El “mutuo provecho” llamado mercado

El “mutuo provecho” llamado mercado

Recensión del último libro de Robert Sugden.

«Calculen y no piensen». Tal fue la invitación que lanzó Benedetto Croce a los economistas, posiblemente decepcionado por el resultado de sus dos principales diálogos con los grandes economistas italianos de su generación, Vilfredo Pareto y Luigi Einaudi. En realidad, los economistas siempre han pensado, sobre todo los más avezados, aunque no todos lo hayan hecho con la debida profundidad y aunque casi todos hayan pensado bajo la influencia o el imperio de alguna ideología.

Uno de los economistas que han pensado la economía y la sociedad con profundidad es el inglés Robert Sugden, que acaba de publicar un libro que representa verdaderamente la summa de más de cuarenta años de pensamiento original y fecundo y de una concepción del oficio de economista como compromiso ético y rigor científico. Con el paso del tiempo, ha ido superando las fronteras de la economía y ofreciendo de este modo una demostración más de la verdad del antiguo dicho: «un economista que sea solo economista es un mal economista».

En el centro del sistema teórico de Sugden están la naturaleza y la función del mercado y la economía, contenidas en una expresión de J.S. Mill elegida como título para su libro, editado por Oxford University Press: The community of advantage (“La comunidad del provecho”). El mercado es una tupida red de relaciones de mutuo provecho, tanto más rica cuanto más diversas son las personas que la componen. En su obra, Sugden ha tratado de demostrar que la piedra angular de la economía de mercado no es el interés personal, como pensaban Adam Smith y casi todos los economistas modernos, ni tampoco la búsqueda del bien común, sino el mutuo provecho entre los individuos que participan en el intercambio. Con una retórica que hoy usa cada vez más el lenguaje deportivo (o militar) para presentar el mercado como competición o lucha, Sugden nos recuerda la antigua idea de que el mercado es la mayor forma de cooperación que cada día los seres humanos son capaces de realizar en todo el planeta.

Sugden sabe muy bien que, en los mercados reales, cuando los seres humanos realizan sus elecciones de mercado cometen errores, están sometidos a falsas representaciones de la realidad o se hacen daño con compras poco sanas. Sabe también que la parte más experta del contrato puede usar (y usa) en provecho propio la mejor información que posee, y muchas cosas más. La finalidad de este libro es demostrar, filosófica y económicamente, que incluso cuando intercambiamos y cometemos errores cognitivos, la visión del mercado como provecho mutuo es éticamente superior a las demás teorías del mercado (y fuera del mercado), porque concede mayor importancia a la soberanía de la persona sobre sus decisiones, y la defiende de toda forma de poder dispuesta a ocupar su puesto “por su bien”. Es un tema actual, hoy más que nunca, en una época caracterizada por una vuelta del paternalismo sobre todo a la política.

Entre otras visiones que compiten con la suya, Sugden presta mucha atención a lo que se conoce como teoría del Nudge (empujón), ya que es la que reúne mayor consenso entre los economistas que intentan “moralizar” la economía, uno de cuyos exponentes ganó el año pasado el premio Nobel (Richard Thaler). La teoría del Nudge parte de la hipótesis de que los seres humanos cometen errores sistemáticos porque sus elecciones no expresan sus verdaderas preferencias, sino que son más bien expresión de una falta de autocontrol, de deformaciones cognitivas, de creencias erróneas y de información incorrecta. En consecuencia, un planificador social o un político de buena voluntad debería saber esto para ayudarnos de forma paternalista a realizar elecciones que se acerquen a nuestras verdaderas preferencias, es decir a hacer lo que haríamos si no estuviéramos condicionados por el contexto, si tuviéramos autocontrol y estuviéramos bien informados.

