Cada joven es hijo de todos, no solo de sus padres; es un habitante de la tierra, un prójimo (próximo). Esta ley natural y cristiana es la base de nuestra cultura.
Recientemente he viajado a España (a Valencia) para conocer un centro de acogida de inmigrantes (Dorothy Day), donde algunos empresarios de Economía de Comunión están intentando crear puestos de trabajo para jóvenes inmigrantes procedentes sobre todo de África. Durante el diálogo espontáneo con una decena de estos jóvenes, que rondaban los 20 años de edad, una persona les preguntaba: «¿Cuáles son tus sueños?» Y ellos respondían: «Ser mecánico, fontanero, modista…». Escuchando sus palabras, en muchos momentos mezcladas con lágrimas (suyas y nuestras), he vuelto a entender que cada uno de estos jóvenes es hijo nuestro y no solo de sus padres. Cada hijo es también hijo mío. Cada niño que nace es un habitante de la tierra y por tanto prójimo (próximo). El próximo no es el vecino geográfico, religioso o étnico. Es una de las grandes enseñanzas de la parábola del Buen Samaritano.
En base a esta ley natural y cristiana se fundó Europa, acogimos a los soldados ingleses y alemanes que llamaban, fugitivos y atemorizados, a las puertas de las casas de nuestros abuelos. Ellos llevaban un uniforme distinto al de los hijos que estaban en el frente, pero en cuanto les miraban a los ojos, húmedos y temerosos, entendían que antes que “extranjeros” eran muchachos, y por tanto hijos. Y les abrían las puertas, los escondían, arriesgando su vida, en las bodegas y en los establos, y compartían con ellos el poco pan que tenían. Aquellos muchachos acogidos en casa les hicieron menos seguros pero más humanos.
Esta es la Europa cristiana, estas son las raíces, recubiertas de lágrimas y de ágape, de nuestro gran continente. Hemos sido capaces de guerras fratricidas, de horrores infinitos en los lagers, pero también hemos sido capaces de reconocer a un hijo en un muchacho con un uniforme de distinto color. Las bendiciones civiles y económicas de la Europa de la posguerra fueron fruto también de esta gran capacidad de acogida, que nos permitió pensar en la Comunidad Europea, cuando en las montañas todavía se combatía la guerra civil. Las primeras cartas de la Constitución republicana y, después, de los tratados económicos europeos, fueron escritas por mujeres y hombres que supieron abrir una puerta y compartir el pan, convirtiéndose en compañeros (cum‐panis) de forasteros. Muchos de ellos eran analfabetos, pero supieron escribir estas maravillosas palabras con su carne, echando mano de su humanidad más profunda.
Hoy estamos conociendo otras guerras. No se combaten en nuestras montañas, sino más allá del mar, en otras montañas. Los jóvenes siguen llegando, atemorizados y fugitivos, y llaman a nuestras puertas. Pero la distancia del dolor y la pietas cristiana de nuestros abuelos y padres nos hace mucho más difícil abrir las puertas, que demasiadas veces dejamos cerradas, y justificamos esta cerrazón con nuevas‐antiguas ideologías.
Sin embargo, también hoy el límite entre la civilización y la barbarie se encuentra precisamente en las respuestas concretas que damos a los sueños de estos jóvenes. Podemos comportarnos como los cíclopes, que devoraban a sus invitados, o como los habitantes de Sodoma que violaban a sus huéspedes. Pero también podemos elegir comportarnos como los acogedores feacios, o como Abraham y Sara, que acogieron bajo su tienda del encinar de Mambré a los tres hombres que les anunciaron el nacimiento del hijo de la promesa cuando ambos eran ya ancianos. Tres forasteros acogidos les llevaron vida y un hijo. En la tierra prometida no hay puertas cerradas.
En el ADN de nuestro humanismo están tanto los cíclopes como los feacios, están los habitantes de Sodoma y Abraham. Cada generación debe realizar su elección y decidir de qué parte quiere estar: si quiere ver el color del uniforme o ver a los jóvenes‐hijos que lo llevan. Una cosa es cierta: la vida, los niños y el futuro solo están de parte de los feacios, de Sara y de Abraham. “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles” (Carta a los Hebreos 13,2)
Publicado en Messaggero di sant’Antonio el 11/07/2018