Un joven de Buenos Aires, criado en la Patagonia y que por estudios hoy vive en Estados Unidos, cuenta lo que experimentó al unirse al grupo que dio vida a las Vacaciones Diferentes en El Espinal, Salta.
Recuerdo con nitidez el momento en que me subí al avión rumbo a las vacaciones y por un momento me cuestioné a dónde estaba yendo. Iba a convivir con 40 personas que no conocía, en un pueblo pequeño al sur de Salta de carácter decididamente rural (ver Ciudad Nueva n.° 605). ¿Quién me había convencido de ir a hacer esta experiencia? Ni siquiera tenía amigos que viajaran conmigo.
Al llegar confirmé esta idea que tenía en mente. Sí, iba a convivir con gente que no conocía en un lugar completamente distinto al que hace a mi hábitat natural. Tampoco había wifi y el tiempo parecía pasar un poco más lento. Allí me cayó la primera ficha, “bienvenido a otra realidad”. Yo venía del “…mundo tan codificado con internet y otras navegaciones…”. Del ruido de la gran ciudad y los problemas de no tener 4G, 24/7. Esto era otra cosa y había un desafío grande, generar vínculos, conocernos, dar y recibir.
Fue un gran impulso ver que entre los que estábamos había varios reincidentes, lo cual además de llamar mi atención me hizo ver que algo especial los seguía atrayendo a través del tiempo, así como las ballenas vuelven a la misma bahía año tras año. Seré sincero, no le encontré el sentido más trascendental que los hacía regresar hasta pasados tres o cuatro días.
Las vacaciones en El Espinal son un proceso interno y externo al mismo tiempo. Es la experiencia de cada uno, construida entre todos. Tardé un tiempo en salir del mundo que venía en mi cabeza, pues si bien sabía que iba a hacer una experiencia de este estilo, la inercia logró mantener mi cerebro en su rutina unos días más. Del mismo modo en que una aeronave necesita hacer algunos metros con los motores en reversa mientras avanza para lograr detenerse y aterrizar, esos primeros momentos rodeados de tanto amor desbordante fueron los que me permitieron aterrizar y así vivir todo lo que vino a continuación.
De esta forma las ganas de saber quién me había escrito en whatsapp cambió por saber más del que tenía en frente, fuere quien fuere. Comenzaron las noches de poco sueño y mucha guitarra, mate y juegos de mesa. Cada persona, de El Espinal y del grupo viajero, era un tesoro nuevo para descubrir. Cierro los ojos y no dejo de sorprenderme de cómo todos actuaban de manera implícitamente sincronizada al servicio de los demás, poniendo a disposición todas y cada una de sus habilidades y ganas. Allí comenzó otro problema: “¿cómo establezco vínculos con todos? Me quedan solo cinco días”. No voy a negar que eso me desesperó un poco pero otra vez, fue el desafío más grande confiar en vivir el momento presente y que este fuera dictando con quiénes compartiríamos más tiempo, y con quiénes menos.
Así comencé a percibir un sentimiento de alegría compartida enorme. La idea de unidad y familia eran reflejadas en la algarabía de los chicos corriendo por el patio y la gente charlando mate en mano. De repente muchas cosas se convirtieron en un ‘sí’ instantáneo, hasta las cosas más insólitas (como hacer de presentador en una noche de juegos, ¿quién hubiera dicho?), con un hilo de oro que iba uniendo todo. La gente del pueblo era uno más entre nosotros y creo que también nosotros logramos ser uno más para ellos. Esa unión es la parte más linda. Literalmente ellos, y de corazón, nos abrieron la puerta de su casa y nos dejaron entrar como viejos amigos a charlar y tomar mates.
Estoy convencido de que este es el tipo de experiencias donde hay un dejo sobrenatural que guía los pasos y nos muestra el sendero. Nosotros somos solo un instrumento más, pero es el amor y el recibimiento enorme de todo El Espinal para con nosotros el que guía que esta experiencia sea lo que es para cada uno. Pasó una semana desde que nos volvimos y creo que el fuego, el amor y la familia que sentimos ahí no solo durarán un buen rato más, sino que también nos transformarán de aquí en adelante. De veras, los invito a probarlo ·
por Agustín Figueroa Nazar
Artículo publicado en la edición Nº 606 de la revista Ciudad Nueva