Cerca de la valla que delimita la Franja de Gaza los muertos de ayer fueron unos 60 y varios miles los heridos. Trump habla de paz con un lanzallamas.
Benjamín Netanyahu dice que el de ayer fue un “día glorioso”. Debería demostrar cuánta gloria puede haber, más allá de la irresponsabilidad de Hamas, que aprovecha las protestas para intentar ataques armados, en un día que termina con 60 muertos y miles de heridos, la gran parte tirando piedras. Los que se agregan a otra cincuentena de muertos y otros miles de heridos de las semanas pasadas.
La decisión de los Estados Unidos de trasladar con bombos y platillos su embajada en Jerusalén es un lanzallamas que intenta apagar un fuego. Y la cuestión palestino-israelí es un incendio que en las mejores etapas de estos años se mantuvo latente. Es un conflicto que se está alimentando sin que las partes demuestren haber entendido que las medidas extremas no sirven sino para encender ánimos caldeados, odios y prejuicios.
De un lado los palestinos existen, del otro lado existen los israelíes. Unos están recordando 70 años desde que comenzó el proceso de despojarlos de su territorio, los otros celebran el nacimiento de su país luego del horror de la Shoá. Siete décadas durante las cuales, en medio de conflictos armados, no fue posible arribar a una solución del conflicto, a una posible convivencia que no ve muchas más alternativas que convertirse en dos países en un mismo territorio con formas de autonomías locales o reconocer como parte de un estado separado los territorios que palestinos e israelíes poseían antes de la guerra de 1967 (asignación reconocida por la ONU).
El tema no puede ser y no es la capital. ¿Quién puede negar a Israel el derecho a considerar una determinada ciudad su capital? El tema es que no hay razones para negarles a los palestinos el mismo derecho. Ante esta situación los países de la ONU habían mantenido en el congelador la situación enviando sus representaciones diplomáticas a Tel Aviv. Una decisión sabia, en espera de encontrar una solución, teniendo presente que había un país ocupante y territorios ocupados manu militari (por la vía de las armas). Si el derecho internacional es lo que debe guiar las relaciones, conviene entonces recordar que la Corte Internacional de La Haya definió en 2004 a Israel como “potencia ocupante” de la zona este de Jerusalén (hasta 1967 administrada por Jordania y arrebatada en ese conflicto). Un fallo que sigue una posición clara y asumida por la ONU a lo largo de estos años, confirmada por las resoluciones adoptadas en 1971, dos veces en 1980, 1993 y 1997.
En medio de una cuestión delicada como pocas, se introduce el presidente de los Estados Unidos. Si George W. Bush había inaugurado una temporada de unilateralismo, Donald Trump decide lisa y llanamente deshacerse del derecho internacional, de la ONU y sus resoluciones, de la diplomacia y de la política para establecer la voluntad del más fuerte. Que 128 países de la ONU votaran en contra de su decisión de trasladar a Jerusalén la embajada estadounidense no contó en nada. En su lógica empresarial de toma y daca, de cálculos entre costos y beneficios no hay espacio para el derecho sino para la conveniencia. Y Trump ha decidido que le conviene este gesto. Cueste lo que cueste.
Pero eso marca también un estruendoso fracaso de la comunidad internacional que no ha sabido elegir entre tomar las riendas del asunto a través de la ONU y aventurarse por un futuro incierto en el que no habrá argumentos para frenar cualquier decisión que se tome pese a las normas de derecho internacional que de aquí en más ¿quién y con qué fuerza podrá invocarlo?