Diferentes situaciones angustiantes y dolorosas, personales y de prójimos cercanos, son ocasiones para hacer todo lo que está al alcance de cada uno, dejando luego que Dios haga su parte.
Cuando Jesús llama
Un domingo por la mañana sentimos un grito en la calle frente a nuestra casa: “¡Por favor, ayúdenme!”. Era una persona en una antigua silla de ruedas muy pesada y dura de maniobrar que pedía auxilio, pues su silla se había desviado hacia la calle desde la vereda.
Él necesitaba una ayuda concreta: que alguien lo acompañara avanzar unas cuadras, para que lo tomara otra persona y lo siguiera llevando hasta llegar a su destino. Una especie de posta.
A medida que avanzábamos le pregunté su nombre (Cristian) y comenzamos a dialogar. Me contó cómo había llegado a esta situación, que antes trabajaba en diseño de vestuario, que tenía una silla de ruedas eléctrica que se la habían robado.
En el camino me vino el pensamiento de que si fuera Jesús quien estuviera en esta silla me ocuparía con más delicadeza, los trasladaría con más suavidad por lo irregular de las veredas. Cuando llegamos a la esquina donde él me había pedido que lo dejara, miramos hacia ambos lados de la calle y no vimos a nadie que pudiese seguir ayudándolo. Volví a preguntarme: ¿Y si fuera Jesús? Por supuesto que lo llevaría hasta el final de su destino. Así es que nos encaminamos hacia el supermercado donde él vende ropa, a la salida de ese local.
Después de avanzar siete cuadras llegamos y me pidió que lo dejara en la entrada para ir a comprar algo para desayunar. Me dispongo a sacar la billetera con mis documentos y dinero para comprar su desayuno de mi bolsillo y me doy cuenta de que, con el apuro de ayudarlo enseguida, los había olvidado en la casa. Él me dice: “no te preocupes, tengo algo de dinero”. Pero a Cristian le negaron el ingreso por no contar con el permiso que se exige debido a la pandemia.
Sentí dentro de mí que no lo podía dejar así. A cuatro cuadras hay otro supermercado y hacia allí nos encaminamos. Cristian me decía que lo dejara ahí nomás, que se las arreglaría para ir y volver. Yo, por mi parte, sentía que el acto de amor hacia él no estaba completo. Llegamos al otro supermercado y la recepción fue totalmente distinta de la del otro lugar: le permitieron el ingreso y nos despedimos.
En ese momento me dijo que quería verme a la cara para darme las gracias (antes nos habíamos visto solo con las mascarillas). Descubrí mi cara, me presenté diciéndole mi nombre, y modestamente le dije que no tenía nada que agradecer. Me vine de regreso a casa contento de haber amado hasta el final, contento de reconocer a Jesús en él.
Walter Quesada (Chile)
Un solo corazón y una sola alma
Pertenecer a una comunidad es la posibilidad de tener una familia, esa que Dios pensó para vos. Desde hace más de 25 años comparto con varias personas el deseo de vivir como los primeros cristianos: teniendo un solo corazón y una sola alma, poniendo nuestras necesidades y bienes en común. Se podría decir una comunión afectiva y efectiva que fue consolidando la vida comunitaria.
Hace unos días una de estas personas nos contó con mucho dolor que habían asaltado la casa de su hija, llevándose los instrumentos de trabajo de ella y su esposo, la ropa de sus nietos y el vehículo.
De inmediato sentí la necesidad de hacer mi parte concretamente y pedí un CBU para poder ser providencia para ellos. Pero enseguida me llamaron de la farmacia para comunicarme que hacía cuatro meses que no entraba la planilla de mi medicamento de tratamiento crónico y la deuda era elevada. No obstante, mi alma supo con certeza que debía ir adelante. Por lo tanto hice igualmente mi aporte.
Al día siguiente recibí nuevamente un llamado de la farmacia: habían solucionado el problema, había sido un error.
Un solo corazón y una sola alma. Solo ahí encuentra sentido mi alma. Quiero seguir siendo expresión de esta vida comunitaria.
Clara Corvalán (Cuyo)
El lugar que pensó Jesús
Desde diciembre de 2019 estoy viviendo la experiencia de misericordia que menos esperaba: visitar a Jesús, preso.
Tengo un sobrino que está viviendo esta cruz, con la certeza de su inocencia, pero ante la lentitud de la justicia, que se prolongó por la pandemia, espera su juicio.
Con mi cuñado (su padre), su mujer, mi marido y yo lo hemos visitado para sostenerlo, todo este tiempo.
En esta espera, el año pasado traté de inscribir a su hijito en el jardín de donde soy jubilada. Hicimos todos los pasos, segura de que entraba (lo di por hecho), y pensé que sería una buena noticia para él, en ese lugar donde las buenas noticias escasean.
Pero la directora me llamó para informarme que habían rechazado su inscripción ya que la psicopedagoga veía síntomas de autismo. El dolor que sentí fue enorme. No entendía cómo podían decidirlo solo con una entrevista virtual de diez minutos.
Pude ir a hablar con el padre director, a quien conozco y con tengo una buena relación. Me dio un hilo de esperanza: debía hacer estudios que comprobaran si realmente tenía problemas o no y comprometerme con la madre a apoyarlo en lo que hiciera falta. En tiempo récord conseguimos neurólogo, fonoaudióloga y psicopedagoga, iba presentando los turnos y los primeros resultados a la directora, siempre apoyándome en la oración.
