Los primeros tres meses de gestión del presidente de Brasil indican una neta negación de los derechos de esas comunidades.
“La situación de los pueblos indígenas de Brasil nunca ha sido muy buena. Pero en 42 años trabajando en la Amazonia, este es el momento más peligroso que he visto”. “Es como si el Gobierno nos tuviera en el punto de mira ahora, para eliminarnos”. Las afirmaciones pertenecen respectivamente a Sydney Possuelo, ex director del Departamento de Asuntos Indígenas de Brasil (FUNAI), y a David Karai Popygua, vocero de la comunidad guaraní. Ambas resumen la preocupación por la postura claramente hostil hacia los indígenas brasileños del Gobierno del presidente Jair Bolsonaro. Era de esperarlo. En su historial político las posturas de Bolsonaro contemplaban el compromiso de no agregar un solo centímetro de tierra indígena protegida bajo su conducción; la intención de integrar por la fuerza a los pueblos originarios “al igual que el ejército, que hizo un gran trabajo en esto”. En 1998 sostuvo que era “una pena que la caballería brasileña no fuera tan eficiente como la estadounidense, que exterminó a los indios”. En 2015 afirmó: “No hay tierra indígena que no contenga minerales. Hay oro, estaño y magnesio en esas tierras, especialmente en la Amazonia, el área más rica del mundo. No entro en ese embuste de defender la tierra para el indio”. Quitar la tierra a la agroindustria para dársela a los indígenas es para él un crimen, lo afirmaba en 2017, un delito de lesa Patria. “En 2019 vamos a desmarcar [quitar la protección legal a la reserva indígena de] Raposa Serra do Sol. Vamos a dar fusiles y armas a todos los ganaderos”, prometió en el Congreso en 2016. Y eso sin contar múltiples expresiones ofensivas contra los pueblos originarios. Para el presidente el hecho de que posean otra cultura, otra lengua, los hace una suerte de ocupantes extraños del territorio, sin recaer en el hecho de que eso ocurre desde tiempos inmemoriales.
En estos primeros – caóticos – tres meses de gestión a las declaraciones han seguido los hechos, todos claramente en perjuicio de las comunidades en un país en el que los líderes de los pueblos originarios son frecuentes víctimas de los sicarios de los productores agrícolas que pretenden extender las áreas cultivadas invadiendo territorios, al tiempo que numerosos proyectos de obras públicas, ingresas en las áreas protegidas sin el consentimiento de sus pobladores.
En su primer día como presidente, Bolsonaro pasó la demarcación y regulación de los territorios indígenas de la FUNAI al ministerio de Agricultura, cuya titular adhiere a la visión del mandatario sobre los indígenas y aceptó una donación para su campaña electoral de un terrateniente acusado de asesinar un líder indígena. La restructuración tendrá una vigencia de 120 días, pues debe contar con el voto del Congreso para transformarse en ley.
El Gobierno invocó la “seguridad nacional” para pasar por encima de los derechos constitucionales del pueblo waimiri que se opone a la instalación sin su consentimiento de un tendido eléctrico a lo largo de 100 km de su territorio, que no proporcionará energía a sus comunidades.
También ha sido cambiado el régimen de concesión de licencias medioambientales para facilitar la construcción en tierras indígenas. Carreteras que cruzarán la selva tropical, puentes, grandes obras tendrán menos limitaciones. Bolsonaro ha amenazado con retirar al país del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre los derechos de los pueblos indígenas. En contemporánea, Survival Internacional, la ong que defiende los derechos de los pueblos originarios en todo el mundo, señala no menos de 14 territorios indígenas atacados por invasores ilegales, a menudo armados. No hubo reacciones oficiales ante el incremento casi del 50% de la deforestación en el país, por tanto, empresas madereras, ganaderas, mineras, petroleras… cuentan con que el presidente las apoya. De hecho, sí hubo una iniciativa para limitar y controlar la acción de las ong, al emitirse un decreto que establece que las autoridades podrán “supervisar, coordinar, monitorear y acompañar” sus actividades. Algunos grupos ecologistas han sido amenazados de expulsión. La idea del Ejecutivo es que tales resistencias bloquean el desarrollo únicamente representado por los intereses de la agroindustria y las empresas que explotan recursos naturales. Y eso incluso donde viven comunidades que aisladas del contacto con la “civilización”.
Estas posturas radicalizadas, y racistas, están suscitando no solo un debate sino también la movilización de grupos políticos en el Congreso y de la Justicia del país, ante un atropello evidente de derechos reconocidos por la constitución. Un tema menor para Bolsonaro, quien claramente considera que la ley y la democracia son apenas herramientas funcionales al poder, y no una garantía de funcionamiento del Estado de derecho. Habrá que ver si será lo mismo para el resto del país.