Gran revuelo mediático ha causado nuestro querido Bob. Una vez más.
Primero, el hecho de haber ganado el Nobel de Literatura en octubre pasado, cuestión que desató una polvareda de declaraciones de cantidad de críticos, acerca de la validez de otorgar este premio a un músico.
En el caso de Dylan, amén de músico, es un escritor. Y en este siglo, la música ha pasado de ser un canal de mero disfrute, a un modo de expresión con peso propio.
Bob encaja a la perfección dentro de la categoría de musi-puetas, personas selectas, a quienes no podemos encasillar en uno u otro lado de las disciplinas. Porque cuanto más cantan, nos ratifican un mensaje que nos llega por una vía con más fuerza, como es la música hecha desde el alma.
De este modo, estamos frente a una personalidad no convencional. Mucho se habló sobre si aceptaría o no el premio. Lo cierto, es que la carta que dirigió Dylan a la Academia Sueca, el equivalente a la Real Academia Española, aludió a la cantidad de compromisos preexistentes, cuestión que no le permitirá estar el 10 de diciembre en Estocolmo. Para un mortal del montón, esto sería una salvajada, pero Dylan es un tipo con una mentalidad atípica. De hecho, al ingresar a su portal, no se halla mención alguna al Premio Nobel, recientemente obtenido.
La única condición es que debe entregar su discurso de aceptación, antes del 10 de mayo de 2017. Interesante actitud, la de la Academia, que lejos de “enloquecer”, no emitió juicio de valor alguno. Todo lo contrario, respetó profundamente la decisión del premiado.
De paso, aclaramos que otros premiados tampoco acudieron a recibirlo, por motivos diversos: Elfried Jelinek (2004), Harold Pinter (2005), o Doris Lessing (2007).
Lo cierto es que Bob, amén de constructor (de canciones), sigue siendo un ser muy activo, que planifica su tiempo. No lo juzgamos, lo respetamos. Y lo celebramos.