, de manera a veces cruda, que no todos los derechos reconocidos son de hecho respetados y garantizados a los ciudadanos.
Ciertamente el virus no ha discriminado entre ricos y pobres, pero su impacto no ha sido uniforme en toda la población del planeta. La crisis sanitaria ha exacerbado las desigualdades sociales ya existentes, poniendo al descubierto las condiciones de vida de quienes sufren prácticas discriminatorias y excluyentes. La situación social de las Américas ha sido un claro ejemplo de lo apropiado que resulta hoy en día hacer una pausa y reflexionar sobre la ilusión de la dignidad humana. La amplitud de la crisis sanitaria en el continente americano ha reabierto el debate sobre el papel del Estado, la política en general y las políticas públicas en particular. Podemos observar, de hecho, que la crisis desencadenada por el coronavirus ha dividido trágicamente a los trabajadores en tres grupos: los que han perdido su empleo o parte de sus ingresos; los que son considerados trabajadores “esenciales” y deben seguir trabajando incluso durante la crisis (con riesgo para su propia salud); y los trabajadores virtuales. Según datos de la ONU, más del 50 % de la población del continente americano se encuentra desproporcionadamente entre los dos primeros grupos (ONU-Report Covid-19, 2020).
La reciente explosión racial en los Estados Unidos también debe interpretarse como parte de la crisis corrosiva producida por la desigualdad y agravada por la pandemia. Los afroamericanos (y también los hispanos) sufren de manera desmedida el impacto de la crisis de salud. George Floyd es solo la última punta del iceberg. Aunque los guetos, contra los que luchó Martin Luther King en el decenio de 1960, ya no existen como tales, en los Estados Unidos sigue existiendo una segregación interseccional por raza y clase social tremendamente arraigada.
La crisis actual, por lo tanto, también nos ha revelado la ilusión de la dignidad humana. Adoptada formalmente en 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos se basa en la idea de que todos los seres humanos tienen igual dignidad y valor. Unos años más tarde, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos volvió a defender los derechos humanos, reconociendo que estos derechos derivan de la dignidad intrínseca de la persona humana. Sin embargo, los modelos económicos y políticos en los que se basa entonces la vida democrática de nuestras sociedades han producido la ilusión de la dignidad humana, es decir, la ilusión de un desarrollo humano basado en el control de los sistemas de producción, en el tener, en el comprar, en el éxito, en el ganar tiempo. La dignidad del ser humano ha quedado de hecho relegada a su capacidad de asegurar, con sus propios medios, una vida económicamente productiva. Sin embargo, estos modelos han demostrado ser el principal obstáculo a la propia e intrínseca dignidad humana.
No es cierto, por lo tanto, que en esta pandemia todos estemos en el mismo barco. Parece mucho más cierto, en cambio, que estamos bajo la misma tormenta, pero en diferentes embarcaciones. De manera tal que la distancia entre el yate privado y el bote salvavidas duele más que nunca, impactando no solo en la supervivencia, sino también en la salud mental de miles de personas. Todos los seres humanos tienen derecho a acceder a una vida digna, a que se reconozca su dignidad, más allá del nivel de vida económico alcanzado; todo ser humano tiene el derecho a sobrevivir a una pandemia, a reanudar su vida y a tener la esperanza de reconstruirla. Sin este horizonte, la dignidad intrínseca de cada persona seguirá siendo solo una ilusión.
Poner los derechos humanos en el centro de cada debate y de cada esfuerzo puede ser una buena manera de asegurar que nadie se quede atrás. La promoción de los derechos humanos puede tener un enorme impacto transformador. Puede, de alguna manera, ofrecer las bases reales de esa fraternidad que nos igualaría delante de la condición de vulnerabilidad a la que sin excepción todos estamos expuestos, ayudándonos a enfrentar la ilusión de la normalidad con un mayor sentido de realidad. Es desde una experiencia comunitaria que reconozca la dignidad de cada ser humano en prácticas concretas que muy probablemente podamos encontrar nuevas formas de enfrentar la incertidumbre de la vida y de la muerte, sin pretender la normalidad y la estabilidad como condición externa. Nuestra seguridad estaría basada en otro supuesto: la fraternidad inclusiva y transformadora. Son necesarios ciudadanos y ciudadanas conscientes, que promuevan cambios desde abajo, desde acciones colectivas y constantes altamente motivadas. Porque el alma de la dignidad humana radica en la conciencia de que todos somos hermanos ante las adversidades de la vida ·
* Paula es psicóloga de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Doctorado en la Universidad “La Sapienza” de Roma.
Piero es psicoterapeuta y docente de la Escuela de Especialización en Psicoterapia dell’Istituto di Gestalt HCC Italy.
Artículo publicado en la edición Nº 623 de la revista Ciudad Nueva