La mirada de los demás incide siempre en nuestra vida. Continuamos con la serie de comentarios Mind the Economy.
«¿No ve Dios mis caminos, no me cuenta los pasos?» dice Job (31, 4) protestando por sus injustas tribulaciones. Le hace eco el autor de la Carta a los Hebreos, cuando da testimonio de que «no hay criatura oculta a su vista, todo está desnudo y expuesto a los ojos de aquel a quien rendiremos cuentas» (4, 13). Dios ve, nos sitúa bajo su mirada y nos pide cuentas de nuestra conducta. Pero la mirada de Dios no es la única que se posa sobre nosotros. El que nos observa no es solo el Otro. También los otros cruzan su mirada con la nuestra. Una mirada de arriba abajo y una mirada al otro. Vertical y horizontal. De algún modo, ambas perspectivas se entrecruzan y se confunden, porque el otro no me es indiferente. Quien mejor capta este aspecto es, tal vez, Emmanuel Lévinas: «El Otro hombre me concierne, me atañe. En francés se dice “me regarde”, en el doble sentido de la palabra: algo de lo que ocuparse, pero también algo que “mirar a la cara”, algo que tomar en consideración».
La mirada del Otro como responsabilidad.
La mirada del Otro y de los otros es conocimiento y percepción, encuentro y responsabilidad. Una responsabilidad que el rostro del distinto de mí me reclama cuando, al mirarme, me interpela como un rehén. Es el poder casi mágico de la mirada, ya sea benévola o malévola: el “mal de ojo” que nos lleva al desasosiego o los ojos dulces que nos curan el alma y el corazón. La mirada comunica. Comunica directamente con el alma y muy concretamente también con el cerebro. La mirada de Otro/s nos hace más sociables y capaces de cooperar, de actuar de forma conjunta, común y benéfica.
Sabemos que en los seres humanos la disposición a cooperar es mucho mayor que la que se observa en cualquier otra especie animal. Sabemos que esto es cierto también entre sujetos que no se correlacionan genéticamente. Sabemos que la cooperación no se desarrolla solo después de la “selección de parentela” (kin selection), como ocurre en el caso de los insectos eusociales, tales como las abejas o las hormigas, estrechamente emparentadas entre sí. La cooperación también emerge en contextos en los que es difícil ganarse una reputación; contextos en los que no es fácil que el altruismo recíproco manifieste sus efectos. Sabemos, por ejemplo, que los murciélagos vampiro de Sudamérica están condenados a una muerte segura si no consiguen alimentarse con la sangre de alguna presa, al menos una vez cada tres días.
La disposición a cooperar.
Este objetivo es difícil de alcanzar. Por eso, los murciélagos han aprendido a cooperar. Los distintos individuos se ayudan recíprocamente. Cuando uno encuentra una presa generosa, tiende a compartir la comida con los murciélagos menos afortunados. Pero esto solo ocurre si el murciélago menos afortunado ha mostrado en el pasado una propensión similar a la ayuda. De esta manera, gracias al principio del altruismo recíproco, los murciélagos vampiro pueden tener una vida larga, que puede durar hasta veinte años. Esta lógica tiene un límite: solo funciona dentro de grupos numéricamente limitados. Un número muy elevado impediría llevar una contabilidad precisa del “debe” y del “haber” y frustraría la condicionalidad que hay a la base del altruismo recíproco, y por tanto su propia eficacia.
Así pues, la reciprocidad de parentela o el altruismo recíproco son capaces de proporcionar razones y motivos sólidos para la cooperación dentro de grupos formados por sujetos genéticamente correlacionados o de grupos no demasiado numerosos. Pero nuestra especie ha aprendido a ir más allá.
El enigma de la cooperación humana sigue siendo ampliamente inexplicable a la luz de estos dos principios. Durante el Holoceno, hace 12.000 años, los grupos humanos comenzaron a cambiar. Probablemente a causa de la introducción de la agricultura, las familias y los clanes de cazadores-recolectores, fuertemente emparentados y numéricamente limitados, comenzaron a crecer y a ampliarse. Para poder cultivar y proteger las tierras necesitaban grupos más grandes que, a medida que crecían en dimensión, se hacían necesariamente más dispersos desde el punto de vista genético, y el comportamiento de cada individuo resultaba más difícil de monitorizar. ¿Cómo promover, en esta situación, la cooperación entre un gran número de miembros, cada vez más extraños y opacos entre sí?
