La salvación no es una empresa

La salvación no es una empresa

En la frontera y más allá/5

«La espiritualidad en el trabajo parece ser un nuevo y significativo paradigma en la dirección de empresas, que los ejecutivos podrán aprovechar con el fin de mejorar sus propias organizaciones y aumentar, entre otras cosas, el niveles del compromiso organizativo, la satisfacción y el desempeño de los empleados»

Sofia LupiLa espiritualidad en las organizaciones

La antigua “ley de Gresham” (la moneda mala expulsa a la moneda buena) está volviendo a la vida en el “mercado de la espiritualidad”. Esta ley se cumplía cuando circulaban en las plazas dos tipos de moneda, la buena y la falsa, que no era fácilmente reconocible. Todo el mundo quería librarse de la moneda falsa y así la hacía circular, mientras que en poco tiempo la buena desaparecía de la circulación.

El culto capitalista-meritocrático, más “ligero” y de rápida circulación, está desplazando a la fe genuina y tradicional. Vende sus cultos totémicos como una gran innovación, que amenaza con infectar incluso lo que queda de la antigua fe, que se ve embelesada y seducida a su vez por el nuevo culto. La primera gran operación del capitalismo de última generación consistió en reducir a mercancía la espiritualidad y las religiones. La segunda y más reciente operación es una auténtica obra maestra: transformar las grandes empresas en los primeros consumidores de estas “mercancías espirituales”.

Pensemos en los ritos empresariales, nueva moda en las grandes empresas, donde las formas litúrgicas y los rituales típicos de las antiguas idolatrías son cada vez más frecuentes. Ritos de iniciación colectiva y “team building” en los que se abandona a los grupos de trabajo durante unos días en bosques o desiertos; juegos de rol cada vez más extravagantes encaminados a acrecentar el “espíritu” de equipo; sesiones de “escape room”, donde se encierra a las personas durante un tiempo para que resuelvan enigmas y encuentren la salida dentro del tiempo establecido. Son verdaderos ritos sociales, que están sustituyendo a los ya arcaicos ejercicios de “confianza”, donde uno se dejaba caer de espaldas y así mostraba su confianza en los demás miembros del grupo.

Cuando algunas empresas innovadoras introdujeron estos juegos para adultos, hace unos años, los veíamos como momentos de recreo e incluso nos resultaban divertidos. Pero en un momento dado el juego se nos fue de las manos, se acabó la risa y nos convencieron de que todo era muy serio. Y nos lo creímos. Incluso las tradicionales convenciones, donde todos los empleados se ponían el uniforme (o la camiseta) de la empresa y cantaban sus tristes himnos, han sido sustituidas por liturgias más sofisticadas. Una de ellas es el “teatro de empresa”, donde los empleados, en las fiestas, representan piezas teatrales escritas o revisadas por los consultores, para sublimar los conflictos y las frustraciones del trabajo. O los llamados “road show”, donde los altos ejecutivos visitan las distintas secciones o filiales para conocer directamente a los trabajadores en su ambiente.

Son verdaderas visitas pastorales, que se alternan con otras ad limina (NdR: se alude a la visita que periódicamente los obispos de un país hacen al Papa). Así pues, no debe sorprendernos que una última frontera de las grandes empresas sea la espiritualidad de la dirección, que está conociendo un verdadero boom. Cada vez hay más congresos, cursos y libros sobre temas fascinantes: “amor y perdón en la dirección”, “cómo formar líderes espirituales”, “interioridad y liderazgo” y muchos otros.

Las empresas invitan a gurús de cualquier “religión”, antigua o nueva, con tal de que acrecienten el “capital espiritual” y cultiven el karma de la empresa. Algunas empresas ya disponen de “meditation rooms” donde es posible dedicar algunos minutos (bien tasados) a recuperar energía espiritual. Otras realizan verdaderas liturgias y oraciones al comienzo de las reuniones de trabajo o de los “retiros espirituales” de empresa.