Es una teoría fascinante, que tiene mucho éxito por su atractivo inmediato y empieza a ser aplicada en el diseño de las instituciones económicas y políticas. Thaler y sus colegas están detrás de los cambios en los menús de los restaurantes o en los expositores de dulces de los supermercados: puesto que las personas consumen demasiados snacks porque no pueden vencer la tentación, si se aumenta el “costo psicológico” de encontrar los dulces (situados en una página escondida del menú o en estantes alejados de la caja), las personas se hacen menos daño y su bienestar aumenta. Uno de los aspectos más interesantes de la forma que tiene Sugden de teorizar es su capacidad narrativa, a través de la cual hace complicado lo que parece sencillo e incontrovertible. Este libro está lleno de historias, hechos característicos y situaciones verosímiles y sobre todo cotidianas.

Una de estas historietas, escrita con el fin de criticar el paternalismo del Nudge que, a pesar del adjetivo que los autores le ponen al lado (“paternalismo liberal”), para Sugden sigue siendo poco liberal, tiene como protagonista a Jane, una chica con mucho sobrepeso. Cuando Jane entra en la cafetería decide comer pastelillos rellenos de crema a pesar de que los amigos, los padres y el dietólogo le aconsejan continuamente que no lo haga. Escribe: «¿Cuáles pueden ser los motivos para consumir dulces? Supongamos que Jane tiene que responder a un cuestionario indicando cuál de las siete razones siguientes es la que más le impulsa a comprar dulces y a no tener en cuenta la opinión contraria de los expertos: (a) me gusta mucho comer dulces y alimentos grasos, y la idea de vivir unos años más cuando sea vieja ahora no me atrae; (b) cuando sea más mayor seguiré una dieta más sana, así que lo que como hoy no representa un problema; (c) el consejo de los expertos se basa en estándares no realistas; la mayor parte de las personas que conozco comen tanto azúcar como yo; (d) la opinión de los expertos en alimentación cambia con frecuencia; dentro de algún tiempo es posible que los expertos recomienden dietas calóricas; (e) mis abuelos eran delgados pero murieron relativamente jóvenes, por tanto es probable que yo también muera joven, independientemente de lo que coma; (f) todo lo que como me engorda, así que para mi metabolismo no hay forma de comer bien; (g) siempre voy a la pastelería con la determinación de no comer dulces, pero en cuanto veo ante mí un pastel relleno de crema no consigo vencer la tentación».

La teoría del Nudge se basa en la respuesta (g) y por tanto tiene base empírica. Todos sabemos que se trata de una explicación muy fuerte en la alimentación, en el tabaco o en el juego de azar. Pero también sabemos que la psicología humana es más compleja y desarrolla razonamientos para superar muchos obstáculos, como la convicción de que “yo soy distinto de la media” y por tanto los datos científicos “funcionan con otros pero no conmigo” y muchos otros. A este propósito Sugden comenta: «Mi hipótesis, en base a mi propia experiencia social así como a un conocimiento científico general de los mecanismos psicológicos que están detrás de las elecciones, es que las opciones (a), (b), (c), (d), (e) y (f) son mucho más frecuentes que la respuesta (g)».

Sugden sabe muy bien que las dependencias existen de verdad y que algunas elecciones inspiradas en el Nudge producen buenos resultados en términos de análisis costo-beneficio. También sabe que comer muchos dulces produce por enfermedades crónicas que generan muchos costes para la sociedad. Su crítica es más radical y sutil y nace de un postulado con valores: la libertad de elección de Jane es más importante de lo que creen los planificadores benevolentes, ya que incluso quien realiza elecciones “por nuestro bien” en realidad, aunque sea de buena fe, está imponiendo o al menos forzando que aceptemos su idea de bien.

