La demolición del ídolo

La demolición del ídolo

Desbordantes y no alineados/7 – Una operación inexorable que afecta a personas y comunidades vivas.

«El ideal de la buena fe es, como el de la sinceridad, un ideal de ser-en-sí. Toda creencia es creencia insuficiente; no se cree jamás en aquello que se cree».

J.P. Sartre, El ser y la nada

Cuando alguien ha hecho de la fe – cualquier fe, no solo la religiosa – el fundamento de su vida, cuando la ha convertido en el tema existencial y no en un tema entre muchos otros, vive constantemente en el temor de haber fundado su vida sobre un engaño, de haber construido un edificio admirable sobre la nada. Durante mucho tiempo ese temor permanece latente, sobre todo en la juventud. Aparece de vez en cuando pero después se despide y nos deja vivir en plenitud el tiempo del encanto, necesario para elevar nuestro impetuoso vuelo. No obstante, va creciendo, bajo tierra, junto con la fe, hasta que emerge en la fase adulta de la existencia y se impone con una fuerza invencible. Entonces nos sorprende, nos altera y no nos deja dormir.

De repente nos damos cuenta de que el temor era fundado, y la posibilidad de la nada se convierte en una experiencia real. Resulta que nos habíamos engañado de verdad. Es la experiencia de la falta de fundamento, de la falta total de alineamiento, de la desorientación del exiliado. Habitamos una tierra nueva, dentro del imperio temido y odiado durante tantos años. Al principio intentamos orientarnos en el nuevo paisaje buscando las mismas señales del paisaje del pueblo donde crecimos. Buscamos la torre, el campanario y el reloj con las formas de siempre conocidas. Pero no los encontramos y nos sentimos confundidos. En realidad, están ahí pero no los vemos.

En otras palabras, nos damos cuenta de que no hemos creído en Dios sino en un ídolo. Y a partir de ahí el camino espiritual debe convertirse en una experiencia de demolición. El día de la llamada de Jeremías, la voz reveló al profeta su misión y su destino: «Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar» (Jr 1,10). Al principio plantamos y edificamos. El derribo, cuando llega, viene tarde.

La realidad más importante que se destruye en un camino vocacional es la idea de Dios y del ideal. Una vocación, antes que una destrucción del yo, es una destrucción de Dios, el derribo de la imagen que nos hemos hecho de él y en la que creemos. El primer mandamiento de la Biblia es la prohibición de hacer imágenes de Dios porque toda imagen de Dios es un ídolo. Pero el día siguiente a la vocación, cada uno de nosotros empieza a construirse su propia imagen de Dios y por tanto su ídolo. No lo sabemos, así que somos inocentes. Pero la destrucción es esencial para poder abandonar el tiempo de la idolatría. En la Biblia, la destrucción del templo y el exilio permitieron que aquella fe distinta no se convirtiera en idolatría.

Tal vez este sea uno de los muchos significados de una frase misteriosa (koan) y paradójica de la tradición Zen: «Si encuentras un Buda por la calle, mátalo». El «Buda», a lo largo del tramo adulto del camino, no es solo el maestro que nos hizo descubrir el camino espiritual. Es también la idea-imagen de Dios que ese maestro o esa comunidad nos dieron al principio.

Esta demolición puede asumir varias formas. A veces, la primera imagen desaparece poco a poco como una estatua desgastada por el viento y la lluvia (que nosotros, sin embargo, intentamos continuamente restaurar). Otras veces, implosiona por un terremoto de nuestra tierra, y no es raro que nos sepulte bajo los escombros. Algunas veces – las más interesantes pero también las más difíciles de entender y expresar – somos nosotros quienes tomamos la piqueta y empezamos a golpear la estatua, cuando comprendemos que se trata de un ídolo que nos está devorando día a día, como todos los ídolos. Intuimos que si no destruimos nosotros nuestra estatua de Dios será ella quien nos destruya a nosotros. La fe, cualquier fe, es un lugar auténtico de liberación si un día se convierte en experiencia de destrucción.

Cuando este proceso ocurre dentro de una comunidad, un movimiento espiritual o una Organización con Motivación Ideal (OMI), la destrucción implica también a la comunidad. Si la primera idea del ideal la aprendimos de una comunidad que le dio concreción y palabras, la necesidad de destruir la estatua de Dios se convierte inevitablemente también en demolición de la comunidad que nos la dio y enseñó. Junto a la imagen de Dios desaparece también la imagen de la comunidad que la conserva, sus prácticas, sus rostros, sus oraciones. La demolemos porque lleva impresas las mismas señales idolátricas. Esta destrucción – que nunca es del todo íntima y se expresa en críticas públicas, en sarcasmo y en juicios hacia todos – esconde algunos mensajes valiosos para la comunidad, que muestran la necesidad vital que tiene de auto-subversión. Pero toda comunidad siente terror ante su propia destrucción, porque le resulta muy difícil entender que si no destruye el ídolo del ideal que ha construido está condenada a la muerte. Por eso conserva con todas sus fuerzas el ídolo confundido con el ideal.

El elemento decisivo que muchas veces impide el comienzo de los trabajos de demolición es la falta absoluta de garantías de que una nueva fe venga a ocupar el lugar de la que debemos y queremos demoler. El terror de perder para siempre a Dios junto con la imagen que nos hemos hecho de él lleva a muchas personas, que han recibido una llamada espiritual auténtica, a no destruir el ídolo y a quedarse para siempre en la etapa idolátrica de la fe (los ídolos nos gustan mucho porque no nos piden que asumamos ningún riesgo).

