El alma y la cítara/22 – También nosotros, como Dios, podemos, al menos una vez, amar a quien no lo merece.
«“Los curas no pueden aceptar regalos”, dijo don Pablo. “Entonces, no vale; si no acepta la gallina, la gracia no vale, y el niño nacerá ciego”, protestó la mujer. “La gracia es gratuita”, dijo don Pablo. “Las gracias gratuitas no existen”, respondió la mujer». Ignazio Silone, Vino y pan.
La Biblia nos enseña a dar las gracias por la salvación que recibimos por pura gratuidad y no por nuestros méritos.
La palabra gratitud es esencial. Es una palabra muy importante en la familia y en las comunidades, pero no tanto en las empresas modernas, donde la gratitud – con sus palabras gemelas reconocimiento y agradecimiento – no encuentra el espacio que merecería, debido a su fragilidad. La palabra gratitud – que viene de gratia, charis – está fuertemente emparentada con la palabra gracias, que aprendemos de niños y a partir de entonces está siempre presente en nuestras relaciones. Algo de gratitud hay cada vez que damos las gracias respetando las normas sociales, lo cual suele ocurrir varias veces al día. Pero donde esta se manifiesta más plenamente es en las “gracias” esperadas y deseadas sin pretensiones, que son decisivas para las relaciones más importantes. Es esa gratitud delicada, más femenina que masculina, más susurrada que dicha, que llega en los momentos cruciales de la vida. Es el gracias escrito por el compañero en la tarjeta que acompaña al regalo de despedida el último día de trabajo, un día como todos los demás, pero distinto. O el “gracias, profe” escrito en un post-it que te deja en la cátedra el estudiante con dificultades el último día de clase. O tal vez el gracias que no fuimos capaces de decir a nuestros padres el día que salimos de casa para seguir una voz, porque se quedó ahogado en la garganta, y muchos años después descubrimos que se parecía mucho a los gracias inefables que se susurran cada día en las cabeceras.
La belleza y el drama de esta gratitud radica en la gratuidad. Dado que no es un contrato, la gratitud solo tiene valor si es gratuita (gratitud y gratuidad son casi la misma palabra). Pero también contiene una dimensión de deber y obligación. Si bien, por una parte, las cualidades más valiosas de la gratitud son la libertad y el don, por otra parte, algunas gratitudes, cuando faltan, generan ingratitud, que es una de las pasiones más fuertes y que más sufrimiento pueden causar. La gratitud es una forma de reciprocidad y por tanto en ella hay una dimensión de devolución de algo recibido con anterioridad. La presencia de la ingratitud junto al reconocimiento hace que agradecer sea una experiencia compleja. Porque con la gratitud entramos en el centro de la paradójica semántica del don y de la reciprocidad, y por tanto de esas emociones y acciones que son una mezcla de esperanza y pretensión, de libertad y obligación, de gratuidad y deber. No podemos tener la pretensión de que la vecina, antes de mudarse, nos invite y nos diga gracias por haberle regado las plantas tantos veranos, pero si no lo hace, nos duele, y esa ingratitud estropea algo importante en la relación. Probablemente hay muy pocos adjetivos más dolorosos que “ingrato”, cuando sale de la boca de personas que nos importan.
Qué cierto es que nosotros solo conocemos y reconocemos verdaderamente a las personas al final de una relación, cuando se manifiesta su capacidad de reconocimiento – que a veces se extiende más allá de la vida: siempre me ha llamado la atención la fidelidad agradecida de muchas personas, sobre todo mujeres, que cuidan durante años o décadas las tumbas de sus seres queridos. La ingratitud nos hace sufrir mucho, entre otras cosas porque tendemos a sobrestimar el crédito de reconocimiento que nos deben los demás (y a subestimar nuestra propia deuda), y de este modo nos acompaña una constante sensación de que nunca se nos agradece bastante. La gratitud, además, es un sentimiento que necesita duración. Solo nace dentro de relaciones estables y duraderas. Se manifiesta hoy, pero maduró ayer. Por tanto, es un ejercicio de la memoria: al recordar lo que has sido para mí, ahora nace en el corazón la gratitud. Por eso, el icono que en la antigüedad clásica acompañaba a la representación de la gratitud era la cigüeña, porque tenía una fama legendaria de que cuidaba de los padres cuando se hacían viejos.
La Biblia enseña a cultivar y a expresar la gratitud también con Dios: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Salmo 107,1). La comunidad de los creyentes es también comunidad de agradecidos, porque es comunidad de salvados. El salmo 107 es un canto de acción de gracias (como muchos en el salterio) que nace de la experiencia de la salvación. Cuatro son los paradigmas de salvación en este salmo: del hambre y la sed («erraban por un desierto solitario … pasaban hambre y sed y desfallecía su aliento»: 107,4-5), de la cárcel («yacían en oscuridad y tinieblas, cautivos de hierros y desgracias … y arrancó los cerrojos de hierro»: 10-16), de las enfermedades mortales («les repugnaba cualquier manjar y ya tocaban las puertas de la muerte; pero gritaron al Señor en su angustia y los libró de la tribulación»: 18-19), y de los peligros del mar: «Se adentraron en naves por el mar, comerciando por la extensión del océano … Apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudeció el oleaje» (23-29). Y cuatro veces se repite el estribillo de agradecimiento, después de cada escena: «Dad gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres» (15). La experiencia concreta de la salvación es la genera la acción de gracias, de la que florece la gratitud. Una salvación concreta, de los males del cuerpo, que recuerda las salvaciones del Jesús histórico, que, ala vez que anunciaba una salvación espiritual, liberaba a las personas de males concretos, les daba de comer y les curaba. La salvación que produce gratitud es siempre puntual, es siempre una resurrección concreta.
