La bendición de las algarrobas

La bendición de las algarrobas

Desbordantes y no alineados/3 – Es posible partir como hijos y regresar como padres y madres.

Su docilidad era la de la madera. Ya no era un árbol que caminaba, tal y como le había revelado el ciego de Betsaida. Ahora estaba clavado en el suelo y todos sus pasos terminaban allí, con los pies juntos y los brazos abiertos como ramas. El Gólgota es una colina pelada, sin vegetación; en su cima descuella ahora un hombre árbol, plantado con sangre

Erri De Luca, Indagine su un falegname

A lo largo de su existencia, las personas desarrollan otras muchas dimensiones además de las que son útiles para la comunidad en la que viven y crecen. La “tarea” que debemos desempeñar en el mundo desborda la misión institucional de nuestra organización o comunidad, que siempre es más pequeña, por grande y extraordinaria que sea. Ninguna institución es más grande que una sola persona. Por mucho que la inteligencia colectiva de un grupo o de una comunidad consiga resolver problemas cognitivos mucho más complejos y ricos que la inteligencia individual, el alma de una persona siempre es más compleja y rica que el “alma” de la comunidad.

Las experiencias espirituales colectivas pueden ser más espectaculares, sensacionales y emocionantes que las individuales, pero solo el corazón de una persona es bastante ancho como para contener los abismos más profundos y las cimas más altas del dolor y del amor. Moisés habló con la zarza ardiente solo, Jeremías estaba solo cuando oyó la voz bajo el almendro, y el lugar de la Anunciación no fue el templo sino la soledad de una pequeña casa. En esto consiste también la dignidad infinita de la persona, que siempre será el templo más hermoso y divino, tan santo que no es posible construirlo, sino que hay que engendrarlo, sencillamente.

Por este misterio profundísimo y por esta dignidad inmensa, una persona que recibe una vocación y se pone en camino está llamada a mejorar el mundo y no solo la porción de tierra delimitada por las fronteras de su comunidad. Sus ramas desbordan el jardín de la casa y esparcen esporas y semillas, que germinan cuando son llevadas libremente por el viento. Sin embargo, cuando la comunidad que genera y cuida una vocación quiere convertirse en su única dueña y corta las ramas que sobresalen de los setos domésticos, las personas acaban consumidas por su propia comunidad en relaciones objetivamente incestuosas, aunque todo esté animado por las mejores intenciones. La necesaria poda de las ramas no debe convertirse en amputación del diseño vocacional.

El consumo para uso interno es tanto más probable cuanto mejor sea la persona y más dotada esté de talentos, porque no es fácil comprender que esa riqueza personal solo puede vivir y crecer si se da con generosidad. Un franciscano viene al mundo para mejorar la familia humana, no solo la familia franciscana, y podrá mejorar el franciscanismo si se le deja libertad para ocuparse también de otras cosas. Nuestro lugar en el mundo no coincide con el lugar donde vivimos.

Tener la posibilidad concreta de salir es esencial para los que se van, pero también para los que se quedan, porque los “nietos” y el futuro dependen sustancialmente de esta castidad y generosidad organizativas (los padres que consumen a sus hijos no llegan a convertirse nunca en abuelos). Esto vale para todas las formas de comunidad, incluso para un convento de clausura, donde la experiencia de la salida no es menos radical, aunque casi siempre sea totalmente interior.

Hay muchas formas de salida y de regreso, tantas como las que posee cada persona para asumir su camino existencial. Son, por tanto, infinitas. Algunas veces, lo que a primera vista nos parece, a nosotros y a los demás, una salida (física o espiritual), en realidad no es más que quedarse tranquilamente al calor de la casa. Otras veces solo somos conscientes de que hemos salido y regresado muchos años después; mientras tanto, creemos que no nos movemos ni con el cuerpo ni con el corazón. Otras veces nos quedamos dentro sencillamente por miedo a salir, pero dejamos de creer en la promesa y nos volvemos ateos, aunque sigamos pronunciando las mismas oraciones de siempre. La vida sería demasiado fácil y aburrida si las cosas respondieran siempre a los nombres que nosotros les damos. La vida nos sorprende, nos desplaza, juega al escondite con nosotros. Cuando subimos a un monte, casi nunca sabemos si se trata del Tabor o del Gólgota, si nos esperan tres tiendas o tres cruces. Solo cuando abrazamos una cruz, propia o ajena, descubrimos que el madero huele a la carpintería de nuestro padre. Entonces comprendemos que si hemos trabajado tantos años en un taller polvoriento era solo para reconocer en ese último olor el perfume de casa, el de las ropas de José y María.

La Sabiduría bíblica nos ofrece algunos paradigmas de salida y regreso, que dibujan coordenadas antropológicas y espirituales dentro de las cuales podemos situar algunas de nuestras experiencias concretas.

Un primer modelo lo encontramos en la historia de Jonás. Este profeta recibió de Dios una llamada para desempeñar una tarea: ir a la ciudad de Nínive y profetizar allí. Pero Jonás decidió huir en una dirección diametralmente opuesta y se embarcó en una nave hacia Tarsis. El relato no nos dice por qué huyó Jonás. Lo que nos interesa es por qué regresó. Mientras huía, consciente de que está escapando de su vocación, Jonás tuvo una experiencia decisiva que le hizo regresar. Dios desató una fuerte tempestad en el mar y el barco estuvo a punto de hundirse. Jonás no sintió la tempestad y se quedó dormido. Cuando despertó, dijo a los marineros: «Agarradme y tiradme al mar (…) pues yo sé que es por mi culpa por lo que os ha sobrevenido esta gran borrasca» (1,12). Jonás tenía claro que la causa de la desgracia que se abatía sobre el barco era su salida. Pidió que le tiraran al mar, se salvó (gracias a la ballena) y regresó a su tarea. Este relato tiene una profundad humana asombrosa y por eso muchas veces no es bien comprendido.