Así pues, su crítica parte de la hipótesis de que nadie, salvo el sujeto que elige, tiene legitimidad ética para decirle a una persona adulta qué es bueno o mejor para ella; y cuando lo hace, trata a las personas adultas como niños. En realidad, la perspectiva imparcial invocada por los autores del Nudge, para Sugden es una perspectiva parcial propia de quienes en un momento histórico están implementando una determinada política, aunque sea en nombre de la mayoría. La crítica de Sugden llega hasta poner en tela de juicio una concepción de la democracia que funda sus decisiones en las preferencias medias de la mayoría. Tampoco comparte la visión de A. Sen, a quien Sugden incluye entre los paternalistas, aunque por motivos distintos a los del Nudge, ya que solo considera dignas de valor las creencias individuales que tengan una legitimidad objetiva y hayan superado un “escrutinio razonado” en el debate público. El único “escrutinio razonado” de las elecciones de una persona adulta que Sugden considera compatible con la democracia es el que realiza una persona concreta, con todas sus debilidades, errores y fragilidades.

Este discurso antipaternalista es aún más relevante si dejamos la pastelería y pensamos en elecciones en ámbitos más relevantes para la democracia (sin descuidar el valor cívico de las pastelerías y las bombas de crema). Pensemos en una sociedad que aplique el Nudge también a los bienes espirituales y religiosos. Supongamos, por ejemplo, que la opinión mayoritaria se convence de que seguir la religión cristiana y leer la Biblia producen malestar a las personas, aunque algunas de ellas la sigan leyendo por errores cognitivos o por ignorancia, en contra de la opinión de los “expertos”. En ese caso, se aumentarían los impuestos a los libros que hablen de religión, se esconderían en las baldas más lejanas de las librerías y se haría todo lo posible para que las personas, que no tienen suficiente autonomía de decisión y autocontrol con respecto a las falsas creencias, no la lean o la lean menos. En realidad, se trata de un escenario no demasiado inverosímil.

La visión de la democracia que Sugden propone es radical. Pero cuando protege a la persona de ingerencias más altas y paternalistas, está en sintonía con el principio de subsidiariedad y con la filosofía personalista. Ciertamente su democracia es frágil e imperfecta y nos dice que si queremos que alguien no haga mañana nudging con las cosas que nos gustan, debemos aceptar que en la vida democrática hay opciones que nosotros no tomaríamos nunca e incluso nos parecen detestables. El “precio” a pagar para poder ser libres de comprar y leer la Biblia es aceptar que otra gente compre y lea libros que nos desagradan. Los bienes intercambiados en los mercados democráticos son más que los que nosotros consideramos éticos y buenos.

Hay algunas preguntas que podríamos dirigir a un pensamiento elaborado, coherente y robusto como el de Robert Sugden. Estas son algunas de ellas: ¿Estamos seguros de que esta visión contractualista es capaz de asegurar algunos bienes morales que muchos de nosotros, tal vez todos, consideramos esenciales? ¿Qué decir, por ejemplo, de las personas que no firman ningún contrato de mutuo provecho pero hoy y mañana sufren las consecuencias de las elecciones de nuestros contratos de mutuo provecho? Pienso en los niños no nacidos, en los animales, en las plantas, en la atmósfera, en las energías no renovables. ¿Quién garantiza su bien en un mundo donde solo hay contratos suscritos por aquellos que están en condiciones de poderlos firmar en base a sus intereses mutuos? Sugden tiene una respuesta sofisticada y controvertida también a estas preguntas, que nosotros, sin embargo, dejamos abiertas.

Muy hermosa es la frase que cierra el libro: «Yo soy un economista y he centrado mi discurso en el mutuo provecho en la esfera económica. Pero comparto la convicción de Mill de que la cooperación por el mutuo provecho es el principio fundamental de la organización de una buena sociedad. El mercado no es, o no debería ser, un ruedo de acciones regidas por motivaciones no morales o instrumentales, de las cuales hay que proteger otras prácticas más genuinamente sociales y con mayor valor intrínseco. Las relaciones de mercado son una parte crucial de la red cooperativa que construye la sociedad civil». Es un mensaje de esperanza dirigido a los mercados reales, que no siempre son como Sugden los cuenta, y una llamada a convertirse en lo que todavía no son.

Publicado en Avvenire el 08.11.2018

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