Para muchos esta fase de la conversión del Dios de la llamada en el ídolo de la vida adulta se desenvuelve en una perfecta, absoluta e inocente buena fe. Para otros, en cambio, asume la forma de lo que Sartre llama mala fe (una palabra que él usa en una acepción distinta de la habitual): renuncian al ejercicio del riesgo radical de la libertad y de este modo se quedan bloqueados en una especie de limbo moral, donde son contemporáneamente creyentes e idólatras, fieles y ateos, verdaderos y falsos. Los que tienen buena fe están recitando una comedia-tragedia en un teatro, pero están convencidos de que el escenario es la vida. Los segundos, los de mala fe, saben que están recitando un guión que no es la vida, pero no quieren bajarse del escenario porque fuera les asaltaría y les destruiría la angustia. No obstante, aquellos que logran superar la mala fe (o al menos la reconocen y deciden que quieren superarla) y realizan esta demolición del ídolo de Dios, entran en una de las experiencias humanas más altas y extraordinarias. Caen en una condición muy parecida, si no idéntica, a la de los ateos. Perciben – ven y sienten – la nada bajo todas las cosas, una vanitas que con su denso humo envuelve todo el paisaje interior y exterior. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los que no creen porque nunca han creído, cuando la experiencia de esta nada viene después de una verdadera vida de fe, el impacto con el paisaje de esta tierra desolada es casi siempre devastador.

En realidad, la experiencia radical de la ausencia de Dios es éticamente preferible a la idolatría, porque la nada que llega como maduración de la fe es un salto evolutivo espiritual y antropológico. Pero la persona que se encuentra inmersa en la experiencia no percibe ninguna evolución, solo una infinita soledad en un mundo despoblado de dioses. La misma desorientación la experimentan, casi siempre, los que observan y acompañan a las personas que viven estas experiencias; son los primeros en atemorizarse ante los primeros golpes de la piqueta y por tanto hacen todo lo posible para quitársela de la mano.

Hay algunos desafíos típicos de esta situación, poco explorados pero cruciales. No es fácil explorar estos abismos de la vida. Cuando esta fase de demolición tiene lugar dentro de una comunidad, al exilio interior se le añade el exilio exterior. La persona vive con otros conciudadanos que atraviesan fases distintas de la vida, algunos de buena fe y otros de mala fe, y se siente totalmente extraña dentro de casa. Esto es así, entre otras cosas, porque son pocas las personas que se quedan en la comunidad después de la demolición. Muchos de los que interrumpen un auténtico camino comunitario llegan agotados al final de la demolición – quizá porque la primera estatua era demasiado imponente y robusta – y sienten que se han quedado sin recursos para continuar. Para estos demoledores de ídolos la vida se hace mucho más dura dentro de las comunidades. Las charlas en la mesa, las liturgias, las múltiples actividades que siguen realizando no solo dejan de tener interés sino que además les proporcionan un nuevo dolor. Se quedan a desempeñar su tarea, como siempre, en medio de una indigencia de respuestas y de luz en la que permanecen durante años o décadas. Es muy probable que cuando escuchamos de alguien palabras distintas y más verdaderas sobre la vida y sobre el espíritu, es porque se encuentra en esta fase de la vida. Pero no nos lo dice, no sabría cómo decírnoslo, porque no encuentra palabras (vivir y contar lo que se vive son dos “oficios” distintos, sobre todo en algunos momentos de la vida).

Si logramos llegar hasta el fondo de este derrumbamiento, puede comenzar una fase espléndida de la vida, la más hermosa y verdadera. Entonces nos hacemos verdaderamente hermanos de todos los hombres y mujeres, redescubrimos una misma condición humana solidaria que precede a la fe y a la falta de fe. Nos convertimos en mendigos de sentido con todos aquellos que encontramos por la calle, en los libros, en la poesía. Nos volvemos niños y a todos les preguntamos “¿por qué?”, y así nace una nueva escucha ignorante y encantada. Apreciamos a todos aquellos que, sin tener la fe que nosotros teníamos, son capaces de trabajar, de traer hijos al mundo, de morir sin desesperarse y de amar. Y la rabia se hace fuerte porque nosotros, en cambio, no somos capaces. Llegamos a maldecir la imagen que nos ha impedido aprender el oficio de vivir, porque nos descubrimos mucho menos competentes en este arte fundamental que las mujeres y los hombres “normales”. Pero si aún nos quedan ganas de leer la Biblia, finalmente empezaremos a entender algunas páginas de Job o de Isaías, algunos salmos que antes nos resultaban ajenos o nos molestaban. Sin la experiencia de la destrucción, gran parte de la Biblia y de la vida nos resultan inaccesibles. Y después empezamos a dar gracias por esta nueva epifanía de la vida y de la palabra.

Tras una vida vivida en un ambiente poblado por Dios, el desvanecerse de lo sagrado libera la vista para comenzar a ver, finalmente, al hombre. El lugar, despejado de la religión, se convierte en un humanismo. Expulsando al mercader del templo, y las palomas y las cabras de sus altares, se libera la tierra para acoger un reino distinto. Algunas veces, después de la destrucción, renace una nueva fe y una nueva comunidad de fe, que nos volverán a dejar para llevarnos a nuevos exilios donde nos haremos aún más humanos. Otras veces, la oración vuelve a florecer gritando por el dolor de los hombres y de las mujeres. Otras veces, la fe no regresa, y entramos a la iglesia no para rezar sino para esperar que vuelva y nos sorprenda por la espalda mientras estamos sentados en un banco viendo un tabernáculo vacío. Pero no nos arrepentimos de haber destruido el fetiche, no volveríamos atrás por nada del mundo. Queda el oficio de vivir. Queda la misma espera de Dios.

Publicado en  Avvenire el 17/10/2018

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