Fragmentos de los mensajes del Santo Padre, durante el encuentro internacional de oración por la paz: “Nadie se salva sólo – Paz y Fraternidad”, organizado por la Comunidad de Sant’Egidio el martes 20 de octubre.
Basílica de Santa María de Aracoeli
En su homilía durante la oración de los cristianos del martes 20 de octubre en la Oración por la Paz, el papa Francisco celebró el don de poder rezar todos juntos. Sobre el texto de la Pasión del Señor y de la tentación que se cierne sobre Él, frente a la invitación de salvarse a sí mismo (Mc 15,30), sin pensar en los demás, la calificó como una tentación crucial, que nos amenaza a todos. Es la forma de pensar solo en nosotros, en nuestros problemas y que lo demás no importa.
Los que le dicen: «Sálvate a ti mismo bajando de la cruz», no tenían compasión. Simplemente querían “ver milagros”. A veces nosotros preferiríamos a veces un dios espectacular más que compasivo, un dios que se impone con la fuerza y desbarata a los que nos odian. Pero esto no es de Dios, es nuestro yo.
En un segundo momento, dan un paso al frente los jefes de los sacerdotes y los escribas. Los que habían condenado a Jesús porque representaba un peligro. Pero todos somos especialistas en colgar en la cruz a los demás con tal de salvarnos a nosotros mismos. Jesús, en cambio, se deja clavar para enseñarnos a no descargar el mal sobre los demás.
Sálvate a ti mismo. Al final, incluso los crucificados que estaban junto a Jesús se unen al clima de hostilidad contra Él. ¡Qué fácil es criticar, hablar en contra, ver el mal en los demás y no en uno mismo, hasta llegar a descargar las culpas sobre los más débiles y marginados! Los crucificados se ensañan con Jesús, porque no los quita de la cruz. Le dicen: «Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23,39). Sólo buscan a Jesús para resolver sus problemas.
Dios no viene tanto a liberarnos de los problemas, que siempre vuelven a presentarse, sino para salvarnos del verdadero problema, que es la falta de amor. Esta es la causa profunda de nuestros males personales, sociales, internacionales, ambientales.
De la cruz brota el perdón, renace la fraternidad: «La cruz nos hace hermanos» (Benedicto XVI, Palabras al final del Vía Crucis, 21 marzo 2008). Los brazos de Jesús, abiertos en la cruz, marcan un punto de inflexión, porque Dios no señala con el dedo a nadie, sino que abraza a todos. Porque sólo el amor apaga el odio, sólo el amor vence a la injusticia. Sólo el amor deja lugar al otro. Sólo el amor es el camino para la plena comunión entre nosotros.
Miremos a Dios crucificado, y pidámosle a Dios crucificado la gracia de estar más unidos, de ser más fraternos. Y cuando estemos tentados de seguir la lógica del mundo, recordemos las palabras de Jesús: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35).
Cuanto más unidos estemos al Señor Jesús, seremos más abiertos y “universales”, porque nos sentiremos responsables de los demás. Y el otro será el camino para salvarse a sí mismo: cada semejante, cada ser humano, cualquiera sea su historia o su religión. Comenzando por los pobres, por los más parecidos a Cristo.
Plaza del Campidoglio
«El mandamiento de la paz está inscrito en lo profundo de las tradiciones religiosas» (Carta enc. Fratelli tutti, 284). Los creyentes han entendido que la diversidad de religiones no justifica la indiferencia o la enemistad. Partiendo de la fe religiosa, uno puede convertirse en artesano de la paz y no en espectador inerte del mal de la guerra y del odio.
Las religiones están al servicio de la paz y la fraternidad.
Por eso, este encuentro también impulsa a los líderes religiosos y a todos los creyentes a rezar con insistencia por la paz, a no resignarse nunca a la guerra, a actuar con la fuerza apacible de la fe para poner fin a los conflictos.
¡Necesitamos la paz! ¡Más paz! «No podemos permanecer indiferentes. Hoy el mundo tiene una ardiente sed de paz.
El mundo, la política, la opinión pública corren el riesgo de acostumbrarse al mal de la guerra, como compañero natural en la historia de los pueblos. «No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. […] Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron radiación atómica y los ataques químicos, a las mujeres que perdieron sus hijos, a los niños mutilados o privados de su infancia» (FT, 261). En la actualidad, los dolores de la guerra también se ven agravados por la pandemia del coronavirus y la imposibilidad, en muchos países, de acceder a los tratamientos necesarios.
¿Cómo salir de conflictos estancados y gangrenosos? ¿Cómo desatar los nudos enredados de tantas luchas armadas?
La lección de la reciente pandemia, si deseamos ser honestos, es «la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos. Recordamos que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos» (FT, 32).
La fraternidad, que nace de la conciencia de ser una sola humanidad, debe penetrar en la vida de los pueblos, en las comunidades, entre los gobernantes, en los foros internacionales. De esta manera, aumentará la conciencia de que sólo podemos salvarnos juntos encontrándonos, tratándonos, evitando las peleas, reconciliándonos, moderando el lenguaje de la política y de la propaganda, desarrollando caminos concretos para la paz (cf. FT, 231).
Llamamiento a la paz
En esta plaza del Campidoglio, poco después del mayor conflicto bélico que la historia recuerde, las naciones que se habían enfrentado estipularon un pacto, fundado sobre un sueño de unidad, que posteriormente se llevó a cabo: la Europa unida. Hoy, en este tiempo de desorientación, golpeados por las consecuencias de la pandemia de Covid-19, que amenaza la paz aumentando las desigualdades y los miedos, decimos con fuerza: nadie puede salvarse solo, ningún pueblo, nadie.
Las guerras y la paz, las pandemias y el cuidado de la salud, el hambre y el acceso al alimento, el calentamiento global y la sostenibilidad del desarrollo, los desplazamientos de las poblaciones, la eliminación del peligro nuclear y la reducción de las desigualdades no afectan únicamente a cada nación.
Lo entendemos mejor hoy, en un mundo lleno de conexiones, pero que frecuentemente pierde el sentido de la fraternidad.
Somos hermanas y hermanos, ¡todos! Recemos al Altísimo que, después de este tiempo de prueba, no haya más un “los otros”, sino un gran “nosotros” rico de diversidad.
Desgraciadamente, la guerra ha vuelto a parecerle a muchos un camino posible para la solución de las controversias internacionales. No es así. Antes de que sea demasiado tarde, queremos recordar a todos que la guerra deja siempre el mundo peor de como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad.
Requerimos a los gobernantes que rechacen el lenguaje de la división, que está sostenida frecuentemente por sentimientos de miedo y de desconfianza, y para que no se emprendan caminos de vuelta atrás. Miremos juntos a las víctimas. Hay muchos, demasiados conflictos todavía abiertos.
A los responsables de los Estados les decimos: trabajemos juntos por una nueva arquitectura de la paz. Unamos las fuerzas por la vida, la salud, la educación y la paz. Comencemos por objetivos alcanzables: unamos desde hoy los esfuerzos para contener la difusión del virus hasta que tengamos una vacuna que sea idónea e accesible a todos. Esta pandemia nos está recordando que somos hermanas y hermanos de sangre.
A todos los creyentes, a las mujeres y a los hombres de buena voluntad, les decimos: seamos con creatividad artesanos de la paz, construyamos amistad social, hagamos nuestra la cultura del diálogo. El diálogo leal, perseverante y valiente es el antídoto contra la desconfianza, la división y la violencia.
Roma, Campidoglio, 20 de octubre de 2020.