Hace mucho que la economía conoce bien estos ritos y liturgias “laicas”. Pero hasta hace poco tiempo permanecían secretas, accesibles sólo para algunos, y eran contrastadas con fuerza por las iglesias y el mundo del trabajo. Hoy son públicas, populares y alabadas por (casi) todos.

Un ámbito en el que esta oleada de espiritualidad es especialmente evidente y peligrosa es el variado mundo del liderazgo. Líder y liderazgo, conjugados con adjetivos cada vez más creativos, se están convirtiendo en el santo y seña de esta nueva religión, que casa perfectamente con la ideología meritocrática. Palabras como responsable, director o jefe ya están viejas y superadas, relacionadas con un capitalismo demasiado trivial. Por eso surgen estos nuevos términos, pronunciados siempre en inglés, la lengua sagrada.

Los líderes, a diferencia de los viejos directores, deben tener carisma, atractivo. En las nuevas empresas es indispensable obtener el consenso del alma y del corazón, no basta el del contrato, y sólo un líder puede ganarse esta adhesión del espíritu.

Debido a la naturaleza misma del liderazgo, no todos podemos ser líderes. Para eso están los consultores y los profesionales, que saben reconocer en los trabajadores las señales de la vocación al liderazgo. Los seleccionan, los forman y los preparan para su misión, que esencialmente consiste en manipular el consenso de las personas a las que guían para que den un asentimiento voluntario a las propuestas del líder.

El objetivo último del líder es la adhesión intencionada y libre de sus seguidores a los objetivos del grupo, que hay que interiorizar y seguir gracias a la habilidad y al carisma del líder. Es la superación definitiva de la jerarquía y de la coerción: el líder tiene el don de transformar órdenes exteriores en órdenes interiores, donde cada seguidor, adhiriéndose íntimamente a las directivas del líder, se obedece sólo a sí mismo, con el mayor respeto a la autonomía del trabajador-seguidor. Finalmente se hace realidad el sueño de un sistema de producción “fraterno”, no basado en el conflicto y en la lucha, sino en el consenso libre y recíproco del corazón.

Si leemos con atención entre las líneas de la nueva teoría y praxis del liderazgo de última generación, descubriremos que la figura del líder ideal es el profeta; es decir, alguien a quien se sigue libremente y con alegría por la fuerza de su carisma, por su autoridad, por su atractivo espiritual. Alguien que tiene la capacidad de convertir interiormente a sus seguidores sin necesidad de ninguna orden ni control, porque los trabajadores interiorizan su palabra, haciéndose perfectamente autónomos y ley para ellos mismos. Y sobre todo están felices de seguirle.

El liderazgo de última generación se presenta como un liderazgo espiritual, dando vida a una nueva forma de meritocracia: la “meritocracia espiritual” (Shawn van Valkenburgh). Esta new age empresarial del tercer milenio, uniendo meritocracia y espiritualidad, está implementando perfectamente la religión retributivo-económica contra la que lucharon con todas sus fuerzas Job, los profetas y después el cristianismo.

Lo más impresionante es que todo esto está ocurriendo no sólo ante el silencio del mundo amigo del trabajo verdadero y de la gente, sino también de buena parte del mundo eclesial y de las “verdaderas” religiones en general. Entre los gurús a los que se invita para que hablen de espiritualidad a los directivos, se encuentra un número cada vez mayor de monjes y sacerdotes. Los cursos de liderazgo para párrocos y “líderes” de comunidades religiosas crecen como la espuma, organizados y vendidos, evidentemente, por las mismas sociedades de consultoría y escuelas de negocios.

Por desgracia, los promotores y divulgadores de estas cuasi-teorías no saben que los profetas bíblicos y los fundadores de auténticos movimientos carismáticos, nunca se consideraron líderes. Los principales profetas de la Biblia (de Moisés a Jeremías), cuando recibieron la llamada de Dios, opusieron resistencia, precisamente porque no se consideran líderes y mucho menos querían serlo.

