Editorial de la edición de junio de la revista Ciudad Nueva.
“Los abuelos son la sabiduría de la familia, son la sabiduría de un pueblo. Y un pueblo que no escucha a los abuelos es un pueblo que muere”. Las palabras del papa Francisco resuenan con fuerza y nos interpelan sobre la actitud que tenemos frente a quienes nos preceden y que, en muchos casos, nos marcan el camino. Y cuando hablamos de abuelos nos referimos con ternura a todos los que caminan por la tercera edad, tengan o no el privilegio de gozar de los nietos.
¿Quién no se conmueve con aquella historia contada con lujos de detalles que nos trae al presente las vivencias de nuestros ancestros? ¿Cómo haríamos para mantenerlos vivos en la memoria y en los corazones si no tomamos su legado? Como en una gran mesa familiar, en esta edición quisimos ubicar a nuestros “viejos” –sin que nadie se ofenda– en la cabecera, bien visibles, para escucharlos (leerlos) con atención. Pero también a otros miembros más jóvenes, fomentando ese intercambio generacional que es vital para cualquier colectivo humano.
A veces vivimos con la tentación de dejarnos llevar por el frenesí de la vida moderna, en la que el tiempo parece esfumarse a mayor velocidad y desenfocamos nuestro cotidiano de lo esencial. Entonces no percibimos esa riqueza que aún tenemos cerca, muchas veces en silencio, pero que, como desde el primer día, está allí, firme. Una entereza que lucha a brazo partido contra una posible fragilidad física, de la memoria o de cualquier otro aspecto que nos lleve a darnos cuenta de que nadie nos preparó para ver envejecer a nuestros padres. Y cuando somos conscientes de ello, qué mejor ocasión para sacar a relucir todo lo aprendido de pequeños: ayudarlos, cuidarlos, acompañarlos con paciencia y un profundo amor en cada detalle.
Pero también hay otra mirada, justamente desde los protagonistas de esta etapa de la vida que, gracias a los avances de la ciencia, muchas veces se prolonga convirtiéndose en una nueva oportunidad para cumplir sueños, desde actividades postergadas hasta poder disfrutar del crecimiento de los nietos, para aquellos que tienen esa posibilidad.
Entonces somos partícipes de un enriquecimiento recíproco fascinante, una alquimia difícil de explicar, donde abuelos ayudan y son ayudados, donde hijos/padres pueden confiar lo más preciado de sus vidas en otros como ellos y donde nietos descubren la belleza de la historia hecha vida presente y a su vez, los más pequeños, con su inocencia, frescura y energía, revitalizan a aquellos que alguna vez fueron “padres superhéroes” y hoy están de regreso, con otros “trajes” y con más canas, pero con mayor amor y disponibilidad de tiempo.
Podemos usar eufemismos, pero la ancianidad –o la vejez– esconde una belleza distinta. Para quienes la ven lejana aún, es un hermoso horizonte para contemplar y una ocasión para hacernos conscientes de que se envejece y se muere como se vive. Por tanto, asumir el desafío de aprender desde ahora el arte de ir “livianos por la vida”; más esenciales y gozando del regalo de cada instante. Para quienes viven esta etapa en el presente es una oportunidad de ofrecer y donar la experiencia del camino recorrido. O mucho más que eso, como dice Francisco, “la ancianidad es una vocación. No es el momento todavía de tirar los remos en la barca”.
Artículo publicado en la edición Nº 609 de la revista Ciudad Nueva.