Más allá de cualquier frontera

Más allá de cualquier frontera

Un joven tucumano narra su experiencia en la reciente fiesta internacional de los jóvenes del Movimiento de los Focolares en Filipinas.

En mi casa en Tucumán, el pasado 25 de junio, empacaba mi pequeña valija, mi mochila de montaña y mi ukelele para emprenderme en la que sería una de las experiencias más profundas e impactantes de mi vida. Después de cuatro días de viaje de ida, contando mis escalas en Nueva Zelanda y Australia donde, de paso, aproveché para conocer un poco, llegué a Manila, la capital de Filipinas.

Eran las 8 de la noche y uno de los responsables de la comunidad de los Focolares de la ciudad me esperaba en la puerta del aeropuerto. Apenas salimos me recibió una brisa caliente, que ya conocía muy bien gracias al intenso verano tucumano, y nos fuimos al hotel donde me hospedaría solo esa noche, para partir al día siguiente a Kalibo, una ciudad en el centro de Filipinas, en la isla de Panay. Allí se llevaría a cabo uno de los pre-GenFest organizado por jóvenes y adultos del lugar en preparación al gran evento central.

Al llegar al aeropuerto a la mañana siguiente me encontré con un grupo de libaneses, europeos, brasileños y, claro, filipinos, con quienes compartiría los días de este programa previo al Gen Fest. Fuimos recibidos cálidamente por la comunidad local con un souvenir, una sonrisa de oreja a oreja y un gran abrazo.

Mayad-ayad nga pad-abot!” (¡Bienvenidos!), dijeron, habiéndose puesto de acuerdo. También nos decían “Salamat po!” (¡Gracias!). Sus caras expresaban una felicidad inmensa, muy parecidas a las nuestras, porque nos habían dado una bienvenida única y porque por fin después de muchas (muchas) horas de viaje habíamos llegado a nuestro primer destino.

Rápidamente dejamos todo en el hostal y nos subimos a un “tuc tuc”, una especie de triciclo conformado por una moto y una pequeña cabina con asientos, en el que nos movimos para conocer la Catedral y la plaza, y desde allí partir a un festín con danzas y comidas típicas que nos tenían preparado.

Me sentí realmente halagado por la hospitalidad de los filipinos. La calidez de su gente me recordó mucho a los latinoamericanos. Son personas que acogen, que contienen y que abrazan. Es curioso pensar que, aunque hablemos de un país ubicado en un lejano archipiélago de Asia, tengamos bastantes similitudes culturales. Su idioma, el tagalo, tiene una gran influencia española, y por lo tanto, muchas de sus palabras suenan o se escriben exactamente igual al español.

Una de las cosas que más me impactó fue conocer a los atis (aetas), una comunidad indígena de cultura milenaria ubicada en la isla de Boracay, que debe vivir marginada debido a la discriminación que sufren por parte de los empresarios del sector turístico de la zona, que consideran que “ensucian” la imagen de Boracay. Son muchas las adversidades que padecen y sin embargo su lucha por preservar sus raíces se mantiene firme. Valoran lo que son aunque les cueste sufrir. Encontré en ellos un gran valor por la familia y una relación de respeto entre todos, envueltos por una profunda espiritualidad cristiana. Quizás afuera todo puede caerse en ruinas, pero dentro de ellos la esperanza arde. Tienen fe.

Ahora, rumbo a Manila

Después de días intensos en Kalibo, llegó la hora de partir a Manila para el gran evento. Aproximadamente éramos 6000 jóvenes de los cinco continentes, la mayoría asiáticos, y del Cono Sur (Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay) éramos 35 “locos”. No creíamos lo que estábamos viviendo.

Sentía que la imponente puesta del evento, las experiencias, la música y todo lo demás terminaba siendo un agregado a la energía generada por todos dentro del recinto. Quizás no sabía nada del que estaba a mi lado, pero sentía fuertemente que estábamos unidos, que apuntábamos al mismo camino y que queríamos lo mismo para el mundo. Todas las banderas eran a lo lejos una sola, la de la Unidad, y para hacerla no era necesario algo básico como hablar un idioma determinado. Se trataba de algo más allá de esas fronteras.

La historia sigue en Tagaytay

Después del gran encuentro, tuvimos el post-GenFest en Tagaytay, al sur de la capital, donde participamos mil jóvenes para profundizar esta experiencia y darnos la oportunidad de conocernos mejor y además aprender sobre cómo seguir construyendo la unidad ante problemáticas que puedan presentarse en distintos ámbitos como la economía, la ecología, el diálogo interreligioso, el uso de las redes sociales, etc.

Llegaba el momento de despedir a tantos amigos que ahora tenía en todo el mundo y con quienes había compartido esta aventura.

En mi cabeza, me acordaba de todos los rostros, de cuánto me había sensibilizado, de cuánto ensanchaba el corazón para acoger lo nuevo, de mi nueva percepción de la realidad del otro, del desconocido, del que no tenía nada que ver conmigo, del que ahora tiene un nombre que no voy a olvidar.

Nota: Artículo publicado en la edición Nº 602 de la revista Ciudad Nueva.

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