La escuela como bien común

La escuela como bien común

Nace una nueva cultura de las instituciones (segunda parte)

La entrega anterior suscitó en uno de los lectores una generosa crítica. Me hizo notar que comenzar con una cita del evangelio puede desalentar a quien busca otra cosa, al mismo tiempo que quien advierta algún comentario bíblico se sienta defraudado más bien por lo incompleto.

Esta sugerencia me hizo inmediatamente pensar en una querella epistemológica propia de los filósofos. La discusión en cuestión es si es o no verdadera filosofía la filosofía cristiana. Para los primeros pensadores adherentes a este movimiento era una forma de distinguirse de otros pensadores. En los inicios no hubo quien dejara de pensar que la filosofía cristiana era una suerte de “topos” de la teología monástica. Esta idea se basa en la consideración del monje como realizador de la forma más pura de la sabiduría del Evangelio. A medida que el mundo fue experimentando una cierta desacralización intelectual, en algún sentido positiva –dado que sería una suerte de reconocimiento del poder de la naturaleza racional para acceder a las cosas de Dios– esta idea se fue desvaneciendo. Aunque nunca del todo. A medida que fue ganando terreno el existencialismo, la pregunta filosófica ya no era qué son las cosas, sino cómo son. Del mismo modo, la pregunta ya no era sobre el carácter cristiano de la filosofía, sino de la experiencia del filósofo que además de ser un pensador es creyente. Humildemente este es el eje del debate de la nueva cultura. Una cultura que de ser tan indiferente se ha vuelto irreal, porque no solo deja de lado las cuestiones del espíritu, sino que, en ese ejercicio de asepsia subjetiva, deja de lado su carácter relacional.

Todos, científicos, empresarios, educadores, trabajadores, hombres y mujeres, necesitamos un baño de humildad. En los últimos cuarenta años, sino más, hemos cultivado una doble ilusión: por un lado, creer que el crecimiento es lineal y constante. Concomitante a esta primera ilusión está la segunda, no menos dañina: creer que la humanidad no tiene límites.

Cada tanto, en este tiempo, hemos adquirido la habilidad de automedicarnos con antídotos ponzoñosos, llenos de falsa humanidad. Nos creímos que la solución era la tolerancia, palabra que detesto, porque me suena al ejercicio de aguantarnos, más que de caminar con otros. Algunas enfermedades mentales hacen que el enfermo que las padece se ensimisme y pierda todo contacto con la realidad. La tolerancia tiene algo de eso, tolero que estés al lado, que digas lo tuyo, pero la verdad, no me interesa.

Esta falsa prudencia nos ha llevado a no tomar riesgo, propio de la inacción de quien tiene mirada de corto plazo. El hombre prudente asume riesgos, porque ve allá lejos y toma decisiones ahora en post de ese destino.

Para aspirar a un verdadero cambio de cultura debemos cambiar nuestro modelo de comportamiento. Debemos ser capaces de hacer frente a la vulnerabilidad, propia y ajena.

Si hay institución que puede aportar de manera significativa al cambio de comportamiento, ésta es la Escuela.

La Escuela, al menos en nuestro país, discute su carácter público, aún cuando sea gestionada por el Estado o por emprendedores privados. La verdad, es hora de sortear este dilema. Según Aristóteles, la afirmación de que el hombre nace para vivir con los demás se sustenta en dos elementos indispensables: la propensión a la compañía de los semejantes y la utilidad que el hombre obtiene de “estar con”. El primer elemento tiene que ver con la dimensión verdaderamente humana del hombre, la segunda con su capacidad de cálculo. Si pudiéramos hablar de la educación como un bien común podríamos contribuir a combatir la separación de estos dos elementos esenciales que el mandato utilitarista ha aislado.

Cuando una madre o un padre viene a pedir vacante a una escuela de gestión privada de los barrios de la periferia, no va en busca de la excelencia, escapa de un lugar que no da respuesta. Esta decisión lógica, al mismo tiempo, evidencia la aceptación de no poder resolver el problema en soledad y abona la solución utilitarista.

Cuando proponemos acercarnos a la tesis del bien común, que algunos economistas sostienen, como Stefano Zamagni, debemos tener cuidado de no confundir este carácter de común con la suma de bienes privados ni con el bien público. En el bien común –como dice Zamagni– el provecho que cada uno obtiene por el hecho de formar parte de una comunidad no puede separarse del provecho que también otros obtienen. Es como decir que el interés de cada uno se realiza junto al de los demás, no en contra (como sucede con el bien privado), ni prescindiendo del interés ajeno (como ocurre con el bien público).  Común es lo que no es sólo propio ni tampoco de todos indistintamente.

¿Cómo sería la escuela de la nueva cultura? Para que la comunidad se la apropie, como bien común, primero debe atender la demanda del entorno. Para ello requiere flexibilidad, menos Ministerio y más ministerio. Es decir, menos institución y más vocación. Pero ¿cómo resolvemos las desigualdades? Ajustando la dosis terapéutica: Más misión. Sólo así se dará más al que más necesita, y les puedo asegurar que funciona. Las nuevas experiencias de aprendizaje colaborativo dan cuenta de esto.

Los últimos días están alertando a los expertos en educación. En países como los nuestros, uno de cada cinco niños no tiene conectividad ni dispositivos para poder seguir las clases de manera virtual, como dictan las medidas de aislamiento. Al mismo tiempo según el estudio de Mobile Regional Insights que elabora la Mobile Marketing Association, la Argentina lidera la región en relación a la cantidad de teléfonos inteligentes por habitantes. La última medición arrojó 39,9 millones de usuarios únicos.

En la escuela donde trabajo aparecieron alumnos, docentes, familias que, conociendo esa desigualdad, aportaron su smartphone, Tablet o dispositivo sobrante para que otro pueda usarlo. Un buen ejemplo de economía circular, en el que la escuela también puede aportar.

El educador de la escuela de la nueva cultura tendrá que abandonar el rol de repositorio de saberes –hoy otros medios lo superan– para dedicarse más a la didáctica. Necesitamos más educadores dispuestos a aprender con los alumnos y de los alumnos. Una vez más se va a demostrar que el progreso es heterodoxo. Las ciencias, como las personas, nos hacemos más profundas de un modo dialéctico. Se requiere un salto de lógica. No importa tanto la verdad, o solo la verdad, sino su difusión.

La escuela así concebida, con estos nuevos educadores, finalmente será como sacramento de la nueva cultura, es decir, su signo más visible.

*El autor es presidente de la Fundación Charis Argentina.

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