El regreso de Jonás nos indica una de las formas de regresar. Salimos, huimos, porque en ciertos momentos no podemos no salir. Pero en un momento determinado sentimos claramente que existe una misteriosa pero muy real relación entre nuestra salida y el dolor de la nueva gente que nos rodea. Comprendemos que somos nosotros la explicación del dolor ajeno («yo sé», dice Jonás). Vemos que existe una relación entre el sufrimiento en nuestra empresa, la desgracia de aquella familia o la enfermedad de esta niña y nuestra huida. Nos quedamos dormidos en el barco equivocado, pero un día alguien o algo nos despierta y al despertar advertimos con una certeza interior infalible que si no hubiéramos subido al barco equivocado ese dolor no existiría. Y a veces conseguimos regresar. Otras veces, sin embargo, no podemos hacerlo porque es demasiado tarde o porque, aunque hemos dejado que nos tiren al mar, no viene ninguna “ballena” a salvarnos. De vez en cuando, como ocurrió con Jonás, tras el regreso ocurren verdaderos milagros: nuestras palabras convierten y salvan a ciudades enteras, con sus personas y animales. Pero antes no podíamos saberlo, si regresamos era solo para salvar el barco que se estaba hundiendo por nuestra huida.

Un segundo paradigma de salida y regreso lo encontramos en la historia de José en Egipto. La salida de José de la casa de su familia, de su padre Jacob y sus hermanos, es una de las historias bíblicas más hermosas y populares. El joven José era un soñador y un narrador de sueños. El hecho de contar en comunidad estos sueños acrecentó la envidia de sus hermanos, que un día lo vendieron a unos mercaderes que viajaban hacia Egipto. En tierra extranjera, gracias a su vocación y a su competencia en materia de sueños, José llegó a convertirse en una importante personalidad política. Y cuando sus hermanos, años después, durante una gran carestía, fueron a Egipto buscando trigo y vida, se encontraron allí con José, el hermano vendido, que les salvó.

No es infrecuente que los sueños más grandes, los que sobresalen de los muros de casa, sean la causa de que salgamos o seamos expulsados. Las salidas de las comunidades no son casi nunca verdaderamente voluntarias, aunque lo parezcan. Estos mismos sueños grandes y “carismáticos” provocan la envidia de nuestros hermanos, que sienten deseos de “matar” nuestro carisma y a veces nos venden como esclavos. Al igual que José, no entendemos el sentido de todo ese dolor, el porqué de toda esa maldad de los hermanos mayores. Luego es posible que lleguemos a un gran reino, a una gran civilización. Los primeros sueños, que acabaron mal en casa, son los mismos que nos permiten crecer y hacer carrera en tierra extranjera; hasta que un día, sin que nadie pueda saberlo (ni José ni sus hermanos), descubrimos que esa salida dolorosísima en realidad ha supuesto la salvación para todos: «No sois vosotros sino Dios quien me ha enviado aquí» (Génesis 45,5-8).

Salimos para salvarnos a nosotros mismos y finalmente descubrimos que la salida ha sido providencial para nosotros y también para quienes nos han obligado a salir. Estos resultados paradójicos son los que hacen que la vida humana sea poco “inferior a los ángeles” y no es infrecuente que el verdadero sentido de la partitura que interpretamos solo lo entendamos en la última nota, o a veces incluso durante el aplauso final.

Estas salidas que se parecen a la de José son sobre todo (aunque no exclusivamente) salidas de juventud. Después de un tiempo intentando sinceramente seguir una voz, nos encontramos fuera, expulsados de casa, en una experiencia que muchos viven como engaño, traición o maldad y sienten rabia por haber malgastado los años más hermosos. Pero si acabamos dentro de una “cisterna” por seguir honradamente una voz, y si la seguimos en la comunidad invisible de nuestro corazón en tierra extranjera, casi siempre llega el momento de la salvación, y la piedra descartada se convierte en piedra angular de la casa entera. A lo mejor llega mucho tiempo después, pero su venida ya estaba inscrita en la lógica buena y verdadera de la vida y de la lealtad misteriosa a una voz que hemos seguido a pesar de estar muy confundidos y desilusionados. He conocido muchas salvaciones de este tipo y son experiencias humanas sublimes, para José y para sus hermanos.

Finalmente, hay un elemento común a muchas formas de regreso que consiste en salir de casa como hijos de la comunidad y volver como padres y como madres. En estas parábolas de carne y de sangre, cuando el joven convertido con el tiempo en adulto siente y dice: “me levantaré y volveré junto a mi padre”, quien le abraza, le echa los brazos al cuello y le pone el anillo en el dedo al llegar a casa no es ya su padre, sino su hijo. Durante esa salida-regreso el hijo se ha convertido en padre de su padre, en madre de su madre. Pero antes no lo sabía; no podía saberlo hasta el momento del abrazo o a veces hasta el final. Y para festejar el regreso no matan un ternero cebado, porque esta es la fiesta de la bendición de las algarrobas, la única comida posible y apreciada en los días de la lejanía y la pobreza, convertida ahora en alimento de una nueva paternidad.

publicado en Avvenire el 16/09/2018

  1. Juan Andrés Ravignani 6 octubre, 2018, 14:11

    Hace largo tiempo sigo las diferentes series de reflexiones (meditaciones) de Luigino, verdaderamente son una gracia enorme, para mi personalmente un regalo enorme; una constante fuente de descubrimiento; ensanchamiento, alegría y purificación.

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