La salvación, palabra decisiva en la Biblia y, después, en el cristianismo, tiene mucho que ver con la dinámica paradójica de la gratitud. Por una parte, desde el punto de vista de Dios, es don total, no explicable dentro de un registro de condicionalidad, de do-ut-des. No: somos salvados y punto. La salvación no nos la ganamos por nuestras virtudes y méritos – tal vez sí por nuestro grito: «Gritaron al Señor en su angustia y los libró de la tribulación» (107,13). La salvación es respuesta a un grito, pero no es respuesta a una acción que la justifique: el grito es expresión de fe, y la justificación para la salvación es la fe (aquí se ve hasta qué punto la teología de San Pablo estaba anclada en el Antiguo Testamento). Pero es muy hermoso y consolador que en todo este salmo los hombres salvados no sean el pueblo de Israel, los elegidos: son hombres y punto. Esta salvación es universal: basta con gritar – tal vez lo hacemos demasiado poco. Al mismo tiempo, la Biblia pide al salvado reconocimiento, le invita a dar las gracias a Dios por la salvación. Este es otro de los grandes sentidos de la oración: no oramos solo (ni tanto) para obtener la salvación (el grito bíblico es una extraña forma de oración), sino que sobre todo debemos orar para agradecer. El mismo Jesús se muestra sensible a la gratitud y a la ingratitud. Muchas veces las personas han aprendido a rezar para decir gracias: no habían pedido nada, pero han experimentado una salvación y dan las gracias. De ese agradecimiento nace la oración. Es el nacimiento más hermoso, totalmente gratuito, liberado de cualquier resto de fe comercial.
Es difícil permanecer en la gratitud. Es arduo permanecer en la condición de quien agradece porque sabe que todo lo que posee es don, y que la salvación que experimenta cada día es gratuidad total. Es difícil sobre todo para el hombre de fe. Porque, una vez experimentada una salvación y aprendida la gratitud, en los hombres (no tanto en las mujeres) nace progresiva y naturalmente la necesidad de querer merecer las salvaciones futuras, de sentir que en la salvación que nos llega cada mañana también hay algo nuestro, que también nosotros hemos contribuido, que hay una cuota parte de cofinanciación en ese préstamo de valor infinito que se nos ofrece, que esa misericordia, ese amor fiel (hesed), lo merecemos un poco. De este modo, la experiencia de “ser salvados” se transforma, poco a poco y sin darnos cuenta, en “salvarse”. Y cada vez que el salvarse gana terreno al ser salvados inevitablemente se reduce el valor de la gratitud.
Es humano, muy humano. Porque a nosotros, los hombres, no nos gusta depender enteramente de la gratuidad de otros, nos gusta conquistar nuestras salvaciones con nuestro sudor y nuestros méritos, nos gusta demasiado esa reciprocidad donde nos alternamos en los movimientos de dar y recibir. Hemos visto cuánta injusticia ha producido la falta de reciprocidad, cuánta desigualdad, cuántos pobres han permanecido en una condición de súbditos por depender enteramente de sus señores. La idea de un Dios que nos lo da todo y del que dependemos totalmente ha producido una teología político-económica que no ha ayudado a los pobres a liberarse de su condición de inferioridad, y una gratitud equivocada, unidireccional y obligatoria ha dejado en Europa y en el mundo un sufrimiento infinito. La redención de los pueblos ha pasado también por la redención de esas teologías que usaban una determinada idea de Dios para legitimar, sacralizándolas, estructuras injustas de poder. De ahí el maravilloso movimiento civil, económico y político que en los últimos siglos ha querido vincular los derechos a la naturaleza o a un pacto social igualitario originario, y los salarios al trabajo.
Mientras se desarrollaba, y se sigue desarrollando, este gran movimiento ético de los pueblos, la Biblia seguía ahí, fiel a sí misma, recordando que estas lógicas, esenciales y benditas en las relaciones interhumanas, no son aplicables a Dios, que está por encima de nuestros méritos. Porque si falta un principio de gratuidad absoluta en la fundación de nuestra vida que nos recuerde que antes y después de los méritos hay un don infinito, cualquier meritocracia se convierte en una dictadura de los más fuertes sobre los más débiles. El Dios bíblico no nos ama porque lo merezcamos – o porque lo merezcamos más que otros – sino sencillamente porque somos sus hijos e hijas, y la relación filial no es meritocrática, a pesar de las protestas del hijo mayor de la parábola. Debemos agradecer, este es nuestro deber, pero nuestro gracias de hoy no es la precondición meritoria para ser salvados mañana: Dios nos seguiría salvando, aunque seamos ingratos. Saber y recordar esta gratuidad absoluta de Dios nos dice, además, que en alguna parte de nuestro ser, hecho a su imagen, somos más grandes que la reciprocidad, y también nosotros, al menos una vez, podemos amar a quien no lo merece, podemos amar a un ingrato.
La cigüeña también trae a los niños. Las civilizaciones de la cigüeña son las que han sabido mantener juntas la gratitud a los viejos y el amor a los niños. Esto lo sabía bien el cuarto mandamiento, que asociaba honrar al padre y a la madre con el “alargamiento de nuestros días en la tierra”. Solo los niños saben alargarnos la vida.
Original italiano publicado en Avvenire el 30/08/2020