La sola idea de ser líderes les aterrorizaba. En cambio, donde sí se reunían espontáneamente

muchos hombres que ansiaban convertirse en líderes era en las escuelas proféticas, que producían multitud de “profetas de profesión” y, sobre todo, muchos falsos profetas y charlatanes. La primera ley que la gran sabiduría bíblica nos ha dejado reza: “desconfiad de aquellos que se ofrecen como candidatos a profetas, porque casi siempre son falsos profetas”, embaucadores o, como diríamos hoy, simplemente narcisistas.

La historia y la vida verdadera nos dice que uno se convierte en “líder” cuando no quiere serlo. Pero sobre todo nos dice que cuando las comunidades se ponen a diseñar líderes en un despacho acaban, en el mejor de los casos, haciendo un agujero en el agua, y en el peor, formando monstruos, aunque estén movidos por las mejores intenciones. Hace apenas un par de décadas, cuando todavía estaba viva la tradición sindical y la cultura del trabajo de verdad, estos fenómenos habrían sido denunciados como abusos de la peor calaña, habría sido objeto de lucha y, sobre todo, de ridículo y mofa. Esta nueva sub-cultura se habría hundido entre risas y desdén. Hoy, en cambio, dada la crisis espiritual y ética en la que hemos caído, estas manipulaciones se presentan como innovación, humanismo, gestión participativa y modernidad, y son acogidas con entusiasmo.

Hoy debemos pedir a las empresas más laicidad, muchas más laicidad. Que cumplan con su deber y redimensionen sus propósitos imperialistas en el mundo y en el alma. De las empresas no queremos profetas ni salvación, sino que nos dejen más espacios libres, un pedazo de tierra libre donde podamos cultivar las plantas y las flores que nos gustan.

Las empresas pueden hacer muchas cosas buenas, pero no todas. Que las empresas que quieran aumentar sinceramente el bienestar de sus trabajadores (las hay), las que hayan comprendido que cultivar la vida espiritual les hace vivir mejor, les dejen un tiempo adecuado para cultivar estas dimensiones esenciales de la vida pero fuera del puesto de trabajo. Con su familia, con sus amigos, con sus comunidades. Que no busquen el monopolio de las vidas y de las almas.

La espiritualidad buena, que da vida, necesita más aire que el que cabe dentro de la oficina, más cielo que el que se ve desde las ventanas de la empresa, más luz que la de las lámparas led. Y sobre todo necesita dos palabras que se podrían resumir en una: libertad y gratuidad. El arte, la fe o la oración se encuentran entre las expresiones humanas más hermosas y sublimes, porque no tienen otro fin que la belleza, la fe o la oración. El único fin que pueden tener es el infinito. En cambio, cuando intentamos orientarlas, darles una finalidad, usarlas, estas realidades maravillosas se convierten en caricaturas, en juguetes y, a veces, en monstruos.

Detrás de la oferta y la demanda de espiritualidad que está surgiendo del capitalismo ciertamente también hay buenas intenciones, mezcladas con manipulaciones y mucha ingenuidad. Pero los efectos más importantes en las realidades sociales y organizativas son los no intencionados y los de medio plazo. Si hoy infravaloramos el movimiento de la espiritualidad empresarial, si no lo criticamos e incluso lo alentamos, tal vez mañana, para encontrar una misa en la ciudad, tengamos que pedir que nos dejen entrar en una empresa. Será una misa laica, aunque muy espiritual, ofrecida gratuitamente. Y nosotros daremos gracias.

Publicado en Avvenire el 19/02/2017

 

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  1. Hola.Soy Carmen de Ushuaia.Cuantas veces creemos que “el mundo está cambiando ” viendo estas ” luces falsas” pero que tienen un cometido muy distinto al de promover el bienestar real de la persona integrada a la familia y la naturaleza.Gracias nuevamente por la claridad en estos temas!

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