Para evitarles el mal momento, no le dije al papá ni a la mamá que estaba afuera, solo que pedían estos informes.
Estando en la parroquia, a principios de diciembre, recibo la llamada de la directora. El equipo de gestión había vuelto a denegar la inscripción. No niego que estaba muy dolida, solo pude decirle antes de cortar la llamada que, aunque no estaba de acuerdo, yo seguiría amando mi colegio y al santo que lo inspiró.
Estaba ahí, en la parroquia… fui al sagrario y abracé a este Jesús Abandonado que reconocía en esta situación dolorosa. No la entendía, pero sabía que era Él.
Me quedaba lo peor: decirle a la mamá lo que había pasado. Quería hacerlo con alguna solución en mano. Esa noche hablé con varias amigas docentes, conseguí que lo anotaran en espera (a esa altura del año era lo único que podía lograr).
Al otro día, traté de explicarle a la mamá con todo el amor. Había rezado toda la mañana para encontrar las palabras.
Cuando me escuchó, me dijo: “No sabes qué peso me quitas. Desde la entrevista sentía que ese jardín no era para mi hijo, sentí que me trataron mal, no te lo quise decir, por todo el amor y ganas que pusiste, y era tu jardín… Sé que queda cerca y me ibas a ayudar. Pero yo no renuncié a la vacante que tenía en el otro jardín, queda muy lejos, es humilde, pero yo siento que ahí lo quieren y siempre me trataron bien”.
No lo podía creer, comprendí que Jesús había elegido el mejor lugar, no el que yo había pensado: era el que Él había pensado.
Cuando visité a mi sobrino estaba en paz, coincidía con la mamá. Fue muy fuerte.
Un tiempo después visité al padre director y le conté que no estaba enojada, que Jesús me había enseñado algo muy grande, y que le aseguraba que seguía en unidad con él, que había intentado ayudarme.
Hace poco llegaron los resultados de los estudios. Definitivamente no tiene autismo, solo un problema fonoaudiológico, que se soluciona con pocas sesiones de terapia.
Realmente, comprobé que Dios nos ama mucho, en medio de los dolores. Él nos toma de la mano y elige lo mejor para nosotros.
Seguiremos esperando la libertad y justicia para su papá, sabiendo que tenemos a Jesús de nuestro lado.
Silvia Franco (Santa Fe)
El cambio empezó por nosotros
Estamos casados desde hace 50 años y tenemos cinco hijos y nueve nietos. Cuando nos enteramos de que uno de nuestros hijos (36 años) era adicto a las drogas transitamos un momento muy duro, de mucho dolor.
Comenzamos a concurrir a los grupos de ayuda de Amor Exigente, primero, y luego a los grupos GEV (Grupo de Esperanza Viva). En un momento, su situación era tan desesperada que nos pidió la internación en la Fazenda de la Esperanza, donde permaneció solo tres meses a pesar de que el tratamiento es por un año. Nos decía que por su realidad familiar no podía estar más internado. Tiene dos hijos pequeños de cinco y tres años y una compañera que no lo apoya en su recuperación. Reincidió varias veces, y su situación se agravó.
Nuestro cuarto hijo adicto nos hizo vivir una experiencia de mucho dolor para toda la familia. Hacía veinte años que consumía y nosotros fuimos los últimos en enterarnos, a pesar de que nos dábamos cuenta de sus conductas negativas. Gracias a la fe y al hermoso carisma de la Unidad pudimos llevarlo adelante.
Luego de un proceso de tres años comenzamos a ver un cambio en nuestra vida y en toda la familia, gracias a todas las herramientas que recibimos en estos grupos de ayuda. Fue una experiencia de sentir la presencia de Dios Amor, de vivir muchas situaciones que solo se entienden desde la figura de Jesús Abandonado en la cruz. Pero siempre buscando un camino de salida. Fue en el momento en que dijimos: “Dios mío, te entregamos todo a ti. Nosotros hicimos todo lo que podíamos, ahora te lo confiamos a ti y a nuestra santísima Madre María”.
Nos dimos cuenta de que teníamos que hacer un proceso, ir respetando los tiempos, los nuestros, los de nuestro hijo y, sobre todo, los de Dios, que también nos pedía un cambio interior en nosotros. Fue y sigue siendo un tiempo de Dios que nos muestra su amor infinito: amando al hijo como hijo y no al adicto; dando un gran paso al costado para dejar que también él haga este proceso de encontrarse en la nada y que solo él puede salir por su propia voluntad. Les podemos asegurar que el cambio que queríamos para nuestro hijo primero lo tuvimos que hacer nosotros.
Agradecemos a todas las personas a quienes les pedimos oraciones y más oraciones. Sin ellas hubiera sido imposible transitar este difícil camino que muchísimos padres tenemos que enfrentar. Esta realidad y enfermedad de las adicciones es para toda la vida; pero si se llega a una buena recuperación, se pueden salvar.
Ahora nuestro compromiso es ayudar a otros padres a encontrar y entender el camino que estamos transitando.
Gracias infinitas a Dios y a todos los que nos acompañan.
Marta y Sergio (zonita Uruguay)
Artículo publicado en la edición Nº 631 de la revista Ciudad Nueva.