En el mundo hay 370 millones de descendientes de pueblos indígenas, repartidos en 90 países, que tienen mucho que decir para salvar las selvas amenazadas por los incendios. Tampoco puede pasar desapercibida su vulnerabilidad frente al coronavirus.
Si han seguido la serie canadiense “Anne” (“Anne with an E”, en su original inglés), de Netflix, habrán advertido que en algunos capítulos la simpática y vivaz protagonista entra en contacto con una muchacha de un pueblo de indígenas, que son tratados con desconfianza y desprecio por los residentes de la zona porque son “salvajes”. Carente de prejuicios, Anne se hace amiga de la muchacha, que luego es enviada por sus padres a una casa de religiosas católicas para ser “civilizada”. Se trataba de programas del gobierno canadiense que, de acuerdo con la mentalidad colonialista de aquel tiempo (nos encontramos a fines del siglo XIX), consideraba a los indígenas como seres inferiores. Estos programas tenían como objetivo eliminar usos y costumbres ancestrales, “matar al salvaje” para hacer “vivir al cristiano”. Un programa similar fue introducido también en Australia, como se muestra hacia el final de la película homónima de hace algunos años (dirigida por Baz Luhrman y protagonizada por Nicole Kidman y Hugh Jackman). En 2008, los gobiernos de ambos países pidieron perdón por estos errores y abusos a sus respectivas poblaciones indígenas.
El encuentro, a menudo desencuentro, entre la cultura occidental y cristiana con las culturas nativas, no solo de las Américas, sufrió numerosas ambivalencias. Figuras visionarias y de mente abierta permitieron armonizar ambas visiones, así como mentes estrechas se mostraron incapaces de promover una auténtica inculturación evangélica.
Esto sucede hoy en día. Basta ver lo que ocurrió en Roma, durante el sínodo Panamazónico, cuando un grupo de fundamentalistas católicos arrojó al río símbolos de la Pachamama guardados en una iglesia, por considerarlos paganos. No es fácil librarse de siglos de preconceptos y prejuicios y abandonar los guetos mentales de los cuales con frecuencia somos prisioneros. Me lo comentaban, hace un tiempo, las socias de una cooperativa de Santa María de Catamarca que no sin esfuerzo han redescubierto actividades y costumbres ancestrales que forman parte de su patrimonio cultural, como el cardado de la lana o ciertas prendas, incluso algunos alimentos, pero que los misioneros de la región les habían enseñado a menospreciar como “cosas de indios”.
El camino para armonizar la convivencia cultural entre los pueblos indígenas y aquellos considerados “civilizados” es largo todavía. Lo afirma también la carta dirigida a los líderes presentes en la 75º Asamblea general de las Naciones Unidas del Coica (Coordinación de las organizaciones indígenas de la Cuenca del Amazonas) que representa cerca de 3 millones de indígenas pertenecientes a más de 500 pueblos de la región amazónica.
Una vez más, la prepotencia, la ausencia o la complicidad de los poderes políticos, la negligencia y la ignorancia, están haciendo estragos entre los habitantes originarios de la selva. “En la Amazonía tampoco podemos respirar”, se titula el documento. El Coica sostiene que tanto el fuego que devora el pulmón del mundo como el virus que destruye los pulmones humanos atacan a estos pueblos, comprometidos a hacer “todo lo posible para contener al mismo tiempo el avance de los incendios, de los virus y de las invasiones: una batalla desigual para sobrevivir y garantizar la supervivencia de toda la humanidad”. El Coica pide a los jefes de Estado y de los gobiernos que se comprometan en “prácticas sostenibles en el uso de los recursos naturales”. Un mensaje claro: “no habrá otra forma de recuperar nuestras economías si no somos serios en recuperar nuestros ecosistemas naturales”. Los pueblos nativos piden que se mantenga intacto por lo menos el 80 % de la selva amazónica, y que se proceda a reforestar durante diez años el territorio talado.
Acerca de la situación de los 370 millones de miembros de comunidades indígenas en el mundo, repartidas en 90 países, se refirió también el seminario propuesto por la Universidad Internacional de La Rioja, en España, con la intervención online de expertos de distintos países latinoamericanos. De allí surgió también la extrema vulnerabilidad de las comunidades indígenas frente al coronavirus, y la lentitud con la cual se adoptaron medidas jurídicas para garantizar los derechos de estos pueblos. A menudo, la discriminación empieza cuando se invisibiliza una realidad social: es el caso de Chile, donde la diversidad étnica (el 9 % de la población de origen indígena) está completamente ausente del texto de la Constitución, que no por casualidad se quiere reescribir.
Debemos recuperar la sabiduría de estas culturas si queremos encontrar el equilibrio con el ecosistema. Tienen mucho para enseñarnos. Años atrás, en la provincia de Santa Fe se verificó un problema de potabilidad de las aguas de un río debido a la presencia de sustancias naturales venenosas. Las autoridades estaban a punto de intervenir de manera radical sobre el territorio por medio de la construcción de purificadores para el tratamiento de las aguas. Providencialmente, algunos expertos quisieron, en primer lugar, escuchar las opiniones de la comunidad indígena local. Los indígenas mostraron lo que habían aprendido de sus antepasados: plantar en las orillas del río algunas especies de árboles que tienen la capacidad de neutralizar esos venenos. El problema se resolvió, se respetó el ecosistema y se evitó un gasto e infraestructuras innecesarios. Sobre todo, se descubrió la riqueza y el valor de una cultura que había estado presente en aquel territorio desde siempre.