Profecía e historia / 29 – En la derrota, cuando una historia termina, se descubre la verdad y la fuerza de Dios.
«¿Por qué te has llevado a mis hijos, por qué los has hecho morir a espada y los has dejado a merced de los enemigos? Entonces, el Dios supremo sintió compasión y dijo: Por ti, Raquel, por ti devolveré a los hijos de Israel a su tierra». Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos
Con la destrucción de Jerusalén y el exilio, el comentario a los libros de los Reyes llega a su fin. Pero incluso el exilio puede esconder una paradójica <oikonomía>.
«El día primero del quinto mes – era el año diecinueve del reinado de Nabucodonosor en Babilonia – llegó a Jerusalén Nabusardán, jefe de la guardia, funcionario del rey de Babilonia. Incendió el templo, el palacio real y las casas de Jerusalén, y puso fuego a todos los palacios. El ejército caldeo, a las órdenes del jefe de la guardia, derribó las murallas que rodeaban a Jerusalén. Nabusardán, jefe de la guardia, se llevó cautivos al resto del pueblo que había quedado en la ciudad, a los que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de la plebe» (2 Re 25,8-11). Con el final de la historia de Jerusalén, con la ciudad ocupada, destruida y pasto de las llamas, y con parte del pueblo deportado a Babilonia, termina nuestro comentario al segundo libro de los Reyes. Concluye también la historia que había comenzado con el Génesis, en el caos informe, vivificado y ordenado por el Espíritu. Allí es donde aparece el Adam, el centro de la creación que culmina con el shabat, el acto/no-acto con el que Elohim, en el séptimo día, “detiene” (shabat) su creación y se separa de ella. Esta detención y esta separación suponen, a su vez, el comienzo de la historia, es decir ese entramado de vida y muerte, de virtud y pecado, de palabras de Dios y palabras de hombres y mujeres que conforman la Biblia. El shabat (no el hombre) es el culmen de la creación, así como su destino y su eskaton. La creación termina con el shabat para decirnos que la historia terminará cuando todo sea shabat, cuando la misma ley valga para todos los hombres y mujeres sin las distinciones de los estatus de los seis días restantes, y cuando la fraternidad humana abrace la tierra y el cosmos. Nunca encontraremos una relación posible y capaz de futuro con la creación sin una nueva cultura del shabat, sin aprender a “parar”.
Hoy termina la “historia” de Adán, Eva, Caín, Abel, Noé, Abraham, los patriarcas, Egipto, Moisés y la liberación de la esclavitud, la tierra prometida y, después, Samuel, Saúl, David y la monarquía, hasta el último rey de Judá, Jeconías, con el que se cierra el segundo libro de los Reyes: «El año treinta y siete del destierro de Jeconías de Judá, el día veinticuatro del mes doce, Evil Merodac, rey de Babilonia, en el año de su subida al trono, concedió gracia a Jeconías de Judá y lo sacó de la cárcel. Le prometió su favor y colocó su trono más alto que los de los otros reyes que había con él en Babilonia… Y mientras vivió se le pasaba una pensión diaria de parte del rey» (2 Re 25,27-30). Han pasado treinta y siete años desde la deportación (en el 561). Ahora encontramos una nota de esperanza: Jeconías, el rey considerado por una parte del pueblo (y por el redactor) como legítimo heredero de David, es liberado y se le asigna un puesto de relieve en la corte del nuevo rey de Babilonia, hijo de Nabucodonosor. Este dato se encuentra también en Jeremías (52,31-34) y es confirmado por algunos textos encontrados en Babilonia. La historia de Israel se cierra con el auspicio de que el exilio no tenga la última palabra. Tal vez este final sea un eco de la grande y constante enseñanza del profeta Jeremías: se ha acabado una historia, pero no la historia, porque un resto volverá. El redactor de estos últimos y tremendos capítulos ve en la rehabilitación del último rey de Judá una señal y un anuncio de que la historia que comenzó en el gran silencio de la creación tendrá continuidad. En la tela bíblica que va desde el Génesis hasta el último rey davídico, las palabras y las acciones de los profetas se entrelazan con la trama de los hechos históricos. Tanto las palabras y las acciones de los profetas que aparecen en los libros históricos (Elías, Eliseo, Isaías, la profetisa Julda, Samuel y muchos otros, con nombre o sin él, que hemos conocido estos meses), como las de otros profetas que han contribuido directamente a la interpretación de la historia que se nos narra.
La historia sería distinta, así como el sentido de los hechos y de la salvación, sin Ezequiel, Jeremías y el segundo Isaías, y sin otros profetas no falsos, casi siempre desconocidos y sin nombre. Estos profetas vieron, profetizaron y experimentaron la caída de Jerusalén y el exilio a Babilonia, y proporcionaron las primeras palabras esenciales para comprender la enorme tragedia que estaba aconteciendo ante sus ojos. A pesar del inmenso dolor, el exilio fue también un tiempo favorable de bendición para el pueblo de Judá, entre otras cosas, por la presencia de profetas en medio de la gran shoah (tempestad destructora). Mientras haya a nuestro lado un profeta compartiendo nuestro mismo infierno, siempre podremos ver desde ese infierno un retazo de paraíso. Los oráculos y los gestos de Ezequiel, las palabras enardecidas de Jeremías y los cantos del siervo de YHWH del segundo Isaías fueron la hendidura que se abría desde el infierno hacia el cielo. Por ella vieron que también en el exilio era posible una shalom. Gracias a ella, no olvidaron el pacto y la promesa y siguieron soñando con un Dios distinto, sin confundirlo con los atractivos dioses babilónicos. Podemos tener la esperanza de volver a casa si en el exilio no dejamos de soñar con ella. Los maravillosos e inmensos profetas, a los que hemos podido conocer un poco durante estos años de comentarios dominicales, mantuvieron vivo el sueño de YHWH a pesar de haber sido derrotado (la fe sigue viva en nuestras crisis si decidimos dejar que viva y resucite, y no la olvidamos por el dolor excesivo de las derrotas y las desilusiones). De este modo, después del exilio, YHWH “el señor de los ejércitos” se convirtió en YHWH “el señor de los habitantes del cielo”. La derrota política fue esencial para comprender que el reino de Dios y su oikonomía no eran los de la potencia sino los de la debilidad, que Dios vivía en el “cielo” y por eso se le podía rezar a orillas de los canales de Babilonia, incluso sin el maravilloso templo saqueado, destruido y quemado. La muerte de la antigua idea de YHWH generó en el exilio otra idea más alta, espiritual y universal, que el humanismo y la historia de la Biblia nos han dejado en herencia como un gran don teológico y ético.
