Francisco, durante la audiencia de los miércoles.
“El cristiano que reza pide a Dios ante todo que le perdone sus ofensas, es decir sus pecados, el mal que hace. Esta es la primera verdad de cada oración: aunque fuéramos personas perfectas, aunque fuéramos santos cristalinos que no se desvían nunca de una vida de bien, somos siempre hijos que le deben todo al Padre”, dijo el papa Francisco esta mañana durante la audiencia general de este miércoles 10 de abril, celebrada en la Plaza de San Pedro, bajo una intensa lluvia. El pontífice retomó su catequesis sobre la oración del Padrenuestro.
“Después de pedir a Dios el pan de cada día, -comenzó explicando Francisco- la oración del Padrenuestro entra en el campo de nuestras relaciones con los demás. Jesús nos enseña a pedirle al Padre: ‘Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden’. Lo mismo que necesitamos el pan, así necesitamos el perdón. Y esto cada día.
Y agregó el Papa: “Por eso la soberbia es la actitud más negativa de la vida cristiana. Es la actitud de quien se coloca ante Dios pensando que siempre tiene las cuentas en orden con Él: el soberbio cree que hace todo bien. Como ese fariseo de la parábola, que en el templo cree que está rezando pero que, en realidad, se elogia ante Dios: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás”. Es la gente que se siente perfecta, la gente que critica a los demás, es gente soberbia. Ninguno de nosotros es perfecto, ninguno. Por el contrario, el publicano, que estaba detrás, en el templo, un pecador despreciado por todos, se detiene en el umbral del templo y no se siente digno de entrar y se confía a la misericordia de Dios. Y Jesús comenta: ‘Este, a diferencia del otro, regresó a su casa justificado’, o sea, perdonado, salvado. Porque no era soberbio, porque reconocía sus limitaciones y sus pecados”, subrayó Francisco.
En este sentido señaló el Santo Padre que “hay pecados que se ven y pecados que no se ven. Hay pecados flagrantes que hacen ruido, pero también hay pecados tortuosos, que se anidan en el corazón sin que nos demos cuenta. El peor es la soberbia que también puede contagiar a las personas que viven una vida religiosa intensa. El pecado divide la fraternidad, el pecado nos hace suponer que somos mejores que los demás, el pecado nos hace creer que somos similares a Dios.”
Y, en cambio, dijo el Papa, “ante Dios, todos somos pecadores, y tenemos razones para darnos golpes de pecho – ¡todos! – y como escribe san Juan, en su Primera Carta: ‘Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros’. Si quieres engañarte, di que no tienes pecados: así te engañas”.
Seguidamente el Papa explicó que “estamos en deuda sobre todo porque en esta vida hemos recibido tanto: la existencia, un padre y una madre, la amistad, las maravillas de la creación. Aunque pasemos por días difíciles, debemos recordar siempre que la vida es una gracia, es el milagro que Dios extrajo de la nada”.
“En segundo lugar, somos deudores porque, aunque consigamos amar, ninguno de nosotros puede hacerlo solamente con sus propias fuerzas. El amor verdadero es cuando podemos amar, pero con la gracia de Dios. Ninguno de nosotros brilla con luz propia. Es lo que los antiguos teólogos llamaban “el misterio de la luna”. Que es como la luna, que no tiene luz propia: refleja la luz del sol. Tampoco nosotros tenemos luz propia: nuestra luz es un reflejo de la gracia de Dios, de la luz de Dios. Si amas es porque alguien, que no eras tú, te sonrió cuando eras un niño, enseñándote a responder con una sonrisa. Si amas es porque alguien a tu lado te despertó al amor, haciendo que entendieras que en él reside el sentido de la existencia.”
Concluyendo la catequesis el Santo Padre invitó a escuchar “la historia de alguien que ha cometido un error”, como la de un preso, un condenado o un drogadicto. “Sin perjuicio de la responsabilidad, que es siempre personal –dijo– te preguntas a veces quién debe ser culpado de sus errores, si sólo su conciencia, o la historia de odio y abandono que alguien lleva consigo. Ese es pues, ‘el misterio de la luna’: amamos ante todo porque hemos sido amados, perdonamos porque hemos sido perdonados. Y si alguien no ha sido iluminado por la luz del sol, se vuelve tan frío como el terreno en invierno.”
“¿Cómo podemos dejar de reconocer, en la cadena de amor que nos precede también la presencia providente del amor de Dios? Ninguno de nosotros ama tanto a Dios como Él nos amó. Basta ponerse ante un crucifijo para comprender la desproporción: Él nos ha amado y nos ama siempre a nosotros primero”, aseveró el Papa.
Y concluyó rezando: Señor, incluso el más santo de nosotros no deja de ser deudor tuyo. Oh Padre, ¡ten piedad de todos nosotros!
Fuente: AICA