El primer balance del ataque en la iglesia de Sutherland Spring sería de 28 muertos y 20 heridos, casi la totalidad de los fieles que celebraban el domingo.
Al menos 28 personas que ayer concurrieron a la celebración dominical de su iglesia bautista de Sutherland Springs, una pequeña localidad de 700 habitantes del estado de Texas, no regresaron a sus casas.
El Mal los esperaba en el lugar para ellos más sagrado: la iglesia del pueblo donde profesaban su fe. Una vez más, un asesino con una precisión letal, pues de un total de unas 50 personas en el templo, además de los muertos, habría 20 heridos.
Las palabras sobran en estos momentos, por la todavía escasa información al respecto y por la enormidad de la tragedia. Puede que la escena haya quedado filmada por cámaras de seguridad y que eso ayude a esclarecer el hecho.
Se desconoce si estamos frente al ataque de un nuevo fanático militante del terrorismo o un nuevo estallido de locura asesina, como de vez en cuando ocurre en los Estados Unidos.
Hace pocos días New York y Rosario lloraron por la matanza de 8 personas arrolladas por un residente uzbeko en los Estados Unidos, acaso auto convertido al yihadismo del Isis, hace un mes, en Las Vegas un atacante solitario disparó ráfagas mortales contra los participantes de un concierto musical, matando a 60 personas e hiriendo a más de 500.
En cualquier caso, y en cualquier lugar del mundo donde ser verifiquen hechos tan graves, estamos ante lo absurdo. Lo es el odio que se transforma en furia descontrolada, lo es la insania mental que, en los Estados Unidos, cuenta con el derecho a armarse hasta los dientes y sin mayores controles.
Duele que ante tan abrumadora absurdidad se siga como si nada, ya sea con decisiones políticas que amplían la fractura de odio que se transforma en terrorismo, ya sea permitiendo una proliferación de armas en manos de la ciudadanía que lejos de crear más protección hace que cualquier lugar, hasta el más sagrado, puede transformarse en una cita con el Mal.