Lejos del insaciable ídolo

Lejos del insaciable ídolo

A la escucha de la vida/18

Sin fe, nuestros hijos nunca serán ricos; con fe, nunca serán pobres

Beato Giuseppe Tovini, banquero

La fe bíblica es liberación. La alianza con YHWH es ante todo un gran camino para escapar de la esclavitud de los imperios. Aquí reside buena parte del carácter innovador y revolucionario de la Biblia: Israel acepta aliarse con un Dios altísimo, invisible, completamente espiritual y de nombre impronunciable, como camino para no convertirse en súbdito de reyes y faraones demasiado visibles, materiales, de nombres pronunciables y pronunciados. Para no acabar siendo esclavo de soberanos cuyo nombre se repite por todos los rincones del reino y cuya imagen se reproduce en miles de estatuas que dibujan el paisaje de sus imperios.

Reconocer que sólo YHWH es señor es una pedagogía extraordinaria para aprender la verdadera laicidad de la política y de la vida civil y, por consiguiente, para reconocer la naturaleza idolátrica de los imperios, pero también de algunas comunidades y familias (para no transformar a nuestros hijos en estúpidos ídolos debemos renunciar a pensarlos, quererlos y “crearlos” a nuestra imagen y semejanza).

El Dios bíblico es distinto del César porque el César no es Dios y nunca podrá serlo. Como mucho, podrá conquistar el estatus de ídolo. Los ídolos son mucho menos que Dios y son mucho menos que el hombre. La idolatría supone siempre un empequeñecimiento de Dios, pero más aún un empequeñecimiento del hombre. La profecía, al proteger a YHWH de la idolatría, nos protege a nosotros de convertirnos en la imagen de un fetiche. Por eso la idolatría es sobre todo un mensaje antropológico dirigido a la mujer y al hombre de todos los tiempos: “no te empequeñezcas, no te conviertas en la copia de una cosa demasiado mezquina; tú vales mucho más”.

Por eso, no debe sorprendernos que el libro de Isaías, que comenzó con una crítica radical a los ídolos, cierre el ciclo del llamado “primer Isaías” también con la idolatría. El rey Ezequías fue justo y por consiguiente anti-idólatra: «Él fue quien quitó los altos, derribó las estrellas, cortó los cipos y rompió la serpiente de bronce… Confió en YHWH» (Segundo libro de los Reyes, 18,4-5). Este rey justo está a punto de afrontar su mayor crisis. La superpotencia asiria, después de haber ocupado los distintos reinos de la zona, se apresta a conquistar Jerusalén. El rey Senaquerib envía una delegación para pedir la rendición. Los altos oficiales sirios hablan y se dirigen al corazón de la fe de Israel: «Que no os engañe Ezequías, diciendo: “YHWH nos librará.” ¿Acaso los dioses de las naciones han librado cada uno a su tierra de la mano de Asiria?» (Isaías 36,18). El mensaje de los embajadores asirios es muy claro: vuestro Dios es como el de los pueblos que ya hemos conquistado. Es tan impotente como ellos. Vuestra fe-confianza es vana. No es más que ilusión, estupidez, disparate. Por ello se dirigen a los funcionarios de Ezequías con estas palabras: «Decid a Ezequías: Así habla el gran rey, el rey de Asiria: ¿Qué confianza es esa en la que confías?» (36,3)..

Los asirios hablan el mismo lenguaje religioso de Israel. Quieren una rendición voluntaria, interior, libre. Los imperios saben que nunca pueden conquistar completamente a un pueblo si no conquistan su alma, si no le convencen de que su fe es una estupidez, para ofrecerle su propia fe, más inteligente. El senescal del rey asirio da muestras de conocer también el nombre del Dios de Israel, YHWH, pues dice que habla en su nombre (36,10). Como los falsos profetas. Y, como ocurre con todos los falsos profetas, inmediatamente después demuestra que es idolátrico, cuando equipara a YHWH y a los ídolos. Esta ha sido siempre la blasfemia más grande de la Biblia, incluso peor que la que niega la existencia de Dios. Aquellos que piensan: “Dios no existe” simplemente son “estúpidos” (Salmo 14), pero aquellos que lo confunden con un ídolo son idólatras. Por esta profunda razón teológica, Ezequías no acepta el “infame comercio” que los asirios le ofrecen, y desenmascara su religiosidad fingida. Por eso, Ezequías, cuando escucha el relato de sus mensajeros, se rasga las vestiduras, se viste de saco y se dirige al templo a rezar: «Tiende, YHWH, tu oído y escucha; abre, YHWH, tus ojos y mira. (…) Es verdad, YHWH, que los reyes de Asiria han exterminado a todas las naciones y su territorio, y han entregado sus dioses al fuego, porque ellos no son dioses, sino hechuras de mano de hombre, de madera y de piedra, y por eso han sido aniquilados». (37, 17-19). Su oración es espléndida, grandiosa, perfecta. Renueva su fe distinta e invita a YHWH a escuchar, a abrir sus oídos, a mirar. Le invita a “despertar”.

La primera oración en tiempos de prueba es un grito para despertar a Dios. Para poder seguir teniendo fe cuando Dios no interviene, es necesario creer que está “durmiendo”, porque si no hace nada y tampoco duerme, una de dos: o no es Dios o está muerto. El “sueño de Dios” ha sido muchas veces la salvación de la fe de aquellos que experimentan la injusticia en su silencio. La Biblia nos dice que Dios necesita nuestro grito para mostrarse como Dios. Nuestra oración-grito es necesaria para que la impotencia se convierta en omnipotencia. Solamente si Dios no es un ídolo puede despertarse, oír, mirar y ver, porque los ídolos están mudos y son sordos y ciegos; no duermen porque están muertos desde siempre.

