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La huella que dejamos en internet es reveladora de nuestros gustos, nuestros intereses y hasta nuestro estado de humor. El mercado sabe cómo usarla.
«El capitalismo es una religión» sentenciaba a comienzos del siglo pasado Walter Benjamin. Tiene sus “sagradas escrituras”, sus sacerdotes y sus ritos, como el del Black Friday, que está adquiriendo una notable visibilidad también entre nosotros. Se trata de un verdadero ritual colectivo de compra. El año pasado, los Estados Unidos gastaron solo en el “viernes negro” 1.093 millones de dólares en compras online, cifra que asciende a 2.900 millones si se cuentan los restantes días de la misma semana.
No es tanto, si tenemos en cuenta que solo Alibaba, el coloso chino del comercio electrónico, vendió el mismo viernes bienes por valor de casi 1.800 millones de dólares. Estas cifras verdaderamente impresionantes cautivan a las grandes plataformas de comercio electrónico que están en continua competencia. Cada vez más, la competencia se juega en la relación directa entre la empresa y el consumidor (B2C – business to consumer), al son de anuncios publicitarios personalizados, desarrollados gracias a los datos sensibles que voluntariosamente dejamos en la red, sin darnos cuenta, cuando navegamos y que representan ya el motor de la “economía de la atención”, proyectada precisamente para que no apartemos nuestra atención del objetivo primario del consumo.
El traspaso de gran parte de nuestras compras diarias hacia las plataformas virtuales tiene indudables ventajas –reducción del coste de la búsqueda, amplia variedad de bienes disponibles, precios medianamente más bajos, etc. – pero esconde también algunos problemas no menores.
Cuando en un mercado competitivo se alcanza un precio de equilibrio, tanto los productores como los consumidores obtienen contemporáneamente alguna ventaja. Muchos consumidores comprarán el bien o el servicio a un precio inferior al que estarían dispuestos a pagar. Simétricamente, muchas empresas lograrán vender sus productos a un precio mayor al que estarían dispuestos a vender. La suma de las ventajas de los consumidores y de las empresas constituye el “excedente”. Detrás de cómo se distribuye este excedente entre los productores y los consumidores hay desde siempre una lucha feroz, un choque de poderes y un continuo impulso, por una parte, a la innovación y a la diferenciación, que favorece a los productores, y por otra a la regulación y a la tutela de la competencia, para proteger a los consumidores.
El sueño secreto de toda empresa es lograr vender sus productos a un precio distinto a cada consumidor, exactamente al precio máximo que cada uno de ellos estaría dispuesto a pagar. Si todas las empresas tuvieran esa posibilidad, el lado de la oferta estaría en condiciones de apropiarse de todo excedente correspondiente a los consumidores. Las empresas llevan mucho tiempo ideando estrategias de precio encaminadas a hacer realidad este proceso de “discriminación”, como se llama técnicamente. Por ejemplo: cuando se pone a la venta un billete de avión, generalmente es más caro si entre la ida y la vuelta no hay ningún día festivo. Las compañías aéreas suponen que este tipo de billetes los compran las personas que viajan en avión por trabajo, con agendas poco flexibles y por tanto con pocas posibilidades de elección.
Estas técnicas pueden parecer hoy burdas y anticuadas si se comparan con lo que permite la difusión del comercio electrónico. Mediante plataformas web, las empresas tienen realmente la posibilidad técnica de ofrecer a cada consumidor un precio diferente muy cercano al máximo que cada uno estaría dispuesto a pagar. Este valor puede determinarse hoy en base a nuestra huella digital, es decir al rastro de datos que vamos dejando en la red cuando navegamos por ella. Estos datos dicen tanto de cada uno de nosotros que un reciente estudio (Youyou, Kosinski, Stillwell, (2017). Computer-based personality judgments are more accurate than those made by humans, PNAS), ha mostrado cómo los juicios sobre la personalidad de una muestra de individuos elaborados por un ordenador en base a las informaciones dejadas en Internet son más exactos que los elaborados por amigos, compañeros y familiares. Así pues, no es difícil entender que estos análisis ponen al alcance casi de cualquier empresa el uso del psychological micro targeting, una forma de comunicación, información y persuasión con un grado de personalización inimaginable hace tan solo unos años.
Otros estudios recientes (Matz, Kosinski, Navec, Stillwell (2017). Psychological targeting as an effective approach to digital mass persuasion. PNAS) han mostrado la extraordinaria eficacia de estos instrumentos. Un experimento realizado con 3,5 millones de individuos, a los que se les enviaron mensajes publicitarios expresamente proyectados en base a sencillos rasgos de personalidad de cada uno de ellos (introvertido/extrovertido y abierto/cerrado), deducidos a su vez de los datos dejados en Internet durante la navegación en red, ha demostrado que estos mensajes producen un aumento del 40% en las visitas a las webs objetivo y un aumento del 50% en las compras de los productos publicitados. Todo ello, paradójicamente, respetando plenamente la privacidad. Efectivamente, los datos usados para proyectar los mensajes publicitarios no buscan identificar a cada usuario sino a qué “tipo” pertenece el usuario, de acuerdo con el comportamiento de los mismos usuarios en la red.
Cuando doy un “me gusta” a una página o a un grupo que se ocupa de un determinado tema, ya se trate de gatitos o de exploraciones espaciales, estos datos se cruzan con decenas y decenas de comportamientos parecidos, con mi localización geográfica, con las búsquedas y las compras efectuadas con anterioridad e incluso con el modelo de ordenador y el tipo de navegador utilizado. De este modo, conocer los gustos, la propensión a la compra, la disponibilidad económica, el humor, el tipo de relaciones y todos los demás factores que determinan las decisiones de consumo es casi un juego de niños.
La primera implicación de la difusión de estas tecnologías tiene que ver con la drástica reducción del poder de mercado de los consumidores, que ven cómo se les quita una cantidad cada vez mayor de su excedente. La segunda implicación se refiere a los reguladores que vigilan la competencia y la privacidad. Hoy ya no es suficiente proteger al consumidor de los grandes monopolios y oligopolios que se aprovechan de posiciones dominantes. En el futuro lo será cada vez menos, puesto que cada productor puede convertirse, mediante la discriminación del precio, en un potencial monopolista. Por lo que se refiere a la privacidad, sabemos que hoy este concepto ha adquirido una acepción totalmente peculiar, muy lejos de la que conocíamos hasta hace unos pocos años. Cada vez es más urgente un debate público, transparente e informado, sobre las modificaciones que la red determina con respecto a nuestra libertad de elección y a las crecientes asimetrías entre productores y consumidores.
Publicado en “Il Sole 24 ore” el 23/11/2017