El experimento de la Universidad de Newcastle.
Ahora cambiemos drásticamente de escena. Estamos en el Departamento de Psicología de la Universidad de Newcastle. Hay una sala común donde los investigadores y los estudiantes pueden relajarse tomando te, café y leche, mientras charlan con los compañeros. Nadie controla que los profesores y los estudiantes paguen el te, el café y la leche que toman. El dinero se deposita en una “honesty box”. Existe un riesgo evidente de que lo depositado en la caja no coincida con lo debido, pero a pesar de que algún gorrón consume sin pagar, el sistema muestra ser básicamente sostenible. Melissa Bateson, una etóloga de la misma Universidad, junto a sus compañeros psicólogos Daniel Nettle y Gilbert Roberts, decidió usar la cafetería como set para un experimento de campo cuyo objetivo era identificar los factores que pueden aumentar el comportamiento honesto y cooperativo. Decidieron comprobar una hipótesis extravagante. Cada semana controlaban tanto el dinero depositado en la “honesty box”, como la cantidad de leche consumida (los ingleses usan la leche tanto para el te como para el café, por lo que la leche es una buena aproximación para calcular el consumo total).
En las diez semanas siguientes observaron una gran variabilidad en el dinero recogido, pero también un extraño modelo comportamental: las semanas impares el dinero aumentaba sistemáticamente y las semanas pares disminuía. ¿Qué es lo que ocurría? ¿Qué es lo que cambiaba? Absolutamente nada, salvo un pequeño detalle, aparentemente irrelevante: un poster que los investigadores colgaban en la pared de la sala. En las semanas pares, el poster representaba ojos masculinos o femeninos, ceñudos o serenos, mientras que en las semanas pares el poster representaba flores de distintos tipos y colores. Era lo único que cambiaba. La presencia de los ojos escrutadores, aunque solo estuvieran representados en un poster, multiplicaba por tres las cantidades depositadas por cada litro de leche consumido (“Cues of being watched enhance cooperation in a real-world setting”. Biology Letters 2: 412–414, 2006).
Los otros no son indiferentes para mí. La mirada de los otros me interpela, aunque proceda de un poster colgado en la pared. Incluso si los ojos que me miran no son humanos. Terence Burnham y Brian Hare, al año siguiente del experimento de la cafetería, decidieron reclutar un robot para su estudio. Kismet era un aparato construido en el MIT de Boston con un diseño indiscutiblemente poco humano, salvo por los ojos. Era un pequeño monstruo parecido a un gremlin metálico, pero con ojos grandes y expresivos. Los dos investigadores lo utilizaron como observador en un juego de producción de bienes públicos. Es un tipo de situación que se utiliza para medir la disposición de los sujetos a cooperar en la producción voluntaria de un bien que produce beneficios para todos, tanto para los que han cooperado como para los que no lo han hecho. Esta situación se presta muy bien para evaluar la incidencia de los free-riders, los oportunistas que quieren obtener los beneficios de la cooperación sin asumir sus costes.
Como sospechaban los dos autores del estudio, los participantes a los que se mostraron los grandes ojos de Kismet decidieron cooperar mucho más frecuentemente que aquellos que no se sintieron observados por el robot, aunque la cooperación fuera costosa («Engineering Human Cooperation: Does Involuntary Neural Activation Increase Public Goods Contributions?», Human Nature, 18(2): 88-108, 2007). La mirada del otro nos interpela y nos hace más sociables, incluso involuntariamente. No es sorprendente que esta involuntaria sensibilidad a la mirada sea utilizada de mil maneras por los “creativos” del marketing. Por poner un solo ejemplo, se ha demostrado que las cajas de cereales se posicionan en las estanterías de los supermercados de forma que los ojos de los personajes representados en ellas puedan cruzarse con la mirada de los clientes, ya sean adultos o niños.
El poder de la mirada.
Cuando las miradas del personaje y del potencial cliente se cruzan, se suscita un nivel mayor de confianza, apego y preferencia por esa determinada marca (Musicus, Tal e Wansink, 2015. «Eyes in the Aisles: Why Is Cap’n Crunch Looking Down at My Child?» Environment and Behavior, 47(7): 715–733). El poder de la mirada fue utilizado también por Jeremy Bentham en su proyecto de Panopticon, una cárcel circular donde cada prisionero debía tener la sensación de estar siempre siendo observado por los guardias.