Después, Ezequías manda emisarios a Isaías para escuchar su palabra. El rey reconoce que su ministerio real es insuficiente en ese momento decisivo para su pueblo, cuando «los hijos están para salir del seno, pero no hay fuerza para dar a luz» (37,3). Las imágenes femeninas usadas en el libro de Isaías son espléndidas. Ezequías sabe, porque es un rey justo, que está en juego la identidad profunda del pueblo (su fe en YHWH) y por consiguiente debe recurrir a la profecía, que es un recurso esencial cuando el alma colectiva está amenazada.

En tiempos ordinarios, la sabiduría del buen gobierno puede ser suficiente para construir fortificaciones, abonar los campos y conducir bien la economía y el comercio. Pero cuando la identidad del pueblo está en peligro, la política debe saber dejarle su sitio a la profecía, porque son otros los recursos y “competencias” que se necesitan. Hay demasiadas crisis grandes que no se superan porque los políticos no tienen la humildad de pedir ayuda a los profetas: no los buscan, no los conocen, no los encuentran, o sencillamente ya no están porque han muerto, están en el exilio, o han huido a otras tierras donde no matan a los profetas. Pero en aquella ocasión la profecía no había muerto ni había huido de Jerusalén. Isaías estaba y Ezequías lo sabía, porque le conocía. Es un rey justo. Manda a buscarle, escucha su palabra y así salva a su pueblo.

Isaías repite las mismas palabras que le había dicho muchos años antes a Ajaz, un rey injusto e idólatra: «No temas», no tengas miedo. Esta es siempre la primera palabra de los profetas que no son falsos. En cambio, los falsos profetas alimentan el miedo con el fin de ofrecer sus falsas soluciones. Los profetas se quedan los miedos para ellos mismos y al pueblo le dan paz, porque saben que en tiempos de prueba lo primero que hace falta es reconstruir la paz interior del alma, que, cuando es presa del temor, no logra escuchar palabras de verdad. Y añade: «Así dice YHWH del rey de Asiria: “No entrará en esta ciudad, no lanzará flechas en ella, no le opondrá escudo, ni alzará en contra de ella empalizada. Volverá por la ruta que ha traído. No entrará en esta ciudad» (37,33-34).

Y así fue. Jerusalén no fue conquistada, el pueblo no fue deportado. No sabemos reconstruir y narrar la secuencia ni la concatenación histórica de los hechos que llevaron a los asirios a renunciar a la toma de Jerusalén. El libro de Isaías y el segundo libro de los Reyes (capítulos 18 y 18) nos dan versiones distintas. Lo que le interesa al redactor final del libro de Isaías es asociar la salvación de Jerusalén y de la nación a la fe de Ezequías, a la palabra de Isaías y, por tanto, a YHWH. Le interesa contarnos, con los datos históricos que tiene a su disposición, lejanos y parciales, un episodio crucial de la historia de Israel, en el que el pueblo, ante una gran crisis, no pierde la fe y se salva. Es un relato escrito y madurado durante el exilio babilonio, cuando el pueblo experimenta el fracaso de la fe que un día le había salvado.

En Isaías y en los profetas la fe siempre está indisolublemente unida a la confianza y a la salvación. Tener fe es confiar en que aquel Elohim, que un día les habló a los patriarcas y le reveló su nombre (YHWH) a Moisés, no es un ídolo, sino que está vivo y actúa en el mundo y en su historia concreta para salvarles. En la Biblia la salvación es prenda de la fe. El hecho de que los asirios no conquisten Jerusalén es importante antes que nada porque es señal de que YHWH actúa y no están confiando en un dios fetiche.

Nosotros nos salvamos si creemos. Y creemos si somos capaces de fiarnos, de confiar, y por consiguiente de leer nuestra salvación como una verdad de la fe. Mientras podamos contar que “un día” fuimos salvados por no haber creído en los ídolos, siempre podremos esperar la llegada de “un día” en que un no-ídolo nos libere.

La idolatría hoy está muy extendida porque se presenta como laicidad, como espíritu post-religioso y finalmente adulto. Así no nos damos cuenta de que el “fetichismo de las mercancías” se ha convertido en la nueva religión de masas de nuestro tiempo. Es un culto que cuenta con millones o miles de millones de tótems, porque con la desaparición de las comunidades y el post-capitalismo, los ídolos se han personalizado, diseñado y producido en base a los gustos de cada consumidor, sumo y único sacerdote de un “templo” vacío de personas y lleno a rebosar de objetos.

Toda cultura idolátrica es una cultura sólo de consumo, y toda cultura sólo de consumo es implícitamente idolátrica. El ídolo es el consumidor perfecto y soberano, que nunca se sacia de mercancías. En estas sociedades, el trabajo y la producción carecen de alegría y de sentido: trabajamos sólo y siempre como esclavos, para producir ladrillos con los que levantar las esfinges y las pirámides del faraón-dios. Todos somos escultores y forjadores de ídolos, dentro y fuera de las religiones. Mientras haya un ídolo en la tierra, seguiremos necesitando profetas.

 

Publicado en Avvenire el 23/10/2016

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