En el tiempo del exilio se escribieron algunos de los libros más bellos e importantes de la Biblia. Muchos salmos florecieron a partir de aquellas lágrimas. Allí se generaron los inmensos textos proféticos y los escritos y relatos fundacionales del Génesis y del Éxodo, hijos del dolor colectivo más grande. Mientras todo caía, mientras la destrucción era radical, mientras la ciudad santa de David y el templo de Salomón eran destruidos e incendiados, esa misma tierra herida produjo algunas de las obras maestras más importantes de la literatura de todos los tiempos. En el exilio, sin templo y sin patria, aquellos escritores fueron capaces de “ver” renacer el templo de la sabiduría de Salomón, bello y puro como el primer día, cuando todo era luminoso e incontaminado. Vieron de nuevo la fe de Abraham y, mientras nos la contaban, volvieron a creer en la promesa de una tierra convertida en un amasijo de escombros. Supieron comprender y narrar con palabras espléndidas la alianza con YHWH, mientras el pacto y la elección eran barridos por Nabucodonosor y su imperio. Creyeron, vieron y escribieron palabras maravillosas acerca de Dios, porque primero fueron capaces de creérselas en la noche de la fe. De aquella oscuridad generativa nacieron la zarza ardiente, el combate de Jacob, el canto de Miriam y su danza con la pandereta, las grandes palabras del Sinaí… En medio de aquella destrucción, mientras eran conducidos a la esclavitud babilónica, nos contaron la liberación de la esclavitud egipcia. Y esa esclavitud hizo maravillosa la narración del mar abierto.
¿Y si el tiempo de hoy, en medio de la destrucción de nuestros templos, cuando una historia claramente ha terminado, fuera el tiempo de escribir los libros más bellos? Eso no sería posible sin los profetas, que fueron, como Moisés, capaces de indicar una tierra resucitada en el tiempo del sábado santo: «Llegarán días – oráculo del Señor – en que ya no se dirá: Vive el Señor, que sacó a los israelitas de Egipto, sino más bien: Vive el Señor, que nos sacó del país del norte, de todos los países por donde nos dispersó» (Jeremías 16,14-15). Una nueva promesa, una nueva alianza y una nueva tierra. Eso solo lo saben hacer los profetas. Algunas veces sabemos hacerlo, un poco, también nosotros. Cuando somos capaces de decir a un amigo palabras sublimes sobre el amor y el matrimonio desde el montón de escombros de nuestra historia de amor. O cuando decimos sinceramente palabras hermosas y verdaderas sobre la fe y sobre un Dios que dejó de hablarnos hace muchos años y nos dejó abandonados en un exilio que parece no tener fin. O cuando deseamos que exista el paraíso, aunque estamos convencidos de que no será para nosotros. Este es el significado de una de las palabras humano-divinas más hermosas: gratuidad. La Biblia es muchas cosas a la vez, pero sobre todo es un gran canto a la gratuidad. Todo es gracia, La gratuidad es también otro nombre del shabat. Si en una tierra sin templo, en Babilonia, el shabat se convirtió en el templo del tiempo, el exilio fue el shabat de la historia, el tiempo en el que todo “se detuvo”. Se detuvo el culto, se detuvieron los sacrificios, se detuvo la religión, se detuvo la elección, se detuvo la promesa e incluso se detuvo Dios. Después de esta detención colectiva y extraordinaria, nada fue como antes. En los exilios es donde se aprende el tiempo.
Una vez más hemos llegado al final. También en esta ocasión, como en todas las anteriores, nos queda la alegría del camino, de los encuentros y sobre todo de las sorpresas. Nos queda también un poco de morriña por algo que termina, que la misma Biblia se encarga de curar (en parte): «Más vale el fin de un asunto que el principio» (Qohelet 7,8). Y nos queda la sensación de haber escrito muchas palabras, pero no las debidas: ¿Será esta conciencia impotente la gratuidad de este oficio? Una vez más, gracias a Avvenire y a su director Marco Tarquinio, que desde la Navidad de hace seis años sigue creyendo en el trabajo de un economista que se obstina en comentar la Biblia. Y como siempre, gracias a vosotros, lectores, por las cartas y por vuestra benevolente amistad. Para terminar, después de estos seis meses transcurridos en compañía de los libros de los Reyes, nos queda la «oikonomia de la pequeñez»: la de David, el hijo más pequeño, elegido no por méritos sino por gracia; la de Belén, la más pequeña entre las ciudades de Judá. Nos queda la esperanza y el deseo de soñar con Dios, para no olvidarlo en el largo tiempo del exilio.
Original italiano publicado en Avvenire el 22/12/2019