Pero ¿de qué manera la mirada de los otros y su efecto positivo sobre la disposición individual a cooperar puede ayudarnos a comprender el enigma del nacimiento y el éxito de los grupos más grandes que comienzan a formarse durante el Holoceno, prevalentemente entre extraños no emparentados entre sí? Una propuesta sugerente es la que ve la clave de este proceso en la evolución de las grandes religiones prosociales (Norenzayan, A., «Grandi Dei. Come la religione ha trasformato la nostra vita di gruppo». Raffaello Cortina, 2014).
En el mismo periodo se observa el nacimiento y la difusión en todo el mundo de religiones que, a diferencia de lo que ocurría con las anteriores creencias sobrenaturales de los cazadores y recolectores, son portadoras de un mensaje moral que incorpora principios colaborativos. Un ejemplo asombroso es la llamada “regla de oro”: «haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti». Este principio de reciprocidad se encuentra, prácticamente con la misma formulación, en todas las grandes religiones mundiales, que no solo comienzan a recomendar comportamientos de apoyo a la acción colectiva, sino que además proporcionan un amplio instrumental de verificación y sanción. Ser correligionario, compartir el mismo credo, significa tener la posibilidad de acceder a los beneficios de la vida en común. Pero esto no es así automáticamente para todos. Es necesario comprometerse a ser fieles al código religioso y moral. Para ello hay que manifestar la propia adhesión a través de signos, que, para que sean creíbles, deben ser costosos. Surgen prácticas y ritos difíciles de eludir encaminados a hacer ostentación de la lealtad, manifestaciones públicas de fe, ayunos, tabús y ritos extravagantes que permiten reconocer fácilmente al fiel y su nivel de adhesión a la comunidad de los creyentes. Pero, sobre todo, estas religiones se fundan en grandes dioses, realidades intervencionistas, vigilantes y sobre todo omniscientes.
El viraje de la adhesión al grupo.
La adhesión al grupo y a sus reglas morales, junto con la exclusión de los falsos creyentes, fácilmente identificables por su falta de adhesión a las prescripciones rituales, además de la creencia en un dios que todo lo sabe y todo lo “ve” y juzga y premia, condujeron a un viraje en nuestra evolución cultural que promovió la cooperación entre grandes grupos y fue determinante para el éxito de este nuevo modelo social y de producción. La mirada del otro se convierte en la mirada del Otro, escrutador e ilimitado. Utilizando los mismos mecanismos que vinculan el control entre iguales y la disposición a cooperar, promueve la moralidad y la cohesión entre grupos de extraños anónimos y determina su éxito evolutivo. No es sorprendente que las mismas representaciones de los grandes dioses evoquen la mirada: los ojos de Buda representados en las “supas” del centro de las ciudades; el ojo de Horus, el dios del cielo en el antiguo Egipto; o la mirada aguda de Viracocha, el creador del género humano según la tradición de los incas. Naturalmente se refieren a una mirada desde arriba, que todo lo ve y todo lo conoce, también en las religiones abrahámicas.
Este vínculo fundamental entre religiones prosociales y comportamientos cooperativos no implica que solo puedan darse elecciones morales dentro de un marco religioso. Nada de eso. Lo que significa es que, en un momento determinado de la historia de la evolución cultural de nuestra especie, los grandes dioses fueron catalizadores de sociabilidad que permitieron un salto y facilitaron la aceleración de un proceso que desde entonces no se ha detenido y que hoy se sostiene incluso en ausencia de una creencia religiosa explícita. ¿Cómo seguirá el camino? El mundo sigue siendo hoy fundamentalmente religioso. Las sociedades laicas y secularizadas son probablemente más prósperas, pero las religiosas son indudablemente más prolíficas. Mirando hacia delante es difícil hacer pronósticos sobre la laicización de las sociedades religiosas o sobre el despertar de lo sagrado en las sociedades occidentales. Mirando hacia atrás, hoy es ciertamente difícil subestimar el papel activo que las grandes religiones prosociales han jugado en el proceso de civilización que, haciéndonos emerger de la historia profunda, nos ha llevado de los clanes tribales a la sociedad global.